El exceso
La noche barroca es la noche del tero avisador. El que grita en las tantas búsquedas de paz y de territorio, de alimento y calor. El invierno es una larga costra en la ternura del campo. El tero lo sabe. Es el que rompe la misma noche que le guarda, que le aguanta los nervios y el carácter, la noche que es refugio, zona de vuelo y sacrificio. Quien haya visitado el campo uruguayo lo sabrá. Quien no, aquí está la imagen: la chirca crepita sin ser tocada y allá lejos la vaca duerme y no sufre aunque sabe que pronto morirá, y los perros roncan y sueñan que ellos mismos son parte de una noche extrema y constante. Lo dicen sus patas, en el movimiento persecutorio, como si algo de catástrofe y aventura colmara las experiencias propuestas por la mente como descanso. Sin embargo, duermen en silencio.
En cambio, el tero avisa en el medio de la madrugada y su canto líquido inunda y despierta y fomenta la cárcel del insomnio: es que alguien pudo haber entrado al campo o hay un olor a depredador que busca huevos o en el territorio exclusivo del pájaro macho se ha colado una invasión. El tero avisa de las presencias. De todos los caos que guarda la noche como un cántaro de conflicto. Es el pájaro que se atraviesa en la oscuridad, que la parte en dos y la estremece. Me gusta pensar en la noche como un suceso barroco, excesivo en todas sus formas sin descanso: allá está el sapo que sale a comer luciérnagas, que saca la lengua pegajosa y atrapa y se junta con otros de su especie para cazar. No solo croan, la noche amplifica el sonido de los cuerpos triturados de los insectos que mueren en sus bocas. Arriba, fuera de su alcance, luciérnagas más precavidas alumbran el tejido oscuro que simula una constante colisión de mundos, lo que está arriba está abajo, enanas rojas y azules, vívidas, como si la naturaleza fuera una sola fórmula constante, la de repetirse a sí misma en múltiples espejos. No solo están ellas: nosotros los llamamos los seres.
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Habitan cada rendija de la tierra y es imposible verlos pero están. Tienen que estar. A veces los escucho hablar de una filosofía sin futuro. Y junto a ellos llega lo barroco, incorruptible desde la luna, luz que es tero y es necesidad: lejos, es la valentía del zorro que sale a cazar y a robar, la infinitud de la cañada que no para la constancia de su canto. Pienso en Casapaís- Entonces habrá una noche de la misma forma: como una coincidencia barroca, como un campo donde los sapos mastican, las luciérnagas agitan las alas como un susurro cósmico y los seres discuten los fracasos de todos nosotros. Los trabajos que Guido y yo escogimos buscan reverberar en todas las direcciones, para todos los ojos y todas las inteligencias, como si un tero de proporciones prehispánicas e hispánicas —porque eso somos y buscamos dibujar: dos pájaros que son dos alas y un cuerpo y dos ojos y dos patas— atravesara el cielo de cada una de las noches en la que nos convertimos también en los seres, que en esta ocasión hablan de literatura.
Aquí en esta noche particular está la madre, que es barroca porque dar vida es excesivo, y la muerte, que es barroca porque partir es el último de los excesos. En este número no quisimos fomentar un refugio —porque los compendios literarios no deben salvar, deben incrementar el rango de visión y las ganas de vivir— si no un libro excesivo en su forma y en su fondo, lleno de ruidos nocturnos y partícipe de la idea que lejos, donde habita alguien sin nombre, una percusión constante suena, buscando alertar las exigencias de las dolorosas ciudades del mundo. Porque en la hora más alta de la madrugada, cuando el silencio teme volver a aparecerse en la incorruptible presencia de los teros, lo excesivo se vuelve vida, máxima expresión del torrente sanguíneo.