El último incendio del mundo
Hoy —si es que esta palabra conserva algún significado después de lo que ha sucedido— un hombre traspasó los límites de la galaxia GN-z11, pasó junto a las siete burlas de dios sin reconocer el sarcasmo, y cuando menos se lo esperaba observó el paso de una carabela española del siglo XV que huía a toda velocidad por la faz irresoluta de una estrella roja desconocida. El hombre residía en la única quietud posible, la aprendida en el viaje interior de su momento, y estaba enfundado en un traje espacial de bandera soviéticamente caduca, desvencijado por parches y roturas que dejaban entrar el frío de la Siberia astral que le circundaba.
Solitario e irrepetible, navegaba hacinado en la lógica de su cuerpo, aferrado a la posición fetal del inicio, para descansar así del desbarajuste invertido de las escrituras, aquel siniestro desatado sobre la Tierra como una exageración. Pero ahora estaba demasiado lejos para recordar los detalles de las montañas y de los palacios en flor. No podía parar de dar vueltas sobre su propio eje. Se sintió mareado por los giros y solo cuando su mente traspasó aquella perturbada actualidad, pudo encontrarse acerada para pensar y tranquila para sentir, potente en el despropósito humano del miedo, la esperanza y las profetizadas continuaciones. No terminaba allí la situación del alcance espacial de aquel hombre giratorio; después de dar tres vueltas más y de reiniciar la mirada escondida detrás del casco, observó a su alrededor un lugar donde no hay tiempo sino transgresiones del tiempo, donde todos los eventos suceden en un extraño aquí y ahora, repetidos para siempre en un bucle de violencia y felicidad, en el cual Cristo es crucificado treinta y tres veces cada segundo en la Sierra Maestra y la corona de espinas no apuñala sino florece.
El hombre —quien de momento podrá llamarse Gennady Ivanovich Padalka, aunque en estas circunstancias lo más sensato sería no prescribirle ninguna nominación de nada ya que jamás volverá a ser nombrado— es un ser histórico y por lo tanto ningún extrañamiento planetario puede malograr el relato para el que ha nacido.
Sucedió en estas circunstancias:
En el día 879 de su travesía espacial, durante las máximas horas del descanso (porque la noche es una verdad irresoluta en el cosmos y nadie puede contradecirla) Padalka había soñado que se acostaba en una cama de verdad, de madera rústica y ribetes de oro macizo, y que al momento de cubrirse hasta la cabeza por el frío que apretaba la habitación, se llenaba de una felicidad vibratoria causada por el hecho de saberse de vuelta en la tierra de sus seres originarios. Más tarde, según avanzaban las horas del sueño y él se veía dormir boca arriba, un gato negro se subió a la cama con la intención de unirse al descanso y se acurrucó encima de sus piernas, imposibilitándole cualquier movimiento. El gato hablaba dormido, designaba hechizos de constelaciones estremecidas, contaba la historia del hombre que lo estaba soñando. Entrelazado en las piernas, abría el hocico y tomaba aire para maullar, pero no emitía sonido alguno. Padalka, insomne por el peso científico del gato, lo veía hablar como en un discurso; observó cómo movía las patas delanteras en pose de navegación austral mientras la lengua pronunciaba irrealidades, y en una ocasión se sobresaltó tanto ante la potencia de su propio maullido, que se despertó para estirarse acostado, lamerse un poco y luego volver a dormir. Para Padalka, el resto del sueño transcurrió frente al enigma de preguntarse si el problema del mutismo era ocasionado por una falla en sus oídos humanos o en el sistema rememorativo de su cabeza o, si en cambio, la causa se debía a un engaño egipcio nunca antes visto, en el cual la boca farsante de los gatos jamás había maullado porque la especie es muda por naturaleza.
