Espesura y aullido
Sobre la obra poética de Leonor García Hernando
DE LA ASTILLA. En lo profundo del cuerpo, bien abajo. Por la matriz, bajando el precipicio. Será de atravesar puertas, muros y todas las estructuras que forjamos para armar una vida. Ahí, más allá de la cobardía, donde están los excluidos. Será de viajar a través de nuestros propios pantanos. Así dice Hèléne Cixous que se escribe. Entre alambres, dentro de todos los espacios que son cerrados: el dormitorio, la ciudad, el lenguaje, el país, el abrazo, por esa huida imposible, escribió Leonor García Hernando. Los cinco libros que componen su obra rodean las pérdidas y el desamparo y lo hacen a partir de un trabajo sobre una lengua profusa, tajeada de silencios, extendida en voces múltiples e invocatorias. Tanta cosa herida puesta aquí, por las muchas alturas del cuerpo. Lo que hiere no es espectacular ni ajeno, viene de acá nomás, es conocido y artero, más o menos pequeño pero omnipresente: «una astilla/algo mínimo que se desprende de un mundo que inspiraba confianza».
TRADICIÓN DEL DESASTRE. Mudanzas (1974), Negras ropas de mujer (1987), La enagua cuelga de un clavo en la pared (1993), Tangos del orfelinato/Tangos del asesinato (1999) y El cansancio de los materiales (2000) anuncian ya en sus títulos la corporeidad como instancia de inscripción. «La palabra prohibida que nos cuenta leyendas» habilita la historia, siempre en minúscula, para ser enunciada en un alarido o un cuchicheo. Aquello que atraviesa al modo de crisis los cuerpos será también lo que haga crisis de la representación (Masiello, 2013). Por ello, la torsión poética en García Hernando empuja la lengua al borde, obrando con anclaje narrativo, con una prosa dinamitada que materializa la fragmentación en el decir para urdir la épica de «un lastimado» universal que incluye en sí al hambre, la orfandad, el tullimiento, el accidente, el asesinato, la locura. La identidad de la voz se construye desde el desastre, ese que se presume interminable: «¿y si el día que comenzará mañana fuese aún más escaso, más violenta esa luz que aprieta las maderas de la ventana?»
TESTIMONIO OBSCENO. Leonor García Hernando, autora, anda descalza sabiendo de la tierra y de los clavos. Porque es de manufactura humana todo daño y la enunciación es devastadora, pero consigue un triunfo mínimo, el salvataje simbólico. Entonces el testimonio aparece y genera su vértigo y su horror, con el recurso a la imagen a menudo atroz y la metáfora lúcida y corpórea. Un yo desprendido del padre, de la familia, de la casa («el leño era mi padre/y yo/ cenizas») que no niega el origen, pero sí la solidez de la procedencia. Un yo que irá adhiriéndose a identidades parciales y deshilachadas donde se impregna la memoria de su existir, la ropa, los objetos, los muebles, esos materiales cansados. ¿Pero cansados de qué? De ser sostén de la violencia. Violencia que se encarna en el ritmo, en las alteraciones gramaticales, en el uso espacial, en el vocabulario incisivo.
GÉNERO RASGADO. El idioma también es un ropaje que la voz de García Hernando se prueba a regañadientes, a medias se porta, a medias se rechaza; es algo que hay que estrujar para no quedar capturado. Se escribe poesía desde la desconfianza en el lenguaje y el poema opera según un sistema de reglas, pero también según el sistema de su transgresión (Eagleton, 2010). Al decir de Juarroz (1980), la poesía es el mayor intento, en el plano de la captación de la realidad, de tratar de superar un sistema, en tanto andamiaje ficticio y arreglado. Y Leonor cumple. En el ritmo se asienta una de las formas dilectas de la autora para herir a la lengua que la hiere y no resulta fortuito: si el cuerpo es el principal sustrato del daño que testimonia, el ritmo viene a dar una escansión posible en el movimiento de las actitudes corporales (Monteleone, 2004). Así respira en la versificación recortada, entre silencios se aclara lo oscuro para ir más adentro de la oscuridad, esa respiración arma una caligrafía tonal (Porrúa, 2011) que se extrema en los poemas donde el espacio dividido en dos columnas marca la dualidad de voces, una paterna y otra propia o en proceso de apropiación: es necesario hablar del crimen y este ocurre en la casa, en la familia, en el barrio, a través y en el cuerpo. El uso de paréntesis y el texto en columnas dan un aire de didascalias que enfatiza la escenificación de un teatro doméstico, femenino.
