Quijada
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Un hueso siempre puede ser alguna otra cosa.
Una viga, por ejemplo. Puede que este sea el ejemplo más obvio.
Pero también un puente.
O un martillo, como los huesos que guardamos tras las orejas, comprados en una ferretería de juguete.
O un disco. O un lápiz. O un arma.
Tiene que haber ocurrido más de una vez. Así es la naturaleza: los descubrimientos ocurren más de una vez. Ciertas estructuras fisiológicas evolucionan con independencia en distintos momentos, en circunstancias diferentes. El sistema nervioso. La bioluminiscencia. Y así.
Más de una vez. Un homínido, alguno de nuestros ancestros o primos segundos, observa el hueso de un animal y encuentra en él un instrumento más consistente que una rama de árbol. Observa el hueso de un animal, digo, o el de alguno de sus congéneres. Quizás su semejante había sido devorado por aquel animal que también era una bolsa de huesos, dejando así toda esa estructura interna al descubierto, el cuerpo y su vertedero interior.
O quizás, y esto me parece igual de probable, nuestro ancestro o primo tercero mató a su semejante. Una piedra accidental. Una estrangulación deliberada. Al final no importa. El asunto es que frente a él hay un cadáver que también es una caja de herramientas.
En la iconografía medieval, Caín tiene poca movilidad. Podríamos decir que está atrapado, encarcelado en una sola imagen: el momento en que asesina a su hermano, Abel. El arma varía. A veces es un garrote basto, a veces algo más refinado, como un puñal. A veces incluso se le arroja encima como una bestia, hincándole los dientes en el cuello, mordiendo la yugular. La sangre de Abel mana como de una fuente que no se cansa.
En ocasiones, sin embargo, Caín aparece blandiendo una quijada de asno o de camello. Un hueso grotesco y grisáceo. Lo ha arrancado de una cantera roja, la cabeza tosca y sin vida de un dromedario. Y ahora contagia con esa misma muerte a su hermano.
Viendo estas imágenes –la verdadera prisión de Caín, su castigo– me pregunto: ¿hay un hueso del homicidio, como hay huesos para la audición o la ingesta? ¿Un hueso fratricida?
Y si nos extirparan ese hueso, si nos sacaran su perfil blanco y rugoso, ¿dejaríamos de matar?
Adalber Salas Hernández
Adalber Salas Hernández (Caracas, Venezuela, 1987). Entre otros, autor de los libros Salvoconducto (XXXVI Premio de Poesía Arcipreste de Hita; Pre-Textos, 2015; traducido al alemán por Geraldine Gutiérrez-Wienken y Marcus Roloff como Aus dem Kopf durch die Nacht y publicado por parasitenpresse en 2021), La ciencia de las despedidas (Pre-Textos, 2018; traducido al inglés por Robin Myers como The Science of Departures y publicado por Kenning Editions en 2021), [a love supreme] (Letra Muerta, 2018) y Nuevas cartas náuticas (Pre-Textos, 2022), así como los volúmenes de prosa Clarice Lispector: el lugar de la poesía (Ril Editores, 2019), Palabras sin dueño. Variaciones sobre la traducción literaria (Dirección de Literatura UNAM / Periódico de Poesía, 2019) y 23 shots (Dcir Ediciones, 2020). Entre otras, ha publicado traducciones de Marguerite Duras, Antonin Artaud, Charles Wright, Mário de Andrade, Hart Crane, Pascal Quignard, Mark Strand, Lorna Goodison, Louise Glück, Yusef Komunyakaa, Anne Boyer, Roger Robinson (con Elisa Díaz Castelo), Nicholas Laughlin, Shara McCallum, Jamaica Kincaid, Frankétienne y Patrick Chamoiseau. Su trabajo poético ha sido reunido en las antologías Ai margini di un mondo sconosciuto (Edizioni Fili d'Aquilone, 2018; traducción de Alessio Brandolini) y De ningún viaje se vuelve (Mantis Editores, 2019).