El sueño terminó antes de que Padalka pudiera responder el acertijo. Así, despertó bruscamente con la sensación radical de haber olvidado para siempre el maullido de los gatos. Intentó acordarse del pasado y de los encuentros que experimentó con ellos, y de las veces que esos gatos habían abierto la boca frente a él para sobornarle con caricias o avisarle del peligro que significaba acercarse un centímetro de más. Todos caminaron mudos en sus pasillos memoriales, somnolientos, con un silencio sepulcral anclado entre los colmillos. La memoria le jugaba al escondite frente a los ojos y ya no era divertido el tremendismo del juego: los gatos estaban allí, con sus patas y sus colas y sus gloriosas formas elásticas, pero sus voces ancestrales habían desaparecido.
Todavía amodorrado, recordó que los maullidos no eran la primera percepción que olvidaba. En el día 540 había olvidado si encontrar un trébol de cuatro hojas profetizaba la buena o la mala suerte; en el 722, mientras se bañaba, atacado por la ausencia de gravedad y las contracturas de gotas desperdigadas y circulantes, olvidó el sonido de la lluvia al caer sobre la especificidad de los veranos. No quiso pensar más, no se atrevió, pero de haber indagado en su memoria no habría encontrado la forma de los peces payaso, solo vacuidad, ni la locomoción exacta de los cangrejos violinistas, y mucho menos las diferencias, que en la Tierra conocía con solo percibir la humedad del ambiente al abrir cualquier ventana del mundo, entre la nieve profunda y la simple helada de un amanecer venidero. Desconectado, horrorizado ante la situación transmutada de los gatos, sintió miedo de olvidarlo todo a medida que los días se acumularan en sus arrugas cansadas de la aventura espacial. No quería olvidar las flores, los recuerdos de su infancia, la forma de tomar un tenedor, las semejanzas entre las naciones, la bomba atómica, o las fórmulas matemáticas que tanto le había costado aprender durante su tiempo en la cárcel universitaria. Necesitaba traerlo todo de vuelta porque solo en el recuerdo cabal de las sensaciones estaba el mundo al que podría regresar una vez que terminara su viaje. Sintió la rabia del olvido, la reciente elucubración de un silencio.
Flotó hasta la ventana para observar el gran ojo del planeta y entregarse a la calma que siempre habían promovido los océanos y las pequeñas islas del caribe, radiantes en su espectacularidad cenital. Desde la estación espacial internacional, el planeta se mostraba suave, casi terso al tacto, lejano y cercano a la vez, como una fotografía vaga de dudosa credibilidad periodística. Padalka, sostenido suave frente al cristal y a la imagen fija de la Tierra, hizo una pausa y entregó su mente al combate durante cincuenta años solares, con la supuesta intención de salvaguardar sus recuerdos, tiempo suficiente para abrir la caja y dejar caer las imágenes que habían formado en él la sensación única de su vida. Pero el tiempo transcurrido y la rabia contenida en las memorias relevaron la tranquilidad por consternación, dejando a Padalka nervioso en un cuerpo envejecido cincuenta veces, razón de su aferramiento máximo al marco de la ventana. Por eso le dolieron las manos al apretar la goma gris que conformaba la instalación. De pronto, una pregunta resonó en la única mente que tenía la posibilidad de pensarla, la suya, la única disponible de todas las vidas humanas en el culmen sintomático del planeta, como si Padalka fuera un elegido remoto y ya la decisión estuviera tomada desde el hueso primordial; la pregunta enumeró a Padalka, con una voz detonadora, las razones de su imposibilidad engendrada, porque era cierto que a nadie se le había ocurrido pensar que la totalidad de la historia humana podría terminar en el relato de un hombre segado por la lejanía, atacado por una pregunta compleja, compuesta por dos fragmentos atroces. ¿Qué puede hacer un hombre solitario contra el último incendio del mundo?
