Huida de Ítaca
Fundarán para nosotros
una Alejandría rencorosa,
una Ítaca de escombros
y de papeles reptantes,
como toda estructura,
reciamente enamorada
de sus peores consecuencias,
y amarrada a la estrecha órbita
de la pertinente
normativa legal.
Con las aceras vacías,
como bolsillos de un soldado
y flores de vidrio y de aluminio
brotando en los arcenes.
Concebida para mirarla
con los ojos gastados,
como bombillas fundidas
en la noche de la consunción
mercantil.
La fundará a horcajadas
sobre su tumba
no alumbrada por el plastrón
de la luna,
el amenazador temprano
que aparta la estrecha pared
de nubes del diafragma,
para hacer de los hechos palabras
y deshacerlas
en la sórdida fanfarria de los nombres.
Nuestros propios nombres.
Y para qué las sienes incubando
furibundo un amor,
me pregunto,
para qué esperanza temprana
y vida nueva.
Un día nos despertarán
el humo y las campanas,
habremos descuidado
a los bárbaros del norte.
Cuando la guirnalda de ceniza
se pose,
si logras recordarme, escribe esto:
Que he dejado la ciudad.
Que una vez pudimos
y luego de esa vez ya nunca más
podremos enderezar el rosal,
restañar los cortes.
Que el cielo y el color
no existen,
que son un olor de lilas
corrompidas,
simplemente.
Que aguantamos repitiéndonos
la máscara,
acosando a la marea,
sorbiéndola sedientos
en la orilla.
Y que así nos ha encontrado
el día triunfal
a su regreso.
Igual que Ulises a los pretendientes,
reculando nerviosos para
unirse al histérico coro
tras las cortinas.
Lo mismo que se agolpan las virtudes
en mitad del pánico.
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