Arbusculario

Al no ser fecha de vernissage ni por lo tanto de vino gratis los visitantes escasean. Desde el fondo de la sala desierta, inmóvil, un pescador solitario vigila sus redes: la artista, naturalmente.

Recorro, al principio con ánimo displicente, la serie de pinturas. Son ocho variaciones de una composición única. Árboles en profusión selvática ocupan cada una de las telas. Tras el ramaje se deja entrever la forma de una casa. Sobresalen la cumbre del tejado y el óvalo de una lucerna de cuatro vidrios. En uno de los cuadros hay dos cristales rotos. En otro, iluminada, la silueta de alguien que mira o da espaldas al exterior; en los demás se reflejan aspectos del cielo, crepuscular o nocturno.

El tercio inferior revela el entrevero subterráneo de las raíces. 

Por todas partes juegan a las escondidas intromisiones desconcertantes. Animales conocidos o fantásticos, relojes, torres góticas, gnomos, un obelisco rojo, monjes en procesión, pórticos, figuras de la baraja en poses burlescas, cariátides, locomotoras de vapor, fanales, esfinges. Y sobrevuelan esa selva de crudos negros, tierras sombrías y grises temblorosos, nubes, aves, hadas azules y doradas, aviones, barriletes, asteroides, un escuadrón de paracaidistas, humo de chimeneas, murciélagos, globos y zepelines, superhéroes, flotillas de ovnis, mariposas, libélulas, querubines, helicópteros.

He traspuesto los portales de un reino. Estrambótico, pero reino al fin.

La vigía ha dejado su puesto y sigilosamente se acerca. Oigo su respiración antes que los pasos. Me vuelvo. Enorme, de pelo corto y ceñido, ninguna traza de maquillaje altera la cara que unos anteojitos redondos hacen parecer desmesurada. Sonríe a medias, achina los ojos. El gato ha detectado su presa.

Dejo que me guíe por sus dominios. Habla y habla, no estrictamente de las pinturas sino de la formidable red de comunicación establecida por las plantas, muy superior, enfatiza, a nuestras toscas redes cibernéticas. Ellas piensan, urden planes. No pierden su tiempo en tonterías. Se saben amenazadas y nos vigilan, acopian e intercambian información y, en espera de su oportunidad, preparan el contraataque. A nuestra vocinglería vacua se oponen los rumores del silencio. Una especie de Testigo de Jehová consagrada a predicar la palabra vegetal.

Pregunto por esa casa enigmática, sin dudas el verdadero centro de interés de las pinturas. La ubicación de la lucerna, en el punto donde se cruzan las diagonales, el fuerte contraste entre las formas geométricas de la arquitectura y las endiabladas curvas orgánicas de la vegetación, así lo indican. 

—Es otra historia —suspira. Y no dice más.

Advierto que no he tomado nota de su nombre. Consulto el catálogo que acaba de poner en mi mano. Bajo una foto que la muestra joven, leo: 

Arbusculario

Pinturas

Firenze dei Bosco 

La miro. Capta la interrogante.

—Es el que yo misma he elegido —aclara—. Tampoco es definitivo. Lo podré cambiar las veces que yo misma cambie. Ah, el nombre. La primera atadura, ya en el instante mismo de nacer, aún antes.

El nombre es ridículo, con ese impostado relumbre de nobleza italiana. Sin embargo, al rato encuentro que le calza. El zapato incómodo se ha ido ablandando.

Una empleada de guardapolvo gris avisa de mala manera que es hora de cierre. La mitad de las luces se apagan. Firenze dei Bosco recoge su abrigo, la cartera, un cartapacio, el paraguas, una bolsa grande de plástico. Así cargada hace pensar en un carromato de trashumantes.

Salimos. A punto de despedirnos, sugiere que podríamos  comer algo y seguir la conversación. Me ha visto interesado y tiene mucho que decir sobre el lenguaje de las plantas.

—Yo invito, naturalmente —dice.

Habla en tonos muy altos, sin parar, como si después de mucho tiempo hubiese encontrado interlocutor. La escucho o finjo escucharla, en verdad, atento a mis propios gestos. Calculo la medida de mis sonrisas, los movimientos de cabeza con los que asiento, los ademanes obsequiosos con los que cuido sus pasos en barrancas y escalones. 

