El señor de La Palma
La chalana me dejó en un muelle al lado de un barco que transportaba maquinaria. Me puse la mochila al hombro y el encargado me dijo que tuviera cuidado: el culto de El Señor de La Palma se había extendido por la zona y los trabajadores de la empacadora y la plantación eran su base. Le dije que no se preocupara, lo único que quería era perderme de la ciudad por un tiempo. Por supuesto, no le conté mis razones. Sentí un viento frío en el pecho, un desánimo.
En un galpón descargaban cajas; oriné junto a un basurero florecido de bananas podridas. Un joven me pidió que me fuera de la propiedad privada y amenazó con soltar a los perros. Le dije que era empleado nuevo y le mostré mi contrato. Sacó una hoja del bolsillo, revisó una lista de nombres. Me hizo firmar un papel y me señaló el camino.
—Le tomará unos veinte minutos. Es pantanoso, espero que haya traído protección, los mosquitos son feroces.
Al menos había dejado de llover.
Los cuartos de los empleados de la empacadora eran conejeras mugrosas de dos metros por cinco. Debía haber alrededor de ochenta, uno al lado del otro formando un rectángulo en torno a una cancha de fútbol de cemento. Algunos tenían la ventana abierta y permitían ver una cama, una cocinita o un anafe, ropa apilada contra la pared; sobre los tablones disfrazados de estantes hacían equilibrio cajas de detergente, botellas de refresco, muñecas de ojos como túneles al centro de la tierra. Cada cuarto tenía un número pintado en la pared; a mí me tocó el veintinueve.
Estaba agotado y con los pantalones embarrados por la caminata; la humedad me maniataba y el aire era un bloque sólido. Un niño de mocos chorreados se asomó por la ventana del cuarto de al lado y me preguntó si quería ver sus pescados; antes de que le respondiera sacó un bagre de un balde de agua marrón. Me ofreció agarrarlo pero me negué. Su madre lo jaló adentro y lo riñó.
La zona de los cuartos estaba rodeada por canales de irrigación y de drenaje. Más allá de los canales y entre las palmeras podían verse las piscinas con hielo donde se enfriaban las bananas, el galpón donde se las empacaba, el sendero que conducía a la plantación. Por las ventanas del galpón se esmeraba un grupo de trabajadores enguantados con la boca cubierta por un barbijo y las mejillas hinchadas por la coca. Quería perderme en un trabajo así, aprender de una vez mi lección.
Un rectángulo de latón me dio la bienvenida a la entrada del galpón, al lado de una antena satelital; allí se veía el dibujo de un indígena con casco de astronauta, montado sobre un asiento y con cinturón de seguridad, en un cohete del cual salía humo por sus escapes. ORACIÓN POR EL SEÑOR DE LA PALMA, leí en la parte inferior.
El capataz, un gordo con machete a la cintura, me extendió la mano sin sacarse los guantes. Se presentó como Rosendo y llamó a Luisa de un silbido. Ella estaba más flaca que la última vez pero con la efervescencia de siempre. Se había teñido el cabello y las puntas brillaban, blancas de tan rubias. Llevaba incongruentes zapatos rojos de taco alto y un vestido pegado al cuerpo. Le agradecí que me hubiera dado una oportunidad.
—Para eso están los amigos. Cuando me dijeron de tus problemas no lo pensé dos veces. Tú trabaja unas semanas bien humilde y yo ya veré de hacerte ascender. Este es un lugar bien aislado, nadie te va a molestar aquí.
—Con lo que me des me las arreglo. Te puedo contar bien lo que pasó.
—No es necesario. El Señor de La Palma está para momentos así.
Rosendo me explicó los pasos a seguir. Los racimos llegaban desde las plantaciones a través de cablevías. Se descargaban sobre cintas corredizas, donde se separaban los racimos de acuerdo a las calidades, y se los colocaba en cajas. Los trabajadores terminaban a las seis. A las siete se servía la cena y podían irse a sus cuartos y estar listos a las seis de la mañana del día siguiente. Eran casi doce horas de trabajo, y eso que el contrato especificaba ocho. Preferí no decir nada. Solo quería que los que me estaban buscando en Cochabamba me perdieran la pista.
Apenas dieron las seis los trabajadores se sacaron sus barbijos y hablaron a gritos mientras revisaban sus celulares. Casi todos festejaban alguna noticia y rompían en aplausos. Luisa me llevó fuera y me explicó el secreto del lugar: don Waltiño, el dueño de la plantación y empacadora El Señor de La Palma, había convencido a los trabajadores de que invirtieran su jornal diario en la compra y venta de una moneda virtual creada por él, bautizada como Bitllete. La moneda no paraba de subir; al ritmo que iba, en setenta días uno podía maximizar su inversión en un 300%.
—Yo ya tengo diez mil dólares. Llego a treinta y me marcho. Es bien seguro, sobre todo para los promotores, los que colaboramos con don Waltiño. A eso apuntarás.
—No sé, Luisa. No me interesa el dinero fácil. Solo quiero desconectarme por un tiempo. Yo más que feliz con que me den techo y algo de comer por un par de semanas.
—Esto no es dinero fácil, Valentín. Bueno, tú verás.
En torno a la cancha y cerca de los cuartos y del quiosco los trabajadores se obnubilaban con sus celulares: rectángulos que se encendían en la penumbra, fuegos digitales en la floresta. La app actualizaba a cada segundo el resultado de sus inversiones a base de notificaciones y sonidos: alarmas, campanas, bocinas, radares. Ellos no recibían su jornal, todo se convertía a moneda electrónica.
—¿Y no me pueden pagar en efectivo? Necesito el dinero, solo me quedan cien bolivianos y las deudas me están acogotando. He llegado hasta aquí con mis últimos ahorros.
Luisa movió las aletas de la nariz como si olfateara a un animal extraño.
—Don Waltiño quiere que todos seamos emprendedores y estemos dispuestos al riesgo de la inversión. No acepta a los que se contentan con su sueldito. Tu contrato es por un mes, ¿no? Si en dos semanas no te convence, te vas. Pero seguro querrás quedarte. Las malas lenguas dicen que nadie se puede ir de aquí y es al revés. Hay que espantar con palos a tantos solicitantes. Te pagaremos diez Bitlletes al día.
Luisa transmitía su fe. Yo ya no creía en resultados rápidos, me había salido mal todas las veces que quise tomar atajos, pero tampoco tenía ánimo para discutirle.
Tuve ganas de mandarle un mensaje a mamá cuando llegué al cuarto pero no me animé.
Por la noche Luisa me llevó a conocer su casita. Se daba lujos: baño propio, sala y cocina, una malla mosquitera tenaz en las ventanas. Afiches de la compañía empapelaban las paredes, y sobre una mesa se acumulaban carpetas, lapiceros y cuadernos en los que brillaba el rostro rubicundo de don Waltiño. Se decían muchas cosas de él, un modelo de éxito empresarial nacido en una población cercana a Chimoré; alguna vez fue tan poderoso que según la leyenda le llegó a dar un sopapo al presidente, cuando este encareció las tarifas de exportación de productos comestibles a la Argentina. No dabas un peso cuando lo veías gordito, petiso y con papada, pero llegó a tener quinientas hectáreas de plantaciones en el Chapare y a exportar un millón de cajas al año. Luego vino la presión del gobierno y debió cerrar la empacadora y vender buena parte de sus propiedades. Algunos decían que se fue a Miami, otros a Buenos Aires o San Pablo. Regresó un tiempo atrás, con un nombre pretencioso para la compañía —El Señor de La Palma— y un proyecto que atrajo a muchas familias de la zona, que llegaban a darle sus ahorros con tal de ser parte de este.
—Recibo un diez por ciento del sueldo de cada trabajador que consiga —dijo Luisa—. No está mal, pero lo otro es más importante. La filosofía. Porque es una filosofía de vida. Me cambió la vida y espero que te la cambie a ti. Don Waltiño es un ídolo. Me mima y me apoya. Agarré al vuelo la oportunidad que me dio y aquí me tienes, metida en el bisnes.
—Allá afuera la gente cree que es un culto. Una religión.
—Es todo a la vez, Valentín. Queremos que la gente se desarrolle. Proyectarse en el mundo de los negocios es hacer que le vaya bien a tu familia y a la comunidad. Lo individual, el personal branding, es muy importante. Una vez que le agarres la maña te encantará.
Le dije que mi celular no tenía tanta memoria para la app de la compañía; sacó de un cajón un modelo chino, con una carcasa roja en la que se recortaba el perfil de don Waltiño.
—Un regalo —sonrió—. El mismo para todos.
Dada mi situación, no quise darle mi correo ni mis datos; me explicó que todas las transacciones estaban encriptadas y que no había ningún problema de seguridad. De todos modos, aceptó que le diera un nombre y datos falsos. Con ese nombre podría cambiar directo con ella mi moneda electrónica en dinero real.
Personal branding, repetí al salir. Las cosas que uno escuchaba.
Después de la cena me tendí en mi camastro. Estaba tan cansado que ni los mosquitos me espantaron y al rato roncaba. El ruido de una avioneta me despertó a eso de las cuatro de la mañana. Fumigaban en la oscuridad.
No pude volver a dormir. Se me quedó dando vueltas la cara de Luisa y la de los trabajadores contemplando sus celulares.
Revisé los periódicos de Cochabamba, sorprendido por la velocidad de la conexión a internet. Hablaban de la inmobiliaria quebrada, del negociado con los terrenos en Pacata Alta, del personal fugado. No se sabía mucho más. Por ahí aparecía mi nombre.
En el momento en que estalló el lío había pensado en presentarme a la policía, explicarles que era apenas el que mostraba los terrenos a los interesados y no sabía nada de las maniobras de mis jefes. Un amigo me hizo ver que los ánimos enrabietados no entenderían de razones