Las cabezas de la envidia
Existe una tendencia generalizada al iniciar las charlas de training y coaching con esta afirmación: el dinero no lo es todo en la vida, ¡pero vaya que nos ayuda a vivir tranquilos!, verdad que parece haber estado frente a nosotros desde el inicio de los tiempos, hasta que alguien muy listo, generoso y desinteresado nos la reveló, por fin, para que la aplicáramos como máxima de cabecera, como la clave del éxito indispensable y definitiva.
Sin embargo, es válido preguntarse qué tan cierto es lo que pregonan los trainers y coachs tan de moda por estos días. Querámoslo o no, han generado una matriz de opinión por redes sociales según la cual el dinero es importante pero no imprescindible para llevar una existencia plena.
Empecemos con analizar la idea opuesta, repetida hasta el hartazgo por cierta clase de políticos y defendida a ultranza por el populismo rancio que se niega a desaparecer de nuestros países. En este extremo, se asegura que el dinero es malo en sí mismo, que ser rico es malo, como dijo alguien cuya madre quisiéramos mentar. Es quizás el mayor enemigo al que se enfrentó Mario Vargas Llosa como candidato a las elecciones presidenciales del Perú, hace más de 30 años, en una época donde la gente huía despavorida de la empresa privada -y de todo aquello que oliera a libertad económica- para naufragar en el sosiego de los subsidios y las ayudas sociales.
Queremos creer que el odio visceral que aún sobrevive y ataca todo lo que huele a dinero no es más que algún resabio extraviado, oculto en lo más profundo de nuestro inconsciente como sociedad. Dicho de otro modo: el resentimiento involuntario por la desdicha de pertenecer a los menos afortunados. Así lo entendió Ambrose Bierce cuando definió al dinero como una «bendición que no nos sirve de nada salvo cuando nos deshacemos de él». Es decir, cuando lo repartimos entre el prójimo y, en vez de enseñarles a pescar, les damos el pescado desmenuzado en la boca, cuando no en bandeja de plata.
En realidad, el dinero se encuentra entre los inventos más geniales que ha creado la humanidad. De todas las lenguas que pueden hablarse, estamos obligados a usar el idioma del dinero para resolver nuestras necesidades más mundanas. Es lo que tenemos en común con un vendedor de Kuala Lumpur, Shanghái o Luxemburgo: basta con señalarle la mercancía y la cantidad que queremos, usando nada más que nuestros dedos, para que nos entienda.
Se hablan pestes de los ricos, pero ¿cuánto no daríamos por estar en sus zapatos? Despertar en sus habitaciones espaciosas y suficientes, observar el mundo con sus ojos, vivir bajo el acoso apremiante de la prensa, los paparazzis y las cámaras discretas. Renunciaríamos a lo que fuera por ser amados, odiados o aclamados por un instante y tener la dicha de traspasar, cuando menos, una parte de sus fortunas a nuestras cuentas de banco.
Tener dinero suficiente nos permitiría dedicar nuestras fuerzas a lo que más deseamos (viajar, ver películas, escribir, leer) sin ninguna clase de preocupaciones terrenales. Dejaríamos de golpear nuestra cabeza contra la pared pensando en cómo llegar a fin de mes y no morir en el intento. Podríamos mandar sin remordimientos a la mismísima Conchinchina a nuestros jefes, enemigos de nuestra existencia cotidiana. Trabajar para sobrevivir a lo largo y ancho de nuestra juventud, adultez y senectud, derrochando lo más valioso que tenemos, el tiempo, sería tan innecesario como asumir preocupaciones ajenas.
El dinero sirve para ayudar a resolver problemas: este es su fin último. En eso tienen razón los trainers y coachs. Pero está lejos de acabar con nuestras desdichas esenciales, por no hablar de las existenciales. Acaso no hay un mejor ejemplo que aquella reseña disfrazada de parábola que hace Fernando Savater de la película Ciudadano Kane en Ética para Amador.
Kane, nos cuenta Savater, vive en una gran mansión a la que le falta todo y le sobra mucho. Pasó toda su vida acumulando objetos maravillosos, y todas sus necesidades están más que cubiertas. El lugar, sin embargo, está abarrotado de espejos que le recuerdan a Kane su inmensa soledad.
Nótese la ironía: cualquiera daría hasta lo que no tiene por vivir como Kane, y él daría lo que tiene y hasta más por vivir como cualquiera. Su desdicha es la envidia de todos. Al final de sus días repite una palabra para sí mismo: Rosebud. Era el nombre del trineo en que jugaba de pequeño, donde tenía los recuerdos más importantes de su vida.
Puede comprar fidelidades, no amistades; compañías, de sobremesa o de cama, no amores; estudios, no sabiduría; afectos, no sentimientos. Pareciera que llega un momento en que el dinero se nos queda corto. El error, explica Savater, no está cuando compramos las cosas, sino cuando ellas, a través del dinero, nos toman a nosotros. Es decir, cuando acumulamos la riqueza por el simple hecho de tenerla. Cuando no la buscamos para satisfacer nuestros problemas, sino que la usamos para sumar envidias. Y es aquí cuando cualquier existencia deja de ser deseable para vaciarla de su contenido: una vida de mucho con nada.
Sería patético preferir el extremo contrario: una vida con total desprendimiento por las cosas materiales. La idea es falsa per sé, porque hasta las manos que usamos para cubrir nuestras vergüenzas son materiales que hacen las veces de hoja, sábana o toalla. Por otra parte, ¿no nos atrae la sola idea de tener todas las necesidades cubiertas, desde las más mundanas hasta las menos elevadas?
Pareciera que las vidas que valen la pena ser vividas son aquellas que oscilan de la gloria a la desgracia, de la miseria a la grandeza, tanto más si los vaivenes tienen lugar en cuestión de anocheceres y amaneceres. Porque una vida sin problemas no solo dejaría de ser de este mundo, sino que, desde la mira del arte, sería inútil de contar.
Imagínese una vida larga y buena: sin muertes, sin enfermedades, sin desarraigos, sin sufrimientos, sin desengaños. ¿Qué interés puede tener una historia donde no existen los problemas, que carezca del "gancho", la empatía necesaria para captar nuestra atención? Lo menos que puede lograr -aburrimiento aparte- es despertar envidias, porque alcanzaría eso que todos precisamos: una existencia perfecta, sin preocupaciones.
Una vida deseable, o una vida buena, como nos explica Savater con sabiduría paternal, es aquella que vale la pena ser vivida. Perfeccionarla día tras días con miras a alcanzarla, haciéndonos responsables de la senda recorrida, es quizás un comienzo para comprender el tamaño embrollo que es nuestra existencia. Pero de eso quizás, tan solo quizás, nos ocuparemos en otra campanada.
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