La pasión por el oficio
Daniela Alvarado (Caracas, 1981) es una de las actrices venezolanas más reconocidas de su generación. Desde muy pequeña estuvo delante de las cámaras. En esta VueltaEnU ofrecemos un recorrido desde sus primeras apariciones en programas infantiles hasta su consolidación como una figura medular de la televisión, el cine y el teatro en Venezuela.
Daniela tenía cuatro años cuando participó en su primera película. El rodaje de Macu, la mujer del policía (Hoogesteijn, 1987) fue una experiencia divertida y doméstica porque el oficio actoral era una rutina en los solares de la casa Alvarado Álvarez. La niña no asistió al estreno, sus padres no se lo permitieron. Hasta su adolescencia, Daniela no fue consciente de que había participado en un emblemático filme que contaba la historia de un despiadado asesino.
El público venezolano la vio crecer. Danielita fue Minipop, el grupo de niños bailarines que amenizaba las tardes en Sábado Sensacional. El programa humorístico Bienvenidos y la serie infantil Adda le brindaron valiosas pasantías. La escuela metropolitana de ballet Keyla Ermecheo reforzó el aprendizaje de la disciplina, la persistencia y el esfuerzo. Cuando llegó la adolescencia, participó en telenovelas exitosas como Amores de fin de siglo (1995) y La inolvidable (1996).
De fondo, el país iniciaba su paulatino desmembramiento. La cercanía del aeropuerto La Carlota era una amenaza imprecisa para la paz de la casa. En noviembre de 1992, el vuelo raso de los aviones obligó a la familia a esconderse debajo de la mesa. Daniela no entendía lo que estaba pasando. El sonido era estremecedor, parecía un terremoto. El guion de la realidad era mucho más enrevesado que los dramáticos episodios que interpretaba en la tele.
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La carrera actoral de Daniela, precoz y acelerada, tuvo consecuencias severas en su vida escolar. La fama, su compañera perpetua, no fue comprendida por los niños de su colegio. Faltaba mucho a clases y los profesores eran complacientes con sus inasistencias. Presentaba exámenes en horarios hechos a su medida, lo que provocaba justificadas reticencias. El trabajo le hizo sacrificar la entrañable vivencia de las amistades escolares. El castigo por sus excesos era la clásica ley del hielo, la sentencia del silencio. Pero al margen de algunos episodios desagradables, Daniela recuerda con cariño sus años de estudio en el colegio Sinfonía en La Castellana. La escolaridad fue para ella una experiencia intermitente e incompleta.
El punto de escisión entre los sueños de la niña y la carrera profesional ocurrió en 1996. La teleserie juvenil A todo corazón (1997) y la película La primera vez (Lamata, 1997), que protagonizó junto a los integrantes de la banda Salserín, llevaron al límite su compromiso artístico. Las exigencias de ambos rodajes no le permitieron asistir al colegio. Cuando lo hacía, dormía sobre el pupitre, exhausta, porque las jornadas de grabación en Venevisión no tenían reglamentos ni horarios de salida. Las calificaciones de Daniela reflejaron sus constantes ausencias. Y comenzó la gastritis, la ansiedad, los primeros episodios depresivos.
El malestar colegial por los beneficios de la estrella juvenil se hizo más agrio. Los dolores físicos fueron una constante. Una mañana cualquiera, aturdida por la enfermedad, pidió un pase para regresar a su casa. Un profesor iracundo confrontó su solicitud: «¿Qué haces aquí, Alvarado? ¿Por qué vienes a clases? ¿Para qué? ¿No te das cuenta de que nos haces perder el tiempo?». Daniela resintió el reclamo, el tono, la agresividad innecesaria. Aquella mañana salió del colegio con los ojos enrojecidos, sin amigos cercanos a los que pudiera contarles lo que acababa de pasarle.
Daniela tenía dieciséis años cuando tomó la decisión de abandonar los estudios. Estaba en cuarto año de bachillerato. Carmen Julia, su mamá, la acompañó a la oficina del director para darle la noticia. El profesor Miguel Soler aceptó la renuncia y le dijo: «Tú siempre has sabido lo que has querido hacer. Tu talento es incontestable. Aunque me entristece tu partida, tu decisión no me sorprende».
