Transparencia y misterio

«Zanahoria rallada» de Miyó Vestrini 

«Zanahoria rallada»

Miyó Vestrini 

El primer suicidio es único.

Siempre te preguntas si fue un accidente

o un firme propósito de morir.

Te pasan un tubo por la nariz,

con fuerza,

para que duela

y aprendas a no perturbar al prójimo.

Cuando comienzas a explicar que

la-muerte-en realidad-te-parecía-la-única-salida

o que lo haces

para-joder-a-tu-marido-y-a-tu-familia,

ya te han dado la espalda

y están mirando el tubo transparente

por el que desfila tu última cena.

Apuestan si son fideos o arroz chino.

El médico de guardia se muestra intransigente:

es zanahoria rallada.

Asco, dice la enfermera bembona.

Me despacharon furiosos,

porque ninguno ganó la apuesta.

El suero bajó aprisa

y en diez minutos,

ya estaba de vuelta a casa.

No hubo espacio donde llorar,

ni tiempo para sentir frío y temor.

La gente no se ocupa de la muerte por exceso de amor.

Cosas de niños,

dicen,

como si los niños se suicidaran a diario.

Busqué a Hammett en la página precisa:

nunca diré una palabra sobre tu vida

en ningún libro,

si puedo evitarlo.

El poema no es un acertijo, es un órgano vivo con el cual podemos dialogar. No busca ser descifrado, sino sentido, las respuestas que puede darnos pasan por el borde filoso del espejo, porque siempre hay algo de nosotros en este entendimiento. Por eso un análisis no es más que un diálogo con las imágenes y con las gotas de sangre que caen al apretar demasiado el dedo contra el filo de la página. 

Miyó Vestrini representó una voz urbana y moderna, inmersa en una rabia personal, pero también social, en las limitaciones de un país que era más suyo que Francia, su país de origen. Se involucró íntimamente con Venezuela, ejerciendo una vida en el periodismo, construyendo con su escritura una memoria intimista.

«Zanahoria rallada», su poema más famoso, guarda una memoria tan prístina, fuerte y bien construida que puedo sentir como si lo que la autora relata estuviese sucediéndonos a nosotros en el preciso momento en que lo leemos. Miyó, suicida, casi de profesión, vino anunciando su muerte durante toda su escritura. Finalmente, logró quitarse la vida el 29 de noviembre de 1991, ingiriendo una alta cantidad de Rivotril. Si leemos su biografía, podemos saber algunos detalles más de cómo fue su suicidio, no el que cuenta en el poema, sino el final, el definitivo. Puso en el tocadiscos el LP de Rocío Durcal a todo volumen- me gustaría saber qué canción específica estaba oyendo cuando murió, pero no lo dicen en la biografía- quizás antes o después de esta acción, escribió sus dos últimas notas; una para su hijo Ernesto, del que nunca se supo su contenido públicamente, respetando tal vez el deseo del hijo; y otra nota que decía lo siguiente: «Señor, ahora no los molestaré más, los dejaré ser felices». Buscó las pastillas con el pote en la mano, se metió a la bañera con la ropa completa, incluso con los zapatos, ya en ese punto completamente decidida a morir, y empezó a llenarla. Mientras el agua caía sobre ella, ingirió las pastillas de Rivotril y poco a poco fue muriendo, o tal vez de un golpe, no se sabe. De su bolsillo del pantalón, un pantalón como de hombre, de polyester, escapó una estampita de San Judas Tadeo, que quedó flotando en el agua, el santo de las causas imposibles.

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Cuando leo y releo este poema, siempre existe un encuentro contradictorio con la transparencia y el misterio. Lo que hace a este poema tan inmenso, es lo oculto, todas las capas de silencio contenidas en un solo poema, lleno de rabia y dolor. ¿Qué es rallar una zanahoria sino ir quitándole poco a poco las capas a ese vegetal? «Zanahoria rallada», es una historia personal y un comentario social a la vez, en eso radica el verdadero valor del poema, no en el tema impresionable o la imagen tan cruda del suicidio. Lo que hace a este poema tan potente son sus silencios. La primera línea dice: «El primer suicidio es único». Ya desde el inicio, contiene una afirmación oculta. ¿Por qué el primer suicidio es único? ¿Cuántos más? Puede que, si seguimos leyendo, tengamos algún tipo de respuesta. Hay un segundo poema contenido en todo lo que no dice.