Aunque medio loca, de inapelable fealdad, acaso sea el hada madrina llamada a rescatarme, al menos por una noche, de la intemperie, el hambre y los vagabundeos sin rumbo.

No parece dispuesta a soltarme, ni yo a ella. Imagino una línea que cada uno sostiene de un extremo. Deberé cuidar que no se corte, ceder si ella tironea, atraerla cuando la perciba en abandono, vigilarme para no incurrir en otra de mis habituales torpezas.

Consulta la carta. Ordenará ñoquis a la bolognesa y un borgoña. Disimulando el alborozo, elijo lo mismo. Como quien no quiere la cosa me apodero de un grisín. Lo mordisqueo.

Extiende una servilleta y dibuja.     

—Las raíces ¿ve? Constituyen una red neuronal. Se vinculan simbióticamente a un sistema de hongos que a modo de transmisores llevan y traen información. Los árboles poseen quince sentidos o más, aunque no especializados como los nuestros.  Ellos son pansensoriales.  Y se comunican mediante una panlengua. Sé que no es fácil de explicar ni de entender.

La escucho. Trato de hallar asidero para agregar algo de mi cosecha. Por fin pregunto si cada especie equivale a una nacionalidad. Si habrá una lengua de los sicomoros, otra de los abetos y además dialectos, por ejemplo para las distintas variedades de sauces.

Sonríe, piadosa; he dicho una tontería.  Vuelca hacia mí su cara de plenilunio, baja la voz en tono de confidencia. Advierto la red de venitas violáceas que desciende por las laderas de la nariz y se expande bajo los ojos. Tiene mal aliento. Y algunas canas que no había notado.

—Tst, tst. No, amigo. Las cosas no son así. El paradigma es otro. Muy otro. Pero usted de a poco entenderá. Es de escuchar y hacerse preguntas. Me gusta eso.

Propone que la acompañe a su casa. Es un poco lejos o más bien lejos pero hay comodidad para pernoctar. Aclara que no esconde intenciones extrañas. Ha advertido que soy de las raras personas capaces de sintonizar con su pensamiento. Dice percibir en mí al artista.

—Estará cómodo —asegura.

De pronto ríe. 

—Sería imperdonable dejar ir a alguien como usted ¿No cree?

No sé si creo o no creo, pero allá vamos. Tiene un Toyota Corolla bordó bastante nuevo aunque maltratado.

Conduce en forma temeraria. Sin dejar de hablar sacude el cuerpo al ritmo de las frases, gimen los metales de la butaca. Cuenta que aprendió el lenguaje de los árboles en sus años de infancia, en una casa solitaria, sin hermanos ni vecinos. Los árboles eran sus compañeros de juegos. La casa está perdida. El idiota del padre, sabiéndose morir, la escrituró a nombre de la bruja con la que vivía. Una desharrapada analfabeta, buena para criar chanchos. 

—Ah, pero en el pecado hallará la penitencia. No sabe. A bruja, bruja y media. Ya lo verá.

    Logró comprar, dice, un lote lindero donde ha levantado su casa actual y conversa con los amigos de la infancia gracias a que sus árboles se conectan con aquellos mediante la simbiosis de raíces y micelios.

—Microrrizas arbusculares —aclara—. Aquellos hongos de que le hablé:

    No es un poco lejos ni más bien lejos. Es decididamente lejos. Al cabo de una hora abandonamos la autopista, pasamos bajo un puente, tomamos un camino estrecho y lleno de baches, bordeado por setos y alambradas. Una escuela, un barrio a medio hacer, pizarras con precios de frutas y hortalizas pintados con cal, más setos, muros altos con garitas de vigilancia, caballos, un destacamento policial, autos despanzurrados.

Torcemos por una senda de tierra despareja. Campos a la izquierda y campos a la derecha. Cada tanto los blanquea el fulgor de un relámpago. Hay olor a tierra mojada. 

—Relámpagos —dice—. Los cargan de energía. Ellos funcionan como acumuladores.

Ya no conduce el Corolla de manera temeraria sino francamente salvaje. El auto golpea en los montículos, salta pozos, depresiones y vados, deriva en los charcos fangosos.

Frena bruscamente ante una tranquera. 

—¿Ve? Era mi casa. Y ese eucalipto, en la entrada, mi amigo del alma. No hay una gota de viento, pero vea cómo agita las ramas. Conoce el ruido del motor.

