El bicho y el porvenir
Aforismos sobre los orígenes de la ficción
Al despertar una mañana, luego de un sueño intranquilo, te descubres convertida en un asqueroso bicho.
Abres los ojos y, en vez de tus manos, distingues unas astas retorcidas y peludas que se abalanzan, dueñas de voluntad propia, hacia tu rostro. Intentas mover tu caparazón sin conseguirlo. Un desagradable cosquilleo te descubre boca arriba: tu tórax es una impotente armadura anillada. Presa de la desesperación, tus tres pares de patas se retuercen sin sentido.
Las imágenes están allí, vívidas y palpables en tu interior: tan reales como aquello que sueles llamar, demasiado a la ligera, realidad.
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El horror que acabas de experimentar, ¿es producto de un sueño, de un recuerdo, de una ilusión, de una fantasía? ¿De tu lectura antes de dormir?
Ha sido solo una ficción, te dices para aplacar tus nervios.
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¿Y si no lo fuera?
Si por un instante no lograste diferenciar esa ficción de la realidad, ¿quién te asegura que esa diferencia existe?
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Te yergues y te precipitas febrilmente hacia el cuarto de baño. Tu rostro, en el espejo, es más o menos el que recuerdas de cada mañana, quizás solo las ojeras resulten más profundas: no luces, en cualquier caso, como un bicho.
Ahora dispones de la prueba. Aquellas imágenes artrópodas eran, sin duda, falsas: los rescoldos de un sueño.
¿Sin duda?
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Estás despierta.
¿Lo estás?
Te pellizcas el antebrazo desnudo a fin de comprobarlo, como en una película: el dolor te serena.
Y entonces sí despiertas.
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Nada desata tanta angustia como la idea de soñar dentro de un sueño: de ahí que incontables novelas y películas la hayan convertido en uno de los dispositivos predilectos del terror.
La mise en abîme nos precipita, justamente, hacia el abismo: si despertamos dentro de un sueño, ¿no seguiremos en otro y en otro más, ad infinitum? La vida a la manera del Segismundo de Calderón.
Borges, maestro de la estratagema, se valió de ella una y otra vez:
Ha soñado el Ganges y el Támesis, que son los nombres del agua. Ha soñado a Alejandro de Macedonia. Ha soñado el muro del Paraíso, que detuvo a Alejandro. Ha soñado el mar y la lágrima. Ha soñado el cristal. Ha soñado que Alguien lo sueña.
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Analiza con cuidado la horrenda escena: tus manos transfiguradas en escuálidas y peludas patas de insecto.
¿Qué es esa imagen?
¿Cuál es su naturaleza?
¿De qué está hecha?
Shakespeare: de la misma materia de los sueños.
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Soñar parecería la quintaesencia de la imaginación.
Un estado donde no somos capaces de intervenir en modo alguno: como en la vida, las cosas simplemente nos ocurren.
Los surrealistas quisieron replicar ese vértigo con la escritura automática;
Joyce, con la stream of consciousness.
Corriente de conciencia: una catarata sin control.
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Desprovistos de cualquier dirección consciente, los sueños nos revelan algunos mecanismos naturales de la imaginación.
Para empezar, un sueño no se parece a una fotografía, sino más bien a una película en la cual nos convertimos o bien en protagonistas o bien en espectadores. Sueños en primera persona o en tercera, como novelas.
Cuando te adentras en un sueño —o, más bien, cuando apareces de pronto a la mitad de un sueño—, no te queda más remedio que experimentarlo: con la vida, a fin de cuentas, te pasa lo mismo. Más que una escena o una secuencia, un sueño es un universo autónomo: un espacio completo, una esfera que te envuelve como cocuyo. No es, sin embargo, un lugar que exista antes de que entres en él: se crea conforme lo exploras.
Soñar no se parece, pues, a pintar un cuadro, a componer una sinfonía y ni siquiera a filmar una película, sino más bien a improvisar una pieza de jazz o una cadenza o a bailar en una sala llena de desconocidos.
El sueño se crea al soñarlo.
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¿De qué están hechos los sueños?
De la misma materia que la vida.
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Volvamos a tu pesadilla inicial.
Tras un instante de incertidumbre, has conseguido localizar su origen: las primeras páginas de ese libro que cerraste antes de apagar la lamparita de noche.
No se trata, pues, de una ocurrencia tuya. La escena no proviene de tu interior, sino de afuera: alguien la incrustó en ti, dirías que alguien te la inoculó.
Y, sin embargo, la sientes tuya.
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Las imágenes —y las ideas— son como esporas o —a estas alturas no resulta muy original la analogía— como virus: una vez que se escabullen en tu interior, te utilizan para reproducirse sin tregua.
Y de pronto, sin que hayas reparado en ello, estás infestado: eres el caldo de cultivo idóneo para la ficción.
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La imaginación, clamaba Santa Teresa —quien, al parecer, disponía de ella a raudales— es la loca de la casa.
Una vez que se activa, sigue sus propios derroteros: una loca difícil de atar.
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Para explicar el estado alterado en que nos sumerge la imaginación, nos hemos inventado poderosos agentes externos: númenes, musas, dioses, el Espíritu Santo, el homúnculo cartesiano. O, en la modernidad, la inspiración.
Si las imágenes —y, luego, las palabras— se precipitan en nuestro interior como incontrolables remolinos debe ser porque alguien nos sacude.
Esta es palabra de Dios…