LA CARNE DE LA POLÍTICA. En toda la poética de García Hernando ocurre el rescate desde el duelo que necesariamente incluye al orden familiar y social. «Soy la hija de las viudas», «soy sin hermanas y sin padres», «soy el niño de las piernas deshechas», «soy la cabeza goteante recostada en las plumas de pájaros que ya no pueden migrar». Predomina el uso de la primera persona donde las víctimas encuentran su médium, pero la aparición de la segunda y la tercera amplifican por un lado una voz acusatoria que habla de una construcción cómplice del «desastre» y por otro la apertura a un registro de crónica lírica, denunciadora. Para decir el daño hay que estar adentro y afuera, hay que asumir los muertos, los asesinos, los testigos. La adjetivación logra un efecto de extrañeza por deslizamiento a campos semánticos a menudo contradictorios. El país, nada más y nada menos que ese continente que nos define, será llamado pequeño, inmenso, extraño, desmesurado, en todo caso incómodo, por exceso o por carencia, por imposibilidad de propiciar identificaciones que no sean dañadas. El uso alternado de la persona gramatical va marcando los ritmos, y esas voces, el ejercicio de lo sonoro que organiza el movimiento, la velocidad y el contacto con los otros. El texto toca así al lector y lo insta a una participación ética: pensarse en relación con otro (Masiello, 2013). El otro en la obra de Leonor se nos parece un poco siempre y se parece también a nuestras, a menudo, impensables víctimas. ¿Las ancianas sudan o lloran?, en todo caso su agua cae, se expulsa y García Hernando lo dice porque practica la premisa de Éluard: el poema muestra el mundo en eso que nos disimulamos, el poema se ocupa de dar a ver. «Hay en mí un estado de ciervo/de lobo que respira.»
LAS TRENZAS CORTADAS. El sujeto de la enunciación poética, siempre ficcional, anticipa la muerte y se erige en un fantasma (Monteleone, 2016): vacía a picotazos las identidades que no pueden dejar de ser parciales, intermitentes, persecutorias o perseguidas. El sujeto imaginario de la poética de la autora se aloja en un espacio atiborrado, lastima la hoja, ocupa, en la mayoría de sus poemas, la página completa y la mancha con espacios en blanco, columnas, paréntesis, signos de interrogación, doble punto e incluso, en Negras ropas de mujer, un punto final que no es punto sino un pesado rombo negro. En ese campo minado se llama a sí misma, se intima, se convence, se calma, se demora, en sucesivos poemas se dice Leonor. Su hablarse en voz alta la incluye en la larga «lista de brazos sepultados», de cuerpos agredidos, muertos, desaparecidos. «Mi nacimiento es solo una probabilidad de la historia» contra la que se escribe, dando una probabilidad más, distinta. Cartas, escritos destinados a la madre, al novio, tangos sin dos por cuatro pero llenos de piecitas sucias, de campos inhóspitos, telegramas y estrofas casi musicales son algunos de los recursos de arte menor que ponen en cuerpo a los desvalidos de García Hernando; no pueden esperar porque a cada momento son muertos, una y otra vez. «Atardecía cuando me cortaron la trenza». Hay que seguir escribiendo lo que no para y se escribe para que las palabras no sirvan (Kamenszain, 2007). Enunciar nada cura del daño, Leonor, Leonor, Leonor lo sabe.