A todo corazón y La primera vez fueron experiencias extremas. Una parte de la película sobre Salserín se rodó durante el período vacacional, en medio de una gira de la banda. Cuando terminaban los conciertos, con pocas horas de descanso, exhaustos y entusiastas, los hermanos Servando y Florentino Primera aprendían sus líneas junto a las protagonistas. A todo corazón fue un éxito televisivo sin precedentes que se mantuvo en la parrilla de Venevisión durante dos años. La experiencia preparó a Daniela para afrontar su primer reto como adulta, como protagonista de una telenovela.
La propuesta de Mariú (2000) supuso un incómodo dilema. Por primera vez, desde sus inicios en la televisión, no se sintió a gusto con el giro de los acontecimientos. La exigencia de la trama superó su madurez emocional. Cuando comenzó a trabajar en la novela Daniela tenía diecisiete años. La protagonista, María Eugenia Sampedro, mantenía una relación sentimental con un hombre mucho mayor que ella. El actor Carlos Montilla, su pareja en la ficción, tiene veinte años más que Daniela. En aquel momento, la diferencia de edad era evidente. La situación le hizo ruido. Algunas dudas la paralizaron. Las cosas estaban pasando demasiado rápido y esa celeridad alebrestaba sus angustias. Ante la incertidumbre, conversó con su papá, conocedor de las lides y mañas de la profesión compartida. Daniel Alvarado la escuchó con paciencia, comprendió su resquemor. Aquella conversación, más que una charla entre padre e hija, fue una tertulia crítica entre dos actores que intercambiaban impresiones sobre las trampas y desafíos del oficio. Daniela puso los argumentos en la balanza. Mariú era una buena oportunidad laboral y confiaba plenamente en el profesionalismo de sus compañeros. Daniel Alvarado firmó aquel contrato con RCTV. Ella no pudo hacerlo porque era menor de edad. Pasados los años, Daniela agradece profundamente los consejos de su padre. El personaje de María Eugenia le abrió muchas puertas, la llevó de la mano a otros proyectos exitosos y le hizo comprender mejor el conjunto de límites, concesiones, sacrificios e incontables paradojas de la vida del artista.
En su experiencia televisiva, Daniela nunca fue testigo de situaciones ominosas. «A mí nunca nadie me ofreció drogas. Nadie me tocó ni me hizo sentir incómoda. No sé si eso ocurrió por el respeto que inspiraban mis padres en el medio, pero debo decir sin que me quede nada por dentro que los compañeros con los que trabajé, hombres y mujeres, siempre me protegieron y eso es algo por lo que siempre estaré agradecida».
La telenovela Juana La Virgen (2002) dio lugar al colapso. El nivel de popularidad de esa historia fue radical y exhaustivo. Para Daniela no era posible salir a la calle sin ser asaltada por bandas de aficionados. No había espacio para el más mínimo esparcimiento, porque la gente la adoraba y los límites entre la adoración y el asedio eran bastante difusos. Y la depresión tocó la puerta. Desde niña, había estado expuesta a la vida pública. Sabía que parte de su imagen le pertenecía a la gente, no a ella, y asimilar ese desdoblamiento tuvo consecuencias emocionales. La memoria de Daniela acumulaba dolencias, etapas no vividas, complejos e inseguridades. En el momento cumbre de Juana la Virgen la soledad fue lacerante. Una tarde cualquiera, como una persona común y corriente, tuvo la idea de ir al cine del Sambil. Fue imposible. No logró entrar a la sala por el barullo. Los guardias de seguridad la sacaron por la fuerza, sugiriendo que su presencia era una alteración del orden público. «Y yo lo único que quería era ver una película de terror porque necesitaba distraerme». Con el paso de los años ha aprendido a lidiar con las bondades, inconvenientes, beneficios y sinsabores de la popularidad, del saludo amable, de la foto risueña, del selfie cariñoso que le piden los aparecidos y espontáneos, admiradores de su trabajo.