Del follaje asoman la flecha de aquel tejado a dos aguas y el tragaluz oval de cuatro vidrios que se repetía en las pinturas

—No hay nadie. La ramera volverá de madrugada. 

Ramera. Años sin escuchar esa palabra. Me acuerdo de José Tost, un catalán que la usaba.

—Mi casa sustituta es la que sigue.

Pone primera y arranca con suavidad, sin acelerar, como si temiera despertar a alguien.

—Hemos llegado.

Rodeada de eucaliptos jóvenes, alta, techada con chapas metálicas, me recuerda a los graneros del campo norteamericano. 

Con inesperada agilidad sale del auto, el pedregullo crepita bajo sus pasos, arranca a la tranquera un quejido de fierros, vuelve al volante, estaciona bajo un alero, bajamos.

Se detiene brevemente ante un árbol, roza el tronco con la punta de los dedos, murmura algo que no alcanzo a oír. 

Un manojo de llaves suena en su mano. Abre el candado y tres cerraduras. Entramos a una sala un tanto desordenada o, si se mira mejor, en que los muebles se ubican en sitios inesperados.

—Acomódese. Haré café.

Me dejo caer en el sillón más cercano. Sobre el hogar, donde quedan unos leños medio quemados, hay otra de sus pinturas. De nuevo el motivo del árbol, aquí solitario. Una niña se recuesta en el tronco. De ojos cerrados, duerme o sueña despierta. A primera vista es una escena inocente, aunque la mirada atenta podrá descubrir, disimulada en el follaje, la figura de un ser oscuro, al que delatan los ojos. Sin ser claramente ave ni quiróptero, pueden adivinarse las alas desplegadas a lo ancho del ramaje. Al volver con la bandeja del café lee mi mirada.

—Es de una nueva serie en la que estoy trabajando.

Acerca un carrito con bebidas. Una de las ruedas no gira, la marcha despareja hace que las botellas entrechoquen.

—¿Usted bebe? Yo empezaré con un Cointreau.

—La acompaño. 

Tomar de lo mismo, se me ocurre, hará que refuerce la convicción de hallarse ante un alma gemela. Acaricio la idea de quedarme, si no para siempre al menos por una temporada, hasta que los cielos se despejen.

—Nosotros, unos recién llegados a la escala evolutiva, acopiamos información diferenciada según cada uno de los sentidos. Pero raramente llegamos a integrarlos en una percepción holística. Ellos, en cambio, son lo más parecido a dios. Ven con el ojo único. Son su imagen y semejanza.

Agotado el Cointreau sigue con la de Bailey.  Desvaría con historias de brujas y duendes que no habitan hongos sino que ellos mismos lo son. Encendida, chisporrotea en frases inconexas. Ya definitivamente ebria, desparramada en el sofá, ríe en cascadas, sin cuidarse de que la ropa y el peinado se desordenen. Revolea los zapatos, vuelca la copa, se quita los anteojos, los deja por ahí.

Parece haberme olvidado. Pierdo la vista en la enormidad de sus muslos blanquísimos. Confundido, no sé qué actitud tomar.  

 Afuera, en la arboleda, el viento brama. Un trueno cercano que retiembla en los vidrios la devuelve a sí misma. La borrachera, súbitamente, se ha disipado.

—Déjeme sola —dice, de repente, seria—. Haga su vida. 

Pone en orden la falda. Señala la escalera. 

—Arriba encontrará lugar.

Soy una laucha a merced de los caprichos del gato. Subo, pruebo la primera puerta. En un atril, otra de sus pinturas repite el motivo del árbol solitario. Bajo una de sus ramas, que se alarga casi horizontalmente, se distingue una figura humana, diminuta, apenas bosquejada, expuesta a una luz violenta que nace fuera de cuadro.

La otra puerta abre a un cuarto pequeño, amueblado con un catre y una silla. Veo a través del ventanuco la tranquera, abierta, sacudida por el viento, más allá el camino y después los campos atormentados de lluvia y relámpagos. El furor de la tormenta consigue, paradójicamente, serenarme. De pronto, entre los árboles, cruza un fogonazo amarillo. La corpulenta figura de Firenze dei Bosco, envuelta en una capa de lluvia, indiferente a los embates del temporal, corre hasta el eucalipto. Lo abraza durante largo rato. Hay algo obsceno allí.

