El abandonado
Si me amabas,
¿en nombre de qué ley me abandonaste?
EMILY BRONTË
Cada verano llega el momento
de visitar un pasado fatal
en el que la vida ocurría
de playa en playa
—nadar, comer, dormir—
y una conversación austera
en las que ella lanzó
un corazón contra la arena
dejando esquirlas de cristal.
Quizás la lluvia y la erosión
hayan convertido con paciencia,
cada hora del día y la noche,
esquirlas en granos de arena.
Empezó la caída al abismo
de la mano de la amargura,
los golpes contra las paredes
invisibles y ardientes,
el cuerpo sumando heridas
de desamparo y desafecto.
Un abismo sin medida
una sombra casi infinita
un tiempo sin relojes.
Hasta llegar al fondo,
aturdido y silencioso,
donde abrazar las rodillas
a la espera de algún final
para el aislamiento.
Fueron muchos veranos
evocando ese recuerdo
del desgarro perdurable
hasta hacerlo recurrente
y así desarmar su poder.
Para poder alzar la vista
cuando nada se esperaba,
hallar una mano extendida
desde las aristas de la sima,
una mano blanca llamando
a subir a la superficie.
El cuerpo y el ánimo
desacostumbrados quieren
escapar de la reclusión
pero han olvidado la manera
en que se rozan los dedos.
Intentos y fracasos
alentados por una mano lejana
que un día se estrechará.
Un cuerpo pleno de cicatrices,
un horror a la luz,
un dolor del aliento,
un ascenso paulatino
hasta tocar el borde del abismo
que ya no será casa habitual
ni maldición ni porvenir.
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