¿SERÁ TAN TRISTE COMO ESA PALABRA? En su boca «se retuerce como un lagarto blanco», cobra autonomía, huye, cambia de especie. Y el alma se escapa por la boca en las palabras que son todavía efluvios corporales, aire calentado y liberado (Nancy, 2008). Eso casi involuntario, el habla, aparece en la poesía de la autora trabajado desde las preguntas. Así interpela a otro que es, a veces, uno mismo en pretérito; el interrogante cuelga sobre lo que fue como una sábana, propone una labor de resignificación. «¿Cómo acercarnos al trabajo de la sombra?» Presentificando. A golpe de incrustaciones de la lengua oral (Pavese, 1970), más en la respiración que en el vocabulario o la forma gramatical. A partir del uso de verbos que denotan movimiento e instantaneidad: «estoy comprada en un remate de muebles en desuso/estoy enterrando un cuchillo bajo la hiedra», «ellos están mansos en su olfato». Apelando a la fluencia de la palabra, «para ese tablero agrio de escarcha un derramado vestido en patios de invierno». García Hernando nos saca de entre los más tristes del mundo haciendo un poema, diría Vicente Huidobro, como la naturaleza hace un árbol. Es la creación esa posibilidad de reemplazar la ausencia de explicaciones últimas con la gestación de presencias (Juarroz, 1980).
PATRIA EVISCERADA. Ínfimo suburbio, apartado silencio, desierto de costumbres, minúsculo desván, cardos y muelles: el país en Leonor García Hernando, las fauces de un animal herido que a veces sabe lo que hace. Para retratarlo ninguna enumeración es suficiente, «un poema empieza a escribirse con menos muertos?» Preponderan, en la obra de la autora, los poemas y versos que comienzan con minúsculas como si se tratara de recortes de una alocución que se inició en otra parte (¿en la calle, en la soledad, la noche previa, en el cuarto cerrado, en la sala de torturas?), en otro momento (siempre hubo víctimas), que no alcanzamos a captar bien, que nos perdimos, que alguien decidió callar, ¿que alguien silenció? Resulta entonces un fragmento de lenguaje, el desprendimiento de un registro que antecede lo escrito, esquirlas lanzadas por la caída del discurso. Lo que queda es el poema. Más nítidamente en sus dos últimos libros, Tangos del orfelinato/Tangos del asesinato y El cansancio de los materiales, el continuo entre significante y significante adquiere un efecto de discurso más que de sentido, esa conquista de lo ínfimo que dice lo que el signo no puede (Meschonnic, 2007): la fragilidad del sujeto, el sujeto de la lengua, dicho en argentino. Los versos palpitan con crecimiento vegetal, de yuyo, cubren la casa con la justa asfixia. Afuera está el rastrojero, el alambre, los corrales. «Aquí la tierra es pantanosa. Es mi lugar».
MALDICHO. Escribir, una desesperación asumida. Ante la imposibilidad de la enunciación cierta, insistir en esa angustia deriva en una extraña esperanza, la de hacer con códigos rotos, los del Mal-decir (Díaz Mindurry, 2012). Son las palabras que trenza Leonor, que construyen la máquina negra que el infante espera, la «zona donde los idiotas mueven sus cuadernos». Ella, por el arte de fracasar, detiene el mundo en el momento exacto de la inminencia, ampara el lugar del testigo implicado en las mismas miserias de las que da fe. Fe que es una apuesta a la contemplación de lo devastado, para darle entidad. Las muñecas no tienen piernas ni párpados: no se puede huir, no se puede dejar de mirar. El ejercicio, instalarse en una lengua viva como si estuviera muerta, o en una lengua muerta como si estuviera viva (Agamben, 2000).