Inmediatamente, se vuelca la mirada al otro, un otro que juzga, «Te pasan un tubo por la nariz con fuerza/ para que duela/ y aprendas a no perturbar al prójimo». Un otro que lastima intentando dar una lección, como si ese otro fuese superior, más valiente, más humano, solo por no haberlo intentado. La palabra prójimo me lleva a lo católico, a la necesidad de castigar al otro, de hacerlo sentir culpa en el peor momento de su vida. Miyó vuelca su mirada hacia otra voz: la voz áspera de una masa que pregunta con morbo. «Cuando comienzas a explicar qué/ la-muerte-en realidad-te-parecía-la-única-salida/ o que lo haces/ para-joder-a-tu-marido-y-a-tu-familia,/ ya te han dado la espalda».  A esa masa, una masa que ella construye a través de voces individuales, no le interesa su respuesta, están ocupados en su propio mundo, rápido y egoísta, un mundo sin compasión por el dolor del otro. También siempre es muy divertido leer a Miyó, porque a pesar de que estás leyendo algo oscurísimo, se las ingenia para con las cosas más sutiles, como los guiones en un verso, puedas oír su voz, intuir el acentuamiento de esa línea, que juega con lo que imagino su voz mental diciendo: me importa un carajo qué digan de mí, si tú me preguntas, yo voy a responder lo que realmente quieres oír, lo que se cree de una suicida.

Anne Sexton, en su famoso poema acerca del suicidio, «Wanting to die», dice que los suicidas tienen un lenguaje especial. No buscan entender el porqué, sino simplemente cuáles son las herramientas, «But suicides have a special language/ Like carpenters, they want to know which tools./ They never ask why build». Quien haya leído a Miyó a profundidad, entiende que para ella la muerte siempre fue una salvación. Hay un tipo de suicida que encuentra en la muerte una especie de liberación de la cotidianidad, de la cárcel mental en la que se encuentran, ese era el caso de Miyó. Pocos lo entienden, la muerte es la fiesta de lo blanco.

Hay frases que rayan en lo gutural, en lo grotesco sin ser explícito, «…están mirando el tubo transparente/ por el que desfila tu última cena/ Apuestan si son fideos o arroz chino/ El médico de guardia se muestra intransigente:/ es zanahoria rallada». En esta cotidianidad, la de la última comida ingerida antes de intentar quitarse la vida, Zanahoria rallada, se erige el título del poema, un título que ya marca el tono, la acidez de un suicidio en un mundo trivial y rápido, lo único que realmente les importó saber a los médicos que la atendían. Pero me estoy adelantando. Quien no sabe cuál es el tema del poema, y llega por este título, entra sin pistas, pero se va con la imagen de una comida molida en un tubo de emergencia, en una clínica de personajes hostiles.

«Asco, dice la enfermera bembona,/ Me despacharon furiosos,/ porque ninguno ganó la apuesta/ El suero bajó aprisa/ y en diez minutos,/ ya estaba de vuelta a casa». 

Con esta conversación, logra de manera perfecta crear, con un dejo sarcástico, casi cómico, una imagen durísima de frialdad, con un verso que se confunde mucho con la prosa, como suele ocurrir con la mayoría de su poesía, acerca de la humanidad en su apogeo más cruel, más ácido. Lo hace reviviendo una conversación trivial, su muerte, la cosa más seria del mundo, convertida en un juego, para otros. Es un poema altamente existencialista. Miyó te recuerda: no eres nada para los otros, un enfermo más. Ella es la testigo y el objeto de burla. Siempre con referencias urbanas sutiles, como el arroz chino, una clásica comida rápida propia de una capital como Caracas, te traslada a la clase de hospital en donde Miyó se encuentra. La capa más obvia de «Zanahoria rallada» es ese «registro de derrota, tan existencial como político, tan individual como colectivo», que menciona Julio Miranda, prologuista de su obra completa, y que es tan particular de la voz de Miyó, esa intimidad de la más extrema convertida en un comentario social. Su rasgo más radical es su honestidad, abrupta, su caída siempre al abismo de lo verdadero, le cueste lo que le cueste y sobre todo su necesidad de contar lo feo que hay en la verdad. Para Miyó, la poesía es una vía de acceso a la fealdad, a los malos sentimientos y esa necesidad de iluminar lo feo vuelve a su poesía verdadera y todo lo verdadero es bello, como decía Keats.

Estos versos son una protesta casi aterrada, conjurando un lenguaje directo a través de la memoria, la mordacidad de la apatía hacia el dolor del otro, algo tan trascendental como la muerte convertida en una apuesta entre el personal del hospital. Una apatía, una furia, un procedimiento médico más.

