Tres coincidencias mexicanas

Aunque nunca fui, México siempre ha sido una coincidencia en mi vida. Aparece de pronto, con su nopal y su serpiente y su águila, sin saber que con su cara me transforma y me interpela, me toma con su arena de pirámide y logra hacerme vidrio, vitral, mural gigante, cascada de agua salada y cristalina. Recuerdo en la infancia la noción de hamburguesa mexicana que rondaba en la cocina: tenía un amigo de la orquesta llamado Jesús Travieso y en un segundo tierno, que no eran muchos pero hubo, me dejaron invitarlo a comer. Saltaba de felicidad porque mi amigo vendría a comer, y tenía la sensación de cachorro (que después se confirmaría en la adultez), que la comida lo es todo y que sentarse a comer con alguien que quieres es la única forma posible de vida. 

Yo tenía, no sé, ocho años y había visto en la televisión una receta que mexicanizaba la hamburguesa común. Donde antes había un medallón de carne, ahora mi tía presentaba frente a nosotros un trozo de pollo a la plancha, dorado y jugoso, con queso derretido por arriba, humeante, pico de gallo y rodajas de aguacate con sal y pimienta, todo coronado con un chorizo de aceite de maíz y pan tostadito. Recuerdo la cara de mi amigo cuando mordió la hamburguesa; se le iluminaron los ojos y a los dos se nos escaparon los pedazos de aguacate, que cayeron en el plato y esperaron ahí para volverlos a ingresar en la hamburguesa. Nunca olvidaré la experiencia ni el sabor. Era algo realmente perfecto. Luego aprendí que para este plato particular es mejor pisar el aguacate para que no salga expulsado al morder pero la verdad que a estas alturas no importa. Fue la primera coincidencia. Una amistad (de las pocas que puede vivir en la infancia con cierta libertad) unida a un programa de televisión donde se nombraba a México unida a la experiencia de comer un platillo que para mí es y seguirá siendo mexicano, aunque en la estructura maravillosa de su gastronomía dudo si realmente lo sea. 

La segunda coincidencia vino en el descubrimiento de la música. Apareció México con su Porter y su Juan Son y no hubo manera que, durante los primeros años que viví en la universidad, no los escuchara. El auto era mi equipo de sonido. Me gustaba alargar el camino a casa para escucharlos más y más. Grabé sus dos discos y los tenía siempre a la mano, para reproducirlos de principio a fin y de vuelta, de atrás hacia a adelante, porque así pensaba que aprendería más y más sobre un sonido que realmente logró sacarme de este mundo. Porter se separaría y yo seguiría fiel, escuchándolos todo el tiempo, y años después se reunirían, esta vez con David, un nuevo cantante, y sacarían Moctezuma, donde ya yo no podría más y explotaría porque lograron trazar el tejido literario de la conquista mexicana, y de la conquista en general de América Latina, y yo sentiría con M Bosque, la historia de la Malinche, con ese verso que dice «Será solo una eternidad», como si fuera posible algo así. Y ahí, con mi cabeza absolutamente quebrada y llena de palapas, me enamoré ya adulto del chico que me enseñó a fumar y donde pasábamos escuchando Moctezuma durante ese diciembre maravilloso, haciéndonos cositas en el auto mientras sonaba cualquiera de Porter y él ya las tarareaba después de tanto escucharlas. México siguió ahí, me persiguió en el amor y me dio Kiosko, que descubrí en esa época, cuando ya el rompimiento era evidente y no había otro lugar donde ir sino esa canción. 

La tercera coincidencia es esta. Casapaís, La boca o la herida, es, para mí, un libro que surgió de una intervención mexicana. Esta vez son mayoría, poblaron los ensayos y la narrativa, dando giros limpios, logramos encontrar hermosa poesía mexicana, mexicanísima; la portada es de Julio María, mexicano también. Mientras, trabajamos con nuestro amigo Sesi García, su columna Los días contemporáneos, obra increíble sobre lo que es ser español, lo que es ser mexicano, lo que es ser de los dos lados estando de pie en uno solo de los países. O Casapaís en general, también, porque tantos mexicanos nos han ayudado; pude hablar una vez con Elena Poniatowska, que se enterneció porque tenía el mismo nombre de su hermano o los cientos de mensajes que nos han llegado desde allá, las centenares de Casapaíses que hemos enviado y que ahora pueblan varios rincones, esperando pacientemente ser leídas y regaladas. Estas palabras no son más que un breve agradecimiento a estas extrañas coincidencias, así que viva México, cabrones, que te debemos mucho desde acá y desde allá, desde tus soleadas playas y mujeres, gracias. 

Jan Queretz

Jan Queretz (Caracas, Venezuela, 1991). Escritor venezolano. Cursó estudios de filosofía en Caracas. De 2012 a 2017 trabajó como profesor de literatura. Escribe la columna Literatura Viva en The Wynwood Times. Ha escrito una novela, Nuestra Tierra tan Pobre, inédita. Fue seleccionado para formar parte de la antología poética “Artesanía de la piel”, de la revista española “Altavoz Cultural”. Quedó finalista en el tercer premio de crónica literaria “Lo mejor de Nos” en Venezuela.  Ha publicado en distintas revistas en México y España. Dirige la revista Casapaís. 



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