Los proyectos exitosos se acumularon y la convirtieron en una de las actrices más populares de su generación. Angélica pecado (2000), La invasora (2003), Se solicita príncipe azul (2005) y Voltea pa’que te enamores (2006) son un breve resumen de aquellos años frenéticos, en los que no dejó de trabajar en televisión, con incursiones eventuales en el cine y en el teatro.
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Cuando ocurrió el cierre de RCTV Daniela estaba de viaje. La boda de una amiga la alejó del desahucio. Vio el fade off desde una casa en Miami. La memoria borrada, arrancada de cuajo. Todos los parlamentos de sus personajes, desde las primeras líneas en Amores de fin de siglo, fueron enviados por decreto a la papelera de reciclaje de un país aficionado al olvido. La política lo había invadido todo, el ayer, el presente, la casa, la familia.
El cierre del canal, la fuga de talentos y la crisis económica condicionó las ofertas laborales en el sector artístico. Muchos amigos de Daniela se fueron del país. Ella también pensó irse, pero la ataban demasiados afectos. «Son muchas las personas que dependen de mi trabajo, lo que supone que tomar esa decisión sea mucho más difícil. Pero también comprendo el agotamiento, la asfixia, la necesidad de buscar nuevas oportunidades. Irse o quedarse, quedarse o irse ha sido uno de los dilemas de nuestra generación al que no soy ajena».
Las redes sociales le permitieron encontrar otras formas de subsistencia. Daniela le teme a las redes, pero sabe que las necesita. Le preocupa la viralidad de las ofensas, los agravios gratuitos y la ira de los tuiteros. Cuatro millones setecientos mil personas siguen con atención sus andaduras por Instagram. Las muestras de cariño alternan su efusividad con el desparpajo de los haters, pero ella procura utilizar ese recurso como una valiosa herramienta de trabajo, como un encuentro cordial entre amigos y personas de bien.
Pasados los años, no lamenta haber tomado las decisiones que tomó. Ama su carrera. No se imagina haciendo otra cosa. Le interesa la psicología, es un área de estudios que siempre le ha llamado la atención. La complicidad con Carmen Julia está presente en muchas evocaciones. La vieja casa de Horizonte tiene las puertas abiertas. El ejercicio de la memoria es la invitación a una fiesta a la que asisten visitantes ausentes, migrantes o desaparecidos. «Me entristece ver como las casas se quedan vacías, como las cosas amadas desaparecen, como la gente se va, física o espiritualmente. Todo cambia y, muchas veces, el cambio me asusta. Supongo que es parte de la vida, pero no puedo quejarme de mi suerte». La fiesta imaginada continúa. Merengue ochentero de fondo, salsa erótica y, en medio del escándalo, la voz portentosa de Daniel, cantando y contando la leyenda del pastorcillo de ojos azules enamorado de una princesa ingrata. José Manuel acompaña su remembranza, tratando de construir una secuencia coherente y completa entre los fotogramas decolorados de los sketch de Bienvenidos hasta los agobios maternos en su más reciente película One way (Malavé, 2022).
«He sido una mujer afortunada. He tenido a mi lado personas muy valiosas, gente que me quiere. Mientras pueda, seguiré trabajando en lo que más amo, en lo que mejor sé hacer: la actuación, mi vida».
Eduardo Sánchez Rugeles
Eduardo Sánchez Rugeles (Caracas, 1977) | Escritor venezolano residenciado en Madrid, autor de las novelas Blue Label/ Etiqueta Azul (2010), Transilvania, unplugged (2011), Liubliana (2012), Jezabel (2013), Julián (2014) y El síndrome de Lisboa (2020). Coguionista de los filmes Dirección opuesta (Bellame, 2020), Jezabel (Jabes, 2020), Las consecuencias (Pinto Emperador,2020), Liubliana (Palma, en preproducción) y Nos preocupas, Ousmane (David Muñoz, en preproducción). Ganador del premio Iberoamericano de Novela Arturo Uslar Pietri, del certamen Internacional de Literatura, Letras del Bicentenario, Sor Juana Inés de la Cruz y premio de la Crítica de Venezuela.