LO QUE PUEDE LA COSA. «No deberíamos acercarnos a objetos tan nítidos» enuncia García Hernando, pero su poesía lo refuta, rodea porciones de lo real, sucedáneos del cuerpo puesto ahí entre lo que se desmorona. «La gente» aparece mezclada con los animales, con los objetos. Los planos se confunden como en una inundación. Es esa tierra anegada la que expulsa; será allí donde la voz recobre el poder, un pedacito, las aguas temblando al chocar contra los materiales gastados. ¿Los cuerpos también se tornan materiales donde se arrumba el cansancio? La poesía posee al objeto sin conocerlo a fondo (Agamben citado por Masiello, 2013) por eso la autora dispara «cada cosa en/una proporción inútil» y hace uso de los objetos, pero sin admitir su saturación, cada uno puede ser otro o su futuro hecho trizas.
LA SUSPENSIÓN DE LOS RESTOS. El lenguaje de García Hernando prueba un ejercicio de flotación. El poema comienza con un espacio en blanco, momento propicio para que el lector tome aire. La versificación extensa, los cortes, la minúscula con que inaugura la mayoría de los primeros versos no son inocentes. Recupera en la forma la voz de lo femenino, lo subterráneo, lo que está fuera de lo instituido, fuera del canon, lo que sugiere el desprendimiento de un texto mayor, esto es, el mismo lenguaje que nos hiere, que nos excluye. «Me interesan los idiotas». Hay que hacer la torsión de las palabras que no comunican lo suficiente como para alertar o auxiliar. Entonces ir por la sombra, pegarse a las paredes, conocer los zócalos y camuflarse ahí pudiendo ser la cosa por un rato, lo sobrante, lo animal, lo incomprensible. Toda defensa de la poesía es una defensa de la locura (Simic, 2015).
VA POR EL CUERPO. Muslos, manos, cicatrices, boca, capucha, encajes, taconeo, roce, menstruación. Los poemas de Leonor García Hernando están plagados de registros corporales que dan presencia y espesor a un decir del malestar, inaugurado en la carne, infligido por su medio. Lo que está antes de nuestra lengua evoca aquello que está antes de nuestro nacimiento (Quignard, 2006): son los cuerpos, origen y destino de la violencia de estar entre otros. La autora ocasiona figuras que adquieren la dimensión de personajes, nunca protagónicos. A ellos les pasa algo y hacen que algo pase a su vez. Perturban, nos perturban, desde un doble registro: el erotismo (o su búsqueda) y el deterioro (o su cercanía).
ESPESURA Y AULLIDO. En los poemas de García Hernando encontramos una escena inicial que se sumerge en otras, sucesivas. Aluvión de imágenes que hace un mundo y lo puebla. Allí somos uno más de los desvalidos. «Esa es la zona». Se trata de situar el abandono, la pérdida: «esa noche compacta para tocar como un objeto». La tarea es minuciosa e implica la delimitación del malestar obrando desde un más allá del significante, poniendo al lenguaje en estado de emergencia (Bachelard, 2000). Amplificación de las palpitaciones, memoria reeditada, no podemos manejar la escena en que la poeta nos sitúa como no pudimos elegir las nanas con que nos durmieron, como no pudieron pronunciar el nombre del asesino. ¡Cada uno tuvo su momento de ser víctima! El poema hace que nos pase algo. Que ya nos pasó.
LAS MÍNIMAS CAPTURAS. Escribir supone liberar el lenguaje, romper el diálogo, insubordinar la domesticación, desprender la prenda (Quignard, 2014), torcer las posibilidades del entendimiento, confrontar con el vacío, conducir al ser ante la evidencia de sus ataduras y así atestiguar su orfandad y dejarlo suelto ahí. «Están rotos los eslabones del aprendizaje desde el mono hasta mí». Leonor García Hernando conoce lo que el lenguaje tiene de río, tiene de desierto y tiene de jardín. Lo recorre con sus riesgos, desde la condición princeps de la poesía, el desconocimiento, o mejor dicho la asunción del no-saber (Bachelard, 2000) que fragua un nuevo comienzo en la posición ante el mundo, volviendo a la noche de los homínidos y mirando a nuestros nietos en ellos.
