Borges auténtico, Borges esencial
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Me lo has oído mil veces, aborrezco los hombres que hablan como libros, y amo los libros que hablan como hombres.
MIGUEL DE UNAMUNO
Amabilísimo lector: deje de perder el tiempo. No busque entre la obra perecedera y finita a aquel que vive más allá de la eternidad.
Puede que esta carta le parezca altanera, insolente. Lo sabemos, y asumimos los riesgos que conlleva. Vayan nuestras más sinceras disculpas si se siente aludido por el mensaje que aquí le dejamos.
Ahora bien: si usted es alguien que lee por placer, que busca historias que lo desprendan de la realidad y lo sumerjan en los problemas ajenos, o quiere analizar una obra con independencia del autor, pase: saludamos su sabia decisión. Tendrá todos nuestros aplausos para animarle a que continúe su loable empresa. Pero si pretende hallar a Borges en El Sur, en El evangelio según Marcos o en El informe de Brodie, su esfuerzo será en vano. No gaste su tiempo, lo más valioso que cualquier persona tiene, tratando de encontrar algo que ni por asomo está en los libros que escribió el Maestro.
El verdadero Borges, el Borges auténtico que usted y nosotros hemos buscado de arriba abajo en las bibliotecas, se halla en la conversación. Una muy parecida a esta, que usted y yo mantenemos sin siquiera conocernos. Recuerde que la Santísima Trinidad borgeana no era De Quincey-Kipling-Chesterton, sino que la encarnaban Cansinos Assens, Macedonio Fernández y Xul Solar.
La esencia auténtica de ellos estuvo fuera de todo cuanto escribieron. Cansinos Assens solo existió en la órbita de los cafés que frecuentaba, presidiendo peñas literarias. Por su parte, el mayor mérito de Macedonio Fernández era atribuirles sus pensamientos y reflexiones a otros, costumbre que su discípulo coterráneo siguió practicando con sabiduría libresca, casi de manual, en las reuniones que presidía entre las hermanas Ocampo y Bioy Casares, fingiendo ser otro invitado. En cuanto a Xul Solar, se sabe que su especialidad era fundar religiones después de almorzar.
Probablemente nunca sepamos cuál fue la verdadera obra de Cansinos Assens, de Macedonio o de Solar. Solo contamos con fuentes indirectas, los testimonios de algunos familiares o discípulos que a fin de cuentas no pueden ser validados por nadie. Es aquí donde termina el fetichismo historiográfico por la verdad y los hechos, que darían al traste con cualquier investigación que se jacte de ser más o menos seria, para dar paso a los linderos sediciosos y promiscuos de la ficción.
Por suerte, la diosa Fortuna nunca abandona a los fieles que creen en ella. Aunque no sabemos gran cosa de cómo era la Santísima Trinidad fuera de las sagradas escrituras, Borges coincidió con el azar afortunado y fortuito de una coyuntura mediática y editorial favorables. Por eso, la mayor dicha que nos pudo haber pasado como raza humana fue que coincidió con el siglo veinte, y –muy a su pesar– con el siglo veinte de nuestra lengua. Estuvo ochenta y siete años entre nosotros, tiempo más que suficiente para poder captar su voz pausada y calmada, sus maneras de títere o de autómata, la cortesía inglesa entre abierta, infantil y educada con atisbos de rigidez tímida con reservas.
El que podamos verle y escucharle usando las mismas palabras con que se ha escrito esta carta que discurre por sus ojos, en el mismo idioma que usted hace suyo cada vez que lee, escribe, se comunica o piensa, y que pueda entender lo que dice sin necesidad de subtítulos, traductores o intermediarios impertinentes, es el mayor regalo que pudo habernos hecho la vida. Es, además, el mejor regalo que usted puede obsequiarse: más allá de cualquier discrepancia ideológica es imposible negar a Borges y todo lo que él representa. Por eso es que usted puede conocerle fuera de las portadas de los libros con solo teclear su nombre en Youtube. Vaya y hágalo ahora mismo: véalo y escúchelo. Deje descansar a las otras redes sociales, esas que le quitan la atención y el sueño, y disfrute del privilegio sagrado que ninguno de sus antepasados lectores logró jamás imaginar.
Borges viene a ser la concreción, el hacedor definitivo de una comarca oral que le antecede y del que fue testigo y parte. Su legado es superior a cualquier escritor pasado, presente o futuro, porque entregó su vida a predicar la religión de la conversación. Supo como nadie que la verdadera formación de un escritor no está en los libros, sino en todo cuanto ocurre fuera de él, sea real o ficticio. Son las ideas, pero en especial las personas y amistades que gravitan a su alrededor. Y es allí, en la tertulia literaria, en el intercambio de ideas, donde el autor –Shaw, Stevenson o Emerson– o el tema –el doble, la metáfora o los tigres– adquiere su verdadera entidad, y se manifiesta en todas sus dimensiones.
Si a quien está buscando es al Borges auténtico, puede usted encontrarlo en la historia mínima, inmediata, de aquí y ahora, la miscelánea. En el cotilleo, el chisme de sala de espera, oscilando entre la levedad del Absoluto y el peso de la ironía. En su temor infantil al odontólogo. En su fobia de convertirse en calle o avenida. O cuando pensaba, cada vez que se afeitaba, en la bala Remington que acabó con la vida de su abuelo. En la descripción de la Adrogué de su juventud. En su relación conflictiva con el tirano Rosas. El Lugones que tantas veces intentó imitar. El Martín Fierro que despreciaba con tanto cariño. En la frustración por saberse indigno del inglés y de sus antepasados militares. En su énfasis, rayano en oficio, al hablar de las traducciones, en la «misión del traductor» a la manera de Ortega y Gasset. En su forma de amar, más cerca a Leonardo Favio que de Cortázar.
Borges era auténtico cuando, a pesar de las coqueterías y divertimentos de rigor con otros idiomas, asumió al español como destino ineludible, lo que no le impidió dictar su Autobiografía en la lengua en que creyó leer al Quijote por primera vez.
Borges se convierte en esencial cuando entendemos que inteligencia y bondad van siempre de la mano. Que quien es malo es también estúpido e idiota. Que el idioma de nuestros sueños revela nuestra identidad lingüística. Que sus críticas implacables hacia el español y a sus palabras largas e impertinentes eran en realidad las observaciones de un buen amigo con quien se está en confianza. Que los hijos son quienes enseñan a los padres, y no al revés. Que venimos del olvido, y que al olvido volveremos. Que se extrañan más los momentos que los lugares. Que la melancolía se halla en los crepúsculos. Que la nostalgia por lo no vivido es más deseable que normal. Que el proceso de creación artística es más interesante que su resultado. Que los mejores libros son aquellos que se escriben sin buscarlos ni planearlos. Que la fama es otro accidente más de la vida. Que la verdadera bondad no tiene límites, y se extiende más allá de los enemigos. Que la pampa argentina puede hallarse en Iowa o en los valles de Escocia, es decir en ninguna parte cualquiera.
Acercarse al verdadero Borges, al Borges Oral de las conferencias, el de Alberto Manguel, el de las entrevistas con Jean de Milleret y María Esther Vázquez, el del diccionario de borgerías de Bravo y Paoletti, el de la Autobiografía, no es un derecho exclusivo de lector, sino un deber humano que nace desde el momento en que tomamos conciencia de lo que somos y de lo que nos rodea. Es una obligación que asumimos día a día en nuestro quehacer cotidiano, no ante la humanidad sino frente a la raza humana. Un compromiso que se adquiere individualmente frente a los semejantes, en un intento por entender al otro que es también nosotros, los mismos.
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