Epifanía
Mamá y yo somos la misma.
Me parezco a ella como la vida
a un castigo;
es decir,
depende del momento.
Cuando era pequeña me decía dos cosas:
que rezase a dios y que no tuviera miedo
y yo bisé bisé bisé
mañanas enteras
las oraciones que el cura nos repetía
como mantras en la Iglesia del colegio
y esperaba a dios, a que me hiciera caso,
y rezaba por que todo fuese bien.
Mamá es mi madre y yo la suya.
Lo fui desde que aprendí a multiplicar por nueve
y desde que descubrí que solo tenías que mirar al cielo
para que dios te hiciese caso
y desde que él hizo milagros en mi cabeza
aunque nadie me creyese
y desde que dios me advertía todas las noches
que mamá, como abuela,
también iba a morirse.
Mamá ya sabía
que a todos se nos va apagando la vida
y por eso me decía que no me asustara,
pero para una niña que comprende la muerte de golpe
como una revelación
el pensamiento más común es el del cadáver,
la misa,
el entierro,
y si mamá no podría resucitar también
como Jesús lo hizo.
Terminó harta mamá de que yo
le tomase el pulso
o de que la despertase en medio de la noche
porque pensaba que iba a abandonarme;
es curioso cómo
al descubrir que aún vivía
cubría su cuerpo de seda con mantas de seda
de puntillas
y es que su cama era tan alta a mis ojos
que siempre me parecía inalcanzable
como el Teide o como Saturno
o como las mujeres a las que amaba,
y yo deseaba crecer para extender los brazos
y así abarcarlo todo.
Tengo veinte años.
También tienen veinte años mi soledad y mi miedo
y llevo puesto un nudo en la garganta desde que supe
que Canarias no es un país
que no voy a ser astronauta
que jamás amaré a un hombre
que dios no existe
que dios era mi madre.