Y es que, en este poema, una y otra vez se muestra la muerte como algo no trascendente, más aún si es causada por ti misma, ese prejuicio que existe hacia el suicida está remarcado. Para muchos, los suicidas no merecen compasión, para un sector poco sensible de la sociedad, para el denominador común, lamentablemente. Con la falsa creencia de que es cobarde el que se va y lo deja todo, y no valiente por ser capaz de hacerlo. Solo algunos pueden recibir la lástima y la compasión, para los demás, la muerte se acaba en diez minutos y luego ya de vuelta a tu casa. Tanta verdad contada de una manera tan feroz es algo a lo que muy pocas personas se atreven. Tal vez por eso decidió incluir este poema en su libro Valiente ciudadano (1994).

Es aquí donde por primera vez, después de tanta rabia en la voz de la poeta, vemos un poco de ternura, «No hubo espacio donde llorar/ ni tiempo para sentir frío y temor». Tal vez hubiese querido ser abrazada, o simplemente sentir frío, poder sentir toda su amargura con plena conciencia, su intento fallido, llorar con pudor cierta alegría secreta, pero ni siquiera eso le fue concebido. «La gente no se ocupa de la muerte por exceso de amor/ Cosas de niños, dicen, como si los niños se suicidaran a diario». Otra vez se refiere a esa masa de gente cruel, ¿quién es la gente? ¿Quién es esa gente que huye de la muerte por amar demasiado? Rilke decía «Amar es bueno, también: aun siendo el amor tan difícil». La polaridad amor/muerte ha estado presente en la literatura desde el inicio de los tiempos. En esta estrofa hay también una defensa que, para mí, es la más críptica del poema y mi favorita, la que más me impacta. Volviendo al poema «Wanting to die», de la americana Anne Sexton, encuentro un paralelismo. Existe una referencia a los niños, tal vez porque no existe una muerte peor que la de un niño: es la más injusta, donde el triunfo de la muerte deja en un silencio inexplicable. El niño y la muerte, casi antónimos, comparten cierta pureza. «Los suicidas aun nacidos, no siempre mueren y entusiasmados, no pueden olvidar una droga tan dulce, (la muerte el mayor escape, la mayor liberación, la droga más fuerte) que incluso los niños, (los seres más puros) al mirarla sonreirían». «Still-born, they don't always die/ but dazzled, they can't forget a drug so sweet/ that even children would look on and smile».

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Hay un sujeto anónimo al que ella le dice «Busqué a Hammett en la página precisa:/ nunca diré una palabra sobre tu vida/ en ningún libro/ si puede evitarlo», podemos intuir que Miyó, sin decirlo abiertamente, lo culpa de su intento de suicidio. ¿Quién es esta persona? ¿Es un amante? No lo sabemos. Se puede intuir por la rabia, por la manera en que están dichas las palabras, pero todo es muy vago, hay un cierto ocultamiento, una vergüenza de haber creído y tal vez amado a esta persona, ¿Es un poema de amor «Zanahoria rallada», o de desamor, mejor dicho? Esta estrofa final siempre me ha hecho preguntarme eso. La rabia contenida en esa frase. ¿Qué habrá sucedido, esta persona reclamaría a Miyó revelar algo sobre sí mismo/a que fue imperdonable, que lo llevó a ese extremo? Ella tiene conocimiento de su debilidad, pero no está arrepentida de lo que sucedió. Ese final marca también, lo mucho que le costará no hacerlo, es una afirmación, llena de una fuerza bruta, de un amor irreparable.

Milán Kundera dice: «Sin darse cuenta el individuo compone su vida según las leyes de la belleza, incluso en tiempos de gran angustia», y esto es lo que hace Miyó. Al final de tanta angustia y crueldad, ella termina hablando de literatura, de escritura, de poesía. En su caso, aunque triunfó la muerte, quedó la valentía del ahogo y la construcción de una poética deshabitada del pudor, con mucho carácter, sin embargo, llena de secretos.

 

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Pamela Rahn Sánchez

Pamela Rahn Sánchez (Caracas, Venezuela, 1994). Es realizadora cinematográfica. Publicó varios libros de poesía, tales como El peligro de encender la luz (2016), el ganador del concurso Gloria Fuertes de Poesía Joven, Breves poemas para entender la ausencia (2019), El radio de pilas y otros poemas (2020) y La luz entre las cosas (2020).