El delirio de MariTusi
Según Deleuze, es posible pensar o escribir transversalmente sobre un fenómeno sin haber pasado por la experiencia real, del mismo modo que es posible viajar sin moverse de lugar
Paul B. Preciado
Manifiesto contrasexual
Se despierta en un charco de excreciones, orine y sangre. Está tendida en el último cubículo del baño público al lado de la terminal de pasajeros. A lo lejos escucha el chirrido de un tren que llega a la estación. Tiene el semblante de una momia, de su cabeza corren hilitos rojos y desde una rendija del pantalón se asoma el cíclope que habitualmente esconde con adhesivo y otros afeites. Mientras pestañea para despejar los pensamientos, una constelación de ojos titila sobre ella. Cuando recupera la razón, dos, tres, cuatro sujetos —había olvidado las matemáticas para contarlos— la observan con estupor y alivio. Al confirmar que la persona desmayada reacciona, los desconocidos se intercambian para ofrecer palabras amables, consideraciones y ayuda. Aun en ese estado de vulnerabilidad y aturdimiento, a ella le llaman la atención dos de los samaritanos que la socorren: uno con uniforme de repartidor y un mulato bien puesto que, en un esmoquin, se inclina como si fuera a practicarle respiración boca a boca —es él, habían coincidido en la víspera, pero no recuerda dónde —. MariTusi se emociona y dos lágrimas purísimas, como gotas de éter, limpian las heridas de su cara y anestesian sus dolencias. Antes de volverse a desvanecer, escucha el escándalo de la ambulancia y extraña no encontrar a ninguna rival en aquel recibimiento después de su trance.
***
Horas antes del accidente, la MariTusi había asistido a una nutrida manifestación que reclamaba, entre otras exigencias, la remuneración equitativa de género. El parlamento estaba por sancionar un proyecto de ley que contemplaba igualdad de oportunidades laborales y salariales para las mujeres. Si todo salía como ella esperaba, cruzaba los dedos por la mayoría de los votos, la nueva legislación pondría fin a la infravaloración del trabajo femenino y abrogaría la «penalización por maternidad». Aunque árida, en su vientre no prosperaban ni larvas de moscas, MariTusi apoyaba la lucha contra un sistema que compelía a las embarazadas y a las recién paridas a ganarse la vida en la economía informal, a aceptar oficios a destajo y a obtener 0,77 centavos por cada dólar que percibía un hombre —dato que había extraído de la web de la Organización de Naciones Unidas—. Como había estudiado, se sentía poderosa. Con la información entre sus manos ya nadie la podía engatusar con piropos ni con besitos ásperos en la nuca.
Para la marcha se había vestido con un jumpsuit acampanado y una pañoleta de seda morada que, a guisa de turbante, cubría su frondosa melena postiza. Como accesorios, llevaba lazos de color violeta y un collar con un dije en forma de puño. En la concentración, las feministas más radicales habían depuesto su fundamentalismo y no dijeron ni pío acerca de la abolición de la prostitución ni insistieron en la derogación de leyes que contemplaban la autodeterminación de género. MariTusi sabía muy bien que esas compañeras no la consideraban ni trataban como igual, que esgrimían como argumento lo que justamente por siglos y siglos las había sojuzgado: la capacidad reproductiva. Aún así, añoraba el derrumbe del imperio del binarismo para abrir paso a una sociedad de cuerpos vivos sin la carga de lo masculino o femenino. Soñaba con una era cuya epistemología estuviera marcada por la desnaturalización de conceptos. Pero estos eran temas para otra ocasión. En la protesta la agenda laboral convocaba esfuerzos y solidaridades, hermanaba a unas y a otras en un solo clamor.
Al culminar la marcha de reclamos al son de las consignas «América Latina será toda feminista» y «No somos sirvientas, somos guerreras», Tusi, como la llamaban sus más entrañables, se encaminó rumbo a la cita que tenía con Deisy y Pilarica, con quienes había acordado beber unas copas antes de irse de cacería. Por un arrollamiento en el metro, llegó quince minutos tarde al punto de encuentro: «La luz de Chechenia», un bar dirigido por un pisaverde nacido en un pueblo del Cáucaso que había huido poco después de la desintegración de la Unión Soviética. Harto de la dictadura del proletariado, de las inclemencias de la nieve y de las bestias que cuidaba en la finca de sus padres, llegó a América en barco, donde sepultó a Alexei y le dio vida a Zemfira: la matrona con barba, más chicha que limonada, figura ambigua, que atendía a los chongos y papichulos que se embriagaban con las jarras de cervezas y las monerías de las pájaras que revoloteaban en la cantina. Cuando los habitués le preguntaban por su nombre, con un aspaviento boyardo, Zemfira contestaba que significaba zafiro en eslavo. Ellos se encogían de hombros, no se daban por enterados y acto seguido le tocaban una nalga. La espuma y los grados alcohólicos volatizaban tensiones e incomprensiones. MariTusi, Deisy y Pilarica se sentaron en una de las mesas fronterizas con los aseos para vigilar las entradas y salidas. Si un macho les gustaba, ora por su bigote, ora por el bulto pronunciado, se peleaban el turno para abalanzarse sobre él. Luego de que Deisy abandonara la mesa por un albañil que la cortejaba, las otras dos se encadenaron en chismorreos.
—¿Te has enterado de la desaparición de la Yolanda? —siseó Pilarica. Tusi detectó el tono de su malintencionada amiga, que no paraba de juzgarla por sus andanzas, pero no mostraría ni una pizca de sorpresa o miedo para no animar a la bruja.
—Sí, chica. Hasta encendí una velita a mis ánimas para que la encuentren sana y salva. Un empujoncito desde el más allá siempre es bienvenido. No creo que le haya pasado algo malo, porque ya se sabría —respondió con beatería y se hizo la señal de la cruz.
Yolanda era una dominicana que diseñaba el vestuario de lentejuelas y cristales para las artistas que actuaban sobre la improvisada tarima de «La luz de Chechenia». Gracias a su habilidad con el dedal, consiguió un puesto en el departamento de vestuario de un teatro que quedaba a las afueras de la ciudad. Como era la encargada de zurcir las prendas que sufrían roturas en los espectáculos, salía de trabajar a altas hora de la noche. Los horarios, sin embargo, no suponían un problema, porque la fiesta siempre comenzaba tarde para ella. Enfundada en las faldas chupichupi que apenas velaban su picón caribeño, y con el sigilo de una culebra, Yolanda cascabeleaba sus veleidades por parques y refugios. Por no hacerle caso al quién ni al dónde, por los prejuicios de la policía y por las palizas de los borrachos, terminaba la parrada en la comisaría o en el hospital. Autoridades y bandidos la jodían por igual. Si los agentes de la policía la agarraban con la boca llena, pese a su discreción y buenos modales a la hora de comer, por más que adujera ser modista, la confundían con prostituta y le ponían las esposas. El expediente de Francisco José Núñez —que era su nombre de pila— se agrandaba tanto como la lista de los presos que sonsacaba incluso en los calabozos. Con sus amantes de carretera la cosa iba a peor. Luego de exhalar el orgasmo, en cuanto los primeros pinchazos de la culpa atenazaban, para aplacar el sentimiento, la infidelidad que la buena esposa no merecía, porque esperaba con la cena calentita y el padrenuestro en vilo, los vagabundos abofeteaban y pateaban a la loca hasta la inconsciencia. Tuvo secuelas de una de las palizas: casi perdió el ojo derecho. ¿Cómo engarzaba con tanta maestría el hilo en la aguja? Nadie lo entendía a juzgar por la tuertera que le impidió distinguir el peligro que la acechaba.
—Se lo advertimos a la Yolanda, que la cosa estaba muy mala como para estar tentando al diablo. El delincuente está suelto, a su anchas, pero lo tenemos más o menos identificado. La Gigi se salvó; porque se hizo la muerta, con la suerte que hubo una redada en el Jardín Botánico y, por las patrullas y los cacheos, el muy cobarde huyó —discurrió Pilarica con su elegancia de maestra. Daba clases en una escuela para niños con capacidades especiales.
—¿Y cómo es? ¿Cómo lo ha descrito? Me da cosita con ella, salir con tantas dificultades de la Guajira para caer en las garras de un depravado. Con lo bonita y menudita que es, parece china o camboyana, podría encontrar algo mejor que estar posando en la avenida —indagó MariTusi en tanto rumiaba el tropiezo que se dio con la muchacha en una Navidad. Hacía ya tres años. Gigi había llegado a la capital con lo puesto: una sudadera estampada que, de tan amplia y larga, usaba como vestido. La ajustaba con una correa de falso cuero para remarcar su cintura esculpida por las privaciones y la miseria. Cuando todavía respondía al nombre de Jimmy, se escapó del yugo familiar y de los puñetazos que acaparaba por su muñequería. Con el fin de tenerlo vigilado, el padre, que reparaba autos en un taller, puso a su único hijo de ayudante. Allí el joven aprendió de engranajes, pistones y amortiguadores. Una tarde el progenitor fue a comprar unos repuestos y, a su regreso, lo sorprendió midiéndole el aceite a un cliente. Pese a su enjutez y a las costillas marcadas en los costados como zarpazos de tigre, Jimmy estaba bien dotado para la mecánica. La revisión lúbrica acabó en un duelo que no quiso presenciar: él aprovechó que su papá y el cliente empuñaban las navajas para correr y correr sin mirar atrás. Después de una larga travesía, en la que esquivó más de una calamidad, dejó los monos manchados de grasa por los corsés que desfilaba como Gigi en una transitada vía. Urgidos y accidentados estacionaban sus vehículos a la vera de sus pies para solicitar sus servicios —nunca dejó de sacarle punta a su talento con los destornilladores—.
—Tengo tiempo sin hablar con ella, pero el día que la visité, poco después de recibir el alta médica, me describió a su asaltante como extranjero, polaco o sueco —volvió Pilarica y, con lujo de detalles, le narró a Tusi el infortunio.
Eran las tres de la mañana y Gigi no había atendido sino a dos gandoleros que confiaron en sus buenos oficios. Ella, que no mezclaba el placer con los negocios, nunca eyaculaba para sacar mayor rendimiento a la jornada. Mas esa madrugada estaba particularmente ansiosa, una crispación la recorría de la cintura a los pies, por lo que decidió desviarse de su ruta para vagar por la antigua fábrica de cigarros —lugar donde merodeaba todo tipo de fauna necesitada de desahogos y caricias anónimas—. Bajo las sombras de las ruinas, en las que aún se percibía el olor acre y narcótico del tabaco, se refocilaban mendigos, trasnochados y niños bien que en pleno sol no ventilaban sus pasiones por temor al desprecio y al escarnio. Por un momento, Gigi consideró descargar su apremio incorporándose a una orgía en cuyo centro un jovencito restañaba con la lengua el derrame lácteo que lo empapaba. No obstante, pasó de largo y se internó en el patio que conectaba con los parterres más apartados del Jardín Botánico; por la distancia y el deterioro que nadie arreglaba, era la zona elegida de quienes preferían roces más profundos. En un recodo protegido por las malas hierbas, ella encendió un cigarrillo de marihuana y se quitó la ropa dejando a la intemperie su herramienta. Poco a poco crecía, se cimbraba con la flexibilidad de su deseo. Como jejenes atraídos por las persuasiones de la luz, dos mirones se acercaron para codiciarla, pero ella ni caso hasta que un tercero resplandeció en medio de la penumbra. Parecía un ser celestial por su pelo amarillo y pecho forrado por una alfombra de oro. Le hizo señas. Ni corta ni perezosa, ella recogió sus pertenencias y lo siguió por las estribaciones de un riachuelo que servía como fuente de riego. Apoyado en un árbol, el ángel caído masculló alguna cochinada. Cuando al fin se introdujo en la bragueta de él, por el efecto del porro que había fumado o por el milagro que se le escurría entre los dedos, Gigi no se contuvo y soltó una risotada.
—Me imagino que por su ego herido el desgraciado sacó el cuchillo y se lo clavó. Con la suerte que no perforó ningún órgano importante. Mientras tanto la guardia allanaba el Jardín aparentemente por un operativo de drogas, pero para nadie es un secreto que a esas horas solo las rebusconas están alborotadas —relató Pilarica.
—Tan pilas que es la Gigi. Hacerse la muertica. Yo en su lugar me hubiera puesto a gritar y por lo mismo el fulano me remata. Dios no lo quiera —invocó con más mojigatería MariTusi.
—¡Uy, qué pavosas! Siguen con el tema… les digo una vaina, hubiera sido muy triste si Gigi se hubiera quedado tiesa allí. ¿Cómo hubiera sido su epitafio? «Desangrada por un huevo chimbo» —intervino Deisy después de aplacar sus ardores con el albañil. Lejos de la fanfarria y de las plumas de «La luz de Chechenia», se llamaba Darío y elaboraba prótesis dentales.
—Tú siempre tan ordinaria —la amonestó Pilarica.
—¡Ay mija, yo no he dicho ninguna ordinariez! Los huevos chimbos son un dulce de mi país. En todo caso, ese malnacido es un peligro porque está frustrado, porque carece del arma que esta sociedad no solo legitima, sino que también venera. Como no la tiene, la reemplaza por una artificial, que también mata, y como las locas somos tan falocéntricas... —plantó Deisy un abismo de libre interpretación y prosiguió con su exégesis: «Si se leen bien su comportamiento y forma de actuar, este criminal lo tiene bien pensado».
—Tusi, estate mosca, porque te la pasas chanceando por ahí. Toma consejo no sea que termines en una fosa —cerró la cháchara Pilarica antes de despedirse de Deisy porque el albañil, ya pasado de tragos, se había puesto querendón. Después de los besitos y adioses respectivos, se fue a corregir evaluaciones de sus alumnos y MariTusi cambiaría su look de activista por unas fachas más cómodas para la peregrinación que tenía trazada por los puntos más concurridos de cruising. Estaba decidida: encontrar al mulato con blazer y corbata que la había adorado la noche anterior.
Como había un degenerado suelto, Tusi decidió —su medida de protección— desmontar la arquitectura de pelucas, implantes y extensiones que se construía para adoptar una imagen que no correspondían con su esencia ni fuero interno —aunque corría el riesgo de que su galán no la advirtiera—. Sin embargo, se embalsamó con los mismos potingues y perfumes que a él le habían encantado para que la identificara. Por último, encendió el GPS de su teléfono celular y metió en su bolso un bote de laca que, por estar vencida, quemaba los ojos. De ser necesario, rociaría el espray tóxico en caso de toparse con algún sospechoso.
A las diez todavía quedaban huellas de la manifestación: confites de colores salpicaban las aceras y alguna que otra bandera feminista flameaba entre las nubes hinchadas de truenos. La primera parada de la procesión de MariTusi fue los lavabos del centro comercial del norte que, por los horarios del cine, cerraban a la una de la mañana. No encontró sino a un par de abuelos restregándole el culo a quienes podían ser sus nietos. De allí se dirigió a las toilettes del Teatro Rialto, famosas por los retozos que se desataban durante y después de las funciones. Se apocó al comprobar que solo «La Yegua», una mariquita que al sonreír revelaba unas amplias encías, se atiborraba de Virgilio y Horacio, dos actores de la compañía del teatro a los que Tusi ya había puesto a prueba —recordó el aliento a cloaca del segundo—. En un rapto de obstinación, reanudó su trajín en las saunas del centro, pagó las entradas y las hurgó pese a las manos y lenguas hambrientas que se ocultaban entre los vapores de eucalipto. Aunque su ánimo empezaba a demudar por desgano, rememoró los jadeos y peticiones que su amante en traje le había musitado al oído: «Te quiero volver a ver, qué rico hueles». Entonces arreció sus pesquisas. Pasada la medianoche, fue a inspeccionar la plaza y los servicios de la terminal de pasajeros.
Unas primeras gotas humedecían el camino. MariTusi tenía claro que no había nada más efectivo para espantar a las locas que el agua: «Ni que fueran de azúcar. Si las mean, las escupen o cagan no salen corriendo, pero ante una lloviznita vuelan despavoridas», se dijo en voz alta. Frente a las letrinas, porque eso eran, unos huecos inmundos que ningún alcalde había remodelado desde su inauguración, se percató de que el cartel que tenía el símbolo ♂ colgaba de un solo lado. Estaba a un soplido de caerse. Al trasponer la fachada estropeada y manchada de secreciones, tuvo un escalofrío al que no le dio importancia. ¿Un presentimiento terrible impregnado de las repugnancias del sitio? Adentro no había ni un alma en pena. ¿Qué había hecho mal? ¿La soledad se debía al aguacero que se aproximaba? Quizá había sido su prisa, quizá no había esperado lo suficiente en cada una de las estaciones de su recorrido, quizá era una chifladura perseguir a un extraño que solo la había preñado de promesas en un rinconcito gobernado por el sexo clandestino.
Ya que estaba allí, aprovecharía al menos vaciar su frustración, ejecutaría el ritual que conocía al dedillo: se ubicaría frente al urinario del fondo, se bajaría el cierre y aguardaría a que un entrometido se acercara a su señuelo flácido. Al cabo de quince minutos llegaron dos visitantes, uno ocupó un retrete y el otro se paró a su lado. Se puso nerviosa, hiperventilada, metió la mano en su bolso; al comprobar el bote de laca, entendió que era una ridiculez defenderse con un cosmético. Se acordó de no chillar para que sus alaridos no concitaran a las furias. Al momento que su vecino intentó jurungarla, Tusi, llena de malos agüeros, por evadir el roce, pisó un condón lleno que estaba en el suelo y patinó hasta el cubículo que tenía a sus espaldas. Se pegó con el inodoro.
El golpe la sumió en un delirio.
Le dolían hasta las ideas. La protesta frente al congreso la había dejado exhausta, pero antes de divertirse con sus compinches pasaría por la terminal para hacer pipí. Con suerte, conseguiría algo más. Estaba abierta a un poco de emoción. Antes de cruzar el umbral, se fijó que no había señalización en la puerta del baño y, desde afuera, se sentían aromas a lavanda y pino. En el interior, todo lucía impecable, las paredes estaban recién pintadas y hasta había jabón líquido en los lavamanos. MariTusi estaba extrañadísima. Fue hasta el último cubículo, el que siempre usaba, y también relumbraba de limpio, entonces se permitió lo que antes no podía por sus escrúpulos y por su pánico a las bacterias: sentarse en la taza. Mientras oía cómo el arroyo se mezclaba en el fondo, un señor con un remolino por cara irrumpió en su privacidad y se desnudó. Con un gesto violento, le hundió un hermoso glande en la boca. ¡Era un milagro! Los diputados promulgarían la reforma laboral, los baños públicos eran una tacita de plata y un semental la atragantaba. Succionaba con esmero, pero unos taconeos y cuchicheos la desconcentraban. De pronto, dos mujeres arrancaron de su labios el merecido premio.
—¿Qué es esto? ¿Qué hacen aquí? —protestó abrumada MariTusi.
—Lo mismo que tú —contestaron al unísono las felatrices y continuaron sorbiendo.
—Pero no pueden entrar aquí.
—¿Por qué? —reaccionó una luego de extraer de sus dientes un pelo largo y ondulado.
—Esto es el baño de los hombres —replicó con obviedad Tusi.
—¿Acaso era la única que no se ha enterado del decreto que anuló la diferenciación de género? Actualízate y disfruta de los nuevos tiempos —puntualizó una de las intrusas cuando un chorro de esperma le regaba el rostro.
MariTusi no daba crédito a lo que sus ojos miraban ni a lo que sus oídos escuchaban. En tanto se preguntaba cómo y cuándo se había producido el cambio, una gran variedad de damas entraba al ahora lavabo comunitario: una actriz de telenovelas que admiraba, la panadera de su barrio con su marido, una anciana de más o menos setenta años que se interpuso en su salida porque dos obreros se la turnaban. Perturbada por ese tráfico inaudito, cayó de bruces…
***
No sabe cuánto tiempo transcurrió, pero al recuperar la razón, dos, tres, cuatro sujetos —había olvidado las matemáticas para contarlos— la observan con estupor y alivio. Los mismos sentimientos que la embargan al constatar, pese al traumatismo y al dolor, que no hay cuchicheos ni taconeos ni ninguna otra competidora a la vista. Había valido la pena el accidente, incluso la herida en la cabeza de la que brota sangre, porque el tipo con traje que buscaba se le acerca, por un momento MariTusi cree que le va a dar un beso apasionado en la boca, como los de los protagonistas de las comedias románticas que la emboban en la televisión, pero él se pega a su oído y le susurra despacio: «Están llegando los paramédicos». Entre quienes la auxilian, hay uno que lleva puesto un uniforme, intenta cargarla, pero ella desfallece.
Cinco días después, Deisy va a casa de MariTusi, que tiene una raja que mereció doce puntos de sutura, además de un esguince y un collarín que le inmoviliza el cuello. La íntima le lleva unos bombones rellenos de cereza, refrescos de uva y el periódico con la noticia más relevante de la semana. Tusi se mete un chocolate en la boca en el momento que el titular de la portada captura su interés: «Policía Nacional arrestó al asesino de homosexuales». Las primeras líneas del artículo dicen: «El inglés Edward Collins es el principal sospechoso de matar a cuatro homosexuales y transexuales. El agresor emboscaba a sus víctimas en gasolineras y parque públicos. La última fue identificada como Francisco José Núñez, costurero de oficio, su cuerpo fue hallado en el interior del vehículo de Collins, una furgoneta que conducía para transportar materiales de construcción. De acuerdo al informe forense, el cadáver mostraba signos de violación y más de cinco puñaladas en el pecho, cara y genitales. Por el nivel de ensañamiento… ».
Hay un retrato ampliado del Collins: es un rubio en uniforme de repartidor. MariTusi lo reconoce al instante. Sin comentarle nada a Deisy sigue leyendo la crónica.