MUDANZAS. García Hernando se anima con todas las voces. No se trata de una clara polifonía, ni un diálogo, ni un coro. La alternancia de las diferentes formas de la persona gramatical en el cuerpo de un mismo poema marea, sacude, increpa. El uso de la segunda persona permite el advenimiento de una otra que se incluye como cómplice, como sufriente par. La primera persona aparece inicialmente en singular y luego se pluraliza al modo de una convocatoria, ¿o una redada? En todo caso, hay algo de espasmo en esta pluralidad de sujetos del poema, testimonios fragmentarios de los fragmentos, lo humano (Lacoue-Labarthe, 1997).
ROPAS NEGRAS. El poema es lenguaje en tensión, dice Octavio Paz (1972), palabras vueltas sobre sus propias entrañas, apelación al silencio y la no significación, el habla imposibilitada. García Hernando calla al mundo, interpone barras, itálicas, comillas, impone una sucesión de adjetivos que se presentan como intercambiables aun en su contradicción, postula frases acuchilladas donde la fluidez aparece interdicta. La voz poética es de aquella «criatura que hace perverso un filo». Cubrir para dar testimonio de las cicatrices, enlutar para pulsar lo vivo.
LA ENAGUA CUELGA EN LA PARED. «Errores en la saliva/oráculo que intento desarmar palabra por palabra». La obra poética de la autora recorre el tarareo, la sentencia, el gemido, la arenga, el balbuceo, la epístola, la súplica, el contrapunto, la denuncia, el interludio. Logra asir la experiencia en su inmediatez preconceptual (Agamben, 2003). La apelación a la multiplicidad de tonos cumple su conjuro, despierta imágenes borradas y erige en acto de habla lo imprevisible de la palabra (Bachelard, 2000). «El verso mío/un paisaje derrotado por la altura de los muebles», silencio, blanco, como parte de la enunciación de lo involuntario, la ninguna cosa que se deja decir, se hace presente entre la materia funcional, ocasionando una interrupción (Lacoue-Labarthe, 1997).
UNOS TANGOS HUÉRFANOS. Se trata indudablemente de una obra rioplatense. La poeta pone una gallina sacrificada en la mesa del estanciero. Si es por su mano, será por gusto. Otro podría haber perpetrado el trabajo sucio. La voz poética es hija de esa escena. Se sentó a esa mesa. Y también la mira desde afuera, con la ñata contra el vidrio, mientras se maquilla a la poca luz del prostíbulo o la pensión. García Hernando nos hace entrar en las guerras mínimas del heredero contra el lujo, de los muslos contra la media corrida, del carmín contra la enfermedad. En estado de falta, pero ¿de qué? Acaso de patria, de lengua, de pertenencia, de inclusión (Muschietti, 2013).
MATERIAL CANSADO. No alcanza un tiempo para decirlo. El uso alternado del pasado y el presente dentro de los mismos poemas configura una simultaneidad de tiempos, lo que era, es, lo que es, fue, lo que fue, será. Fuimos seremos somos devorados. El cansancio de los materiales, «la arenilla de las cosas rotas» expone la inadecuación de los roles, de los cuerpos, de las palabras. Inadecuación ante un sistema absurdo, donde el que bien se acomoda devora o es devorado. Las fijaciones en espacios de estabilidad del ser, al decir de Bachelard (2000), suspenden el paso del tiempo y es el espacio el que condensa y acoge la posibilidad de la memoria: pequeños cementerios de pasiones que ocupan todo, campo y urbe, sin dar con su lugar natural. ¿Podrían tenerlo? La poesía es el espacio donde hacer pie, en el aire.
LA LENGUA ELEGIDA. Pugna por crear una condición de alojo en la subversión del sentido, en la ruptura del registro comunicacional. Eso que el lenguaje de todos los días no alcanza a captar sienta las bases de una casa portátil donde el poema existe para poner algo nuevo en el mundo (Muschietti, 2013). La misma lengua de la madre será recusada. «No diré: este es mi reino». Leonor García Hernando se nombra autoexiliada, su voz es la de quien no asume la fiesta. Uno de los interlocutores a los que apela es la madre. Censora, castra con cubiertos de alpaca, impone el mandato sobre los cuerpos, cierra la casa. Aplica una doble mordaza, de género y de casta. «En aquella intensidad/es tan poco el abrigo, tan oculta la boca de mi madre». La pertenencia a una clase acomodada y el servilismo ante el statu quo se combaten con las mismas armas que se defienden, palabras, que esta vez hacen pie sobre inseguro, en el derrumbe, el desamparo, dándole respiración a lo impreciso que respira cerca, que es parte del mundo, pero no se puede definir ni representar. Es esa fuerza la que opera sobre y desde la voz poética. Se palpita el peso de los cuerpos, el del sujeto del poema y los de las víctimas del Estado, de la exclusión, de los pequeños crímenes domésticos. «Nada hay en mí que no sea verbo y huyo/herida por los muertos que vi morir».
HACER LA CASA. Lo pequeño, lo tiernito, lo indefenso es acosado por fuerzas que lo exceden. La obra de García Hernando insiste, esos crímenes ocurren a nuestro alrededor todo el tiempo, nos ocurren: «soy la que mira con insistencia caer los granos de sal/ sobre la babosa que se disuelve en las baldosas del patio». Bachelard (2000) apunta que reimaginamos nuestra realidad desde el cuerpo de imágenes brindado por la casa como instancia de adhesión a la función primordial de habitar, es decir, de pertenecer, de dar presencia, de soñar, de imaginar. El reaseguro de nuestro estar en el mundo se construye con referencias topológicas, ancladas en un reducto natal del que de algún modo no saldremos nunca. Será del poema ese camino hacia la infancia, pero la Leonor expone la desolación, no hubo siquiera entonces un rescate real. Somos hijos de una familia, ese mundo primero, donde la pertenencia se juega con la violencia y el riesgo del mundo social. La ropa es golpeada en la limpieza, las gallinas sangran para la cocina. Así la individuación se inicia en las leyes del crimen. Nuestra grandísima culpa interpela al yo judeocristiano; desde los íconos fundacionales debimos perder para que algo quede. La matanza de los inocentes es una marca de origen que da un destino: «en ninguna casa faltaba un niño muerto». Se repiten las escenas de intrusión o abandono, una gotera insistida sobre el insomnio del enfermo, una cucharada de jarabe amargo por hora. La resistencia viene del trabajo sobre la lengua: «una casa es un lugar donde reponerse de la muerte/del deseo feroz: que una estrecha bengala nos rompa la frente».
PESE A TODO. Escribir, con la desesperación cuyo nombre se desconoce, dice Marguerite Duras (2014). Y agrega: es la puerta abierta hacia el abandono. En ese ejercicio García Hernando produce cinco libros que constituyen una verdadera obra con rasgos muy atendibles dentro de la poesía nacional. Corpórea, posbélica, ineludible. Poética del lobo bajo la piel del cordero, desobediencia del cordero en la denuncia de los corrales. «No acepto esta división de la materia entre criminales y víctimas». Leonor pone la evidencia. Aquello que nos lastima es también lo que nos constituye. Nadie se salva, excepto el testimonio, la herencia es un malestar inacabado. Poemas de agua, de sal, de viento. Hay sensorialidad y textura en su lenguaje espeso, multivocal, agitado. Los pliegues, torsiones, anudamientos, espasmos del cuerpo ocurren en la lectura de su poesía donde lo que gime se esparce e impregna. «Haré de los corpiños páginas de mi libro», la presencia femenina, «tan cercana al musgo», se encarna en cada poema, recuperando la frecuencia mínima de la culpa y la ofensa, los pañuelos enjuagados en un agua que tanto se parece a las lágrimas, las manos puestas entre las ropas junto a la herida y el cuchillo, lo acallado y su tirantez. «El desesperado giro del insecto tocado por el veneno», la lengua que crea Leonor.
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