Así, nacidas después de la pregunta, las llamas surgieron de las costas mundiales, avivaron volcanes dormidos en los contornos de los continentes o los crearon del aire para quemar con más ímpetu extensivo, luego avanzaron tierra adentro y caminaron como lenguas, golpeando el mundo con pasos imitados de famosas gigantas prehispánicas; después atacaron ríos y bosques, quemaron el agua, el óxido de plata, el oro demostró su fútil derretimiento; disparadas hacia arriba, ya entregadas a devastar la atmósfera y el cielo, por su paso guatemalteco calcinaron en un instante trescientas mil bandadas de quetzales, destruyeron carromatos londinenses, islas artificiales en Dubái y Nagasaki, arrasaron las inversiones de sus estructuras desvistiendo los yenes y los dirhams en realidades innecesarias. El fuego quemó el chiste de lo incombustible e imperecedero, arrasó a quien creía en la imposibilidad de la muerte, y en menos de un segundo desaparecieron la industria de la música, la inconsistencia de los bancos, las hipotecas sudorosas y la adicción impuesta por las corporaciones fabricantes de pantallas. Luego, arrinconando cada posibilidad y mínima respiración, el incendio devastó armas y goces, destronó las nubes y pulverizó la mediocridad de los cuentos mal escritos. Ni una sola lágrima fue derramada sobre la tierra porque a ninguno de los sensibles del mundo le dio tiempo de sentarse a llorar.
Padalka observó el dictamen final del diluvio invertido, y supo que no podría hacer nada al respecto y que el mundo al que había pertenecido ahora retomaba su forma original de esfera caliente. Tímido, lamentó no encontrarse abajo para experimentar el crepúsculo final de su planeta; le dolió no vivirlo junto a su propia especie, y no poder formar parte del fuego embravecido. Sin pensarlo, habría escogido observar el cataclismo junto al mar de su familia que verlo acontecer desde el espacio. Pero ya era demasiado tarde para lamentaciones lunares. A pesar de la pregunta de fragmentos atroces que aún resonaba como un espejo, sintió la responsabilidad de intentar el único mecanismo de salvación que conocía; resolvió comunicarse con otro ser humano para liberar la tensión y remover las emociones. Las posibilidades de encontrar a alguien que contestara no despegaban de la línea estadística más cercana al cero. Ahora relucía la Tierra, cárdena por los continentes encendidos; el resplandor le daba un aspecto de sol artificial, preparado para reemplazar al viejo dominante. Lejana, la superficie lunar hería sus rocas determinantes en el calor irradiado del fuego racional. Padalka intentó conectar una llamada con Moscú, pero no encontró más que el silencio atenazado de aquello que ha perdido su forma cuando ha sido penetrado por el fuego. Miró de nuevo por la ventana. La región de su capital se mostraba roja, endurecida por llamas seguramente silbantes. Pensó por un segundo que el incendio había estado allí desde hace más de dos mil años aunque nadie lo hubiera notado nunca en las desangradas eras de la historia.
En ese momento, con el comunicador aún en la mano, Padalka notó que la habitación comenzaba a llenarse de humo. Flotó para observar por otra ventana, que le daba la espalda al fulgor actual de la Tierra, y así verificar alguna señal de incendio cometido sobre la estructura de la estación espacial. No encontró ninguna anomalía en el casco. La estación brillaba en su composición vítrea de la misma forma que antes del incidente. El humo comenzaba a marchitarle las comodidades bronquiales. Para salvarse, debía salir de la habitación lo antes posible. No podía respirar, el aire enrarecido se enarcaba en él, quemándole la lengua y el interior de la garganta. Fue hasta la puerta, la activó y se encontró de frente con los pasillos y túneles que forman la fundamentación laberíntica de la estación. El humo aún no había llegado hasta el pasillo, por lo que pudo trasladarse en su flotamiento, cruzando primero a la izquierda, hasta la cabina general de las comunicaciones internas y externas. Los pequeños monitores que anteriormente mostraban, para deleite de los tripulantes, imágenes en vivo de ciertas ubicaciones naturales del planeta, ahora irradiaban la rabia popular de la estática gris.