Regresa con andar vacilante, se diría que nuevamente ebria. El farol de la entrada ilumina el rostro devastado. Me tumbo en el lecho. Los vahos de licor han subido a la cabeza, las ideas se arremolinan, confusas.  

Dejo que se deshagan entre el sueño y el entresueño.

Me sobresalta el crujido de algo que se desgarra, seguido de un golpe.  Creo oír un grito, ahogado por el temporal. Desvelado, me asomo al ventanuco. Desde el camino, una luminosidad rasante arranca dibujos caprichosos a las plantas. Son, claramente, los focos de un auto. Compruebo que el Toyota permanece bajo el alero. Vuelvo a acostarme. No consigo dormir ni encuentro en qué pensar.

La grisalla del alba gana los vidrios. Afuera, rumor de neumáticos que desplazan barro y agua, el ulular de una sirena, voces. Bajo a la sala. Firenze dei Bosco está sentada, inmóvil, en trance. Al percibir mi presencia entreabre los ojos.    

—Vaya a ver. Después me cuenta —murmura casi sin mover los labios—. En la entrada encontrará capa de lluvia y botas. No se moje.

Los párpados vuelven a caer.

Salgo al camino. Ante la casa de infancia los faros de un auto inmóvil barren el parque. Más allá, gira la baliza azul de un patrullero. También hay una ambulancia. Figuras humanas se revuelven entre las luces. Otras chapotean por la huella barrosa. Se ha reunido gente.

Un hombre voluminoso preside la improvisada asamblea. Viste capote impermeable, sombrero de ala ancha y caída, botas. Todo negro, salvo la cara, que es roja. Parece escapado de una película de balleneros.

—Apenitas escuché el ruido y el grito presentí que algo malo había pasado. Así que me vine. Más que corriendo, me vine. Pero ya nada se podía hacer. Ahí estaba la pobre señora, en el barro, desnucada. Y el auto así como lo ven. La mala suerte de que justo al abrir la tranquera se desgajara la rama grande del eucalipto. Malamente le pegó. Ni que lo hubiese hecho a propósito. Un golpe certero. Justo, justo. Seca la dejó. Al instante.  Sin darle oportunidad.   

Cargan en la camilla el bulto, cubierto por una sábana. Escandalosamente blanca, hace explícita la irrupción de la muerte.

Entero a Firenze dei Bosco de lo sucedido. Achina los ojos igual que en el Centro Cultural, con una sonrisa vacía. Gato de almohadón, satisfecho.

Salgo al aire de la incipiente mañana que un pampero juvenil ha venido a limpiar.

Sé que no volveré a la casa. Echo a andar, eludiendo charcos. El aire huele bien, saturado de efluvios vegetales, las plantas celebran el día y no sé si alguna otra cosa.. En la ruta me recoge un boliviano al volante de una F100 destartalada. Lleva verdura al mercado. Me habla  del precio del brócoli, lamenta la  sobreproducción de puerros. En Escobar abordo un tren que se detiene dos por tres para cambiar de vías, después un segundo tren hasta Nuñez, camino hasta casa bajo un sol radiante, vestido para aguacero, la gente me mira extrañada.

La noche quedó atrás. Como restos de un naufragio me ha dejado esta capa de lluvia color limón,  un buen par de botas Galfor Pampeana y una mirada distinta, por momentos esperanzada, a menudo temerosa, sobre el misterioso universo vegetal.

Nada he vuelto a saber de Firenze dei Bosco. Es posible que haya cambiado otra vez de nombre.



Ernesto Tancovich

Ernesto Tancovich (Campana, Argentina, 1945). Entre otras distinciones, fue finalista con mención especial en el Premio Provincia de Córdoba con su poemario El niño stalinista. Finalista y mención especial en el Premio Bioy Casares con su poemario Radioterapia. Tiene publicaciones en revistas de Hispanoamérica, EE. UU. y España, entre ellas La gran belleza y Cuentos del Andén (Madrid), Nagari (Miami), Boca de Sapo (Buenos Aires), Espejo Humeante y Papeles de Mancuspia (México), y La astilla en el ojo (Colombia). Su libro de cuentos Factoría Acme (1° Premio Municipal de Córdoba) se encuentra próximo a ser publicado por la editorial de dicha ciudad. 

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