Una noche de 1998
Es marzo de 1998 y mi padre frota en su rostro
los pezones de mi madre, los frota
contra la resequedad de su piel de lagarto.
Ella parece estar dispuesta a jugar
como lo había hecho hasta antes
de que apareciese yo, como una daga,
en medio de la cama.
Se ven, se tocan, pasan sus manos encima del otro,
como malabaristas
buscan la forma de enterrar sus labios en los labios del otro.
Son prudentes,
aún sopesan las posibilidades,
aún velan por quien duerme en medio de ambos,
el insignificante vástago
que descansa con la noche amarrada a él.
Mi padre remolca
su mirada de ofidio por la sábana,
busca en mi rostro retazos del suyo,
residuos de arcilla que no hallará nunca.
Todavía
el desprecio no se ciñe a sus labios,
aún cree que puede amarme
como lo hacía hasta hace unos días,
como me amó en el momento
en que estábamos más cerca que nunca,
cuando fuimos más indivisibles que nunca.
Aún la rabia no se encarna en él
ni la ortiga florece
en su decadente corazón de lámina.
Todavía le confía a sus manos
el fuego de las siguientes noches.
Podría decirle que no lo haga,
que no arrodille sus labios en mi piel
porque vamos a odiarnos,
con los años
inventaremos fórmulas,
técnicas
para arruinar al otro.
Nos romperemos los huesos
como dos leones que se encaran para echar al otro.
Pero, en cambio, lo dejo que me acaricie
como a un corzo herido,
como una criatura
que espera echada a su cuerpo
antes del último tiro.