Tomó el comunicador principal y alertó a todos del fuego planetario y de la posibilidad de un incendio local. Escuchó su propia voz resonar en los parlantes como si el sonido hubiera recorrido la vastedad del espacio hasta llegar de nuevo a la estación, cincuenta años después. El eco residual se llevó las palabras y las escondió lejos, donde jamás serían escuchadas por oídos ajenos a las cuerdas vocales estremecidas de Padalka. Esperó la respuesta unos segundos; un duro silencio golpeó la extensión del ambiente; el chirrido desafortunado de las computadoras estimulaba el terror. Cercano ya, el humo continuaba la persecución de su espejismo. Padalka salió de la sala con rapidez, virando a la izquierda y a la derecha con la intención de encontrar un rostro amable, conocido. Recorrió las habitaciones ajenas pero no halló a los demás tripulantes. Encontró la estación espacial desnudada en ruinas de abandono. ¿Acaso alguna vez había compartido el aire de la estación? ¿Tantas cosas sucedieron en los cincuenta años de su ausencia? ¿A qué nombres pertenecían las misiones de los abandonadores? ¿Se cumplía, como profetizaba la pregunta taladrada, que un hombre solo no puede hacer nada frente a la rudeza del último incendio del mundo?
La revelación de su miedo llegó hasta él en ese momento, afilada como una daga turca; el humo terrestre le había perseguido conscientemente hasta la estación y pronto, si no hacía algo al respecto, no solo habría olvidado el maullido de los gatos, sino que él mismo sería convertido en un olvidado de la existencia, porque donde hay humo, han profetizado los íntimos de la historia, el fuego arrasará con todo y consumirá las ruinas hasta detener el avance de la Tierra.
La idea de esa persecución irracional apuró la voluntad de las soluciones, así que regresó a su habitación. La encontró colapsada por la densidad del humo gris que ya lo había abarcado todo y que solo dejaba entrar a través de la espesura, como una caridad mal pronunciada, la imagen cobriza del incendio terminado; de todas formas hizo el esfuerzo de avanzar. Se colocó la ropa interior que usaría para cubrirse del frío y cuando ya había obtenido las demás cosas que saciarían sus necesidades, salió de la habitación sin despedirse, fue hasta la escotilla de escape, se colocó el traje espacial reglamentario, obvió el paso principal de resguardarse con el cable de seguridad que lo unía umbilical a la estación, y abrió la puerta pulsando un botón fluorescente.
La ubicación a la que daba la apertura no brillaba de fuego. Solo estaba el viejo espacio exterior, mínimamente luminoso, conocido por todos, desenfundado de los disturbios. Padalka se miró el traje y lo encontró con los años justos para el cambio. No aguantaría demasiado las condiciones en las que necesitaba hundirse con confianza soviética; el frío deslumbrante rompería las costuras. Entonces sintió las manos del humo detrás de la espalda, los dedos turbios, conspiradores, buscadores de culpas. Respiró hondo dentro del casco antes de saltar. Colocó un pie afuera. Quizás, lejos de cualquier estación espacial, lejano de vibraciones humanas, habría una esperanza que le ayudaría a responder la pregunta reiterada de su soledad.
— ¿Qué has hecho? — preguntó una voz. La zona desconocida más allá de la galaxia GN-z11 hacía alarde de sus expresiones. Extrañamente hablaba con el mismo tono y timbre de Padalka, aunque en realidad nada es extraño después de cruzar los límites del hombre.
Cercano a su intimidad giratoria, lo rodeaba una selva irreal de edificios empantanados que estableció en un segundo una revolución para después arrepentirse por muchos años de las decisiones amaestradas por el rencor y los impulsos mesiánicos. Con la pregunta de la voz habitada ya en sus oídos, cerró los ojos y se sumergió dentro del casco. No merecía tener la capacidad de mirar las imágenes imposibles que le rodeaban. Para amansar la culpa repentina, pensó que le habría gustado dormir en una cama como la ideada en el sueño, de costosa caoba o de madera chechena. Pero a pesar de que la imaginación es poderosa la realidad lo es más. No podría descansar nunca más en una cama porque las circunstancias indicaban que el tiempo había perdido su rumbo y que flotaría allí hasta que los viajes interestelares permitieran una misión de rescate a un universo desconocido. Necesitaba aceptar la existencia de la voz y responder su pregunta denunciante. Para ello, tuvo que recordar los cincuenta años solares que pasó frente a la ventanilla de su habitación aunque eso implicara ingresar de nuevo en la historia de un crimen y de una culpa que él pensó enterrada de cualquier ojo al abandonar la nave.
Los gatos fueron los primeros en desaparecer. En la etapa inicial, Padalka decidió que, interpuestos en el mutismo, ya que no tenían voz, tampoco tendrían cuerpo. Los borró uno a uno y todos abrieron la boca y parecieron maullar hasta que un remolino de tierra acabó con ellos y desperdigó sus huesos en el polvo. También decidió, con los ojos cerrados en el quinto año de su determinación, que él no caería en las fauces del olvido programado en la distancia, él no sería el olvidado magnífico; en cambio, rompería todo para mantener en sus manos el control de la realidad. El trabajo le llevó más tiempo del que tenía previsto. Los años sucedieron en la ardua tarea de desaparecerlo todo, transcurrieron endurecidos, fugados del susurro cósmico, navegantes e inútiles. Las edades interiores, han dicho los sabios de Ortiz, culminan la radicalidad del tiempo, lo perforan. Por eso la tarea de Padalka fue general y particular a la vez. Primero tuvo que pensar en las especificidades de lo que necesitaba disipar, cada rostro conocido y desconocido, y luego, cuando los imaginados habían sido barridos de la historia, destruyó los conceptos que engendrarían después nuevas realidades si no eran eliminados. El planeta se destiló hacia un vacío de cosas, lleno de polvo contaminante y aire descarnado, palabras y conceptos que no tardaron también en desaparecer.
Padalka borró las casas y sus distintos tipos de construcciones, los árboles frutales y las frutas, las heladeras de frío seco y húmedo, los ojos verdes de las muchachas, las palabras que contenían lo borrado, desapareció las bibliotecas, las tazas de café limpias, usadas, las discotecas, las cucharillas de todos los elementos posibles, castró con fuego a su padre, destronó a su madre, eliminó los teléfonos celulares con el gusto de desaparecer al magnífico enemigo de las ideas, borró los sentimientos de culpa aunque no pudo borrar el suyo, las intenciones malvadas, las manos de los piratas históricos, la burda sensación del fracaso, borró todo con tanto ahínco que sintió el calor del poder en las manos, la combustión necesaria para empezar el incendio final de la historia, por lo que se aferró hasta el daño en la ventana como si explotara él, como si reventaran los vidrios y el cuerpo se le entregara al espacio y en aquel éxtasis de silencio, de nada absoluta, sintió la necesidad de llorar de felicidad por la calma alcanzada en la ausencia de rostros y voces que no podría olvidar porque ya no existían en la realidad del mundo de abajo, pero encontró el obstáculo carnal de no saber cómo hacerlo porque ya había borrado las glándulas lagrimales y las situaciones conmovedoras, y cuando ya había eliminado la última hormiga y no quedaba hoja ni animal ni edificio ni película ni atmósfera sobre la Tierra abrió los ojos. El planeta todavía estaba allí, cincuenta años después, intacto en su estrechez azul. Sintió el fracaso de un esfuerzo alargado. Ese fue el momento del ataque ocasionado por la malicia interrogadora de su arte eliminador, el segundo del fuego diluviano. ¿Qué puede hacer un hombre solitario contra el último incendio del mundo? Nada. Llover, quizás.