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Como a la zarza me has hecho arder y me he quemado en esta rueda de fuego fresco llamada Dios. Decía vuestro magister Lutero que el alma sólo se salva por la fe, si es así yo estoy salvada Ulrico y tú eres salvo también porque tuviste esperanza. Si no, no hubieras ido a ver al de Rotterdam para rogarle, si no, no te hubieras puesto en camino para suplicarle largueza a ese Erasmo que ya no era el que conocimos en la florida Italia, sino otro, de vientre prominente y ojos de áspid. Ay Ulrico ¿a dónde hemos llegado? Vuelvo a verte como aquella tarde cuando vestido a lo florentino apareciste en la casa de mi padre, llevabas capa rosada con bordes de terciopelo de un palmo de ancho, calzas también de terciopelo, casaca de raso blanco y el birrete adornado con una pluma. Mi padre me permitió asistir a vuestro coloquio. Tú no hablabas como un toscano. Tu voz se perdía en guturales entonaciones que no eran de estas provincias, entonces supe que no eras español, ni francés o italiano, sino allende al Rin, de la Germania, allí donde en la Selva Negra los lobos devoran a los labradores. No me mirabas, era como si yo no existiera, una niña al fin. Hablaron de Erasmo y de sus libros y de que el orbe estaba para cambiar y el sacro imperio romano también. Luego cuando se callaron, pregunté cómo era la tierra de los tudescos y mencionaste que en ella se abundaban los faunos, los hipocentauros, las gorgonias, arpías, dracontópodos, minotauros, quimeras, cinoperos, dentotiranos, policaudados, salamandras, cerastas, bicéfalos con el lomo dentado, hidropos, cinocéfalos, leucrocotas, manticoras, parandrios, upupas, basiliscos, hipnales, praquesteros, espectáficos, esquítalas, anfisbenas, jáculos, dipsadas, remoras, duendes, trasgos, hadas y otros seres que era mejor olvidar, además de los seis electores: el duque de Sajonia, los condes de Brandemburgo y del Palatinado, los arzobispos de Colonia, Maguncia y Tréveris y claro, el rey de Bohemia, además de los válidos y fámulos de todos ellos y los heresiarcas de Roma, es decir la ralea eclesiástica, que esquilma la tierra germánica en nombre del papa, archimandrita del diablo. Luego rompiste a reír para acentuar que era una broma y mi padre me presentó al fin. Se llama María Antonia, proclamó mi padre y yo di un paso adelante y apenas flexioné las rodillas y extendí la mano que besaste para luego asegurar que hasta la lejana Gutenberg había llegado la fama de doncella tan señalada, conocedora del latín y orgullo de su género.
— Nunca olvidas nada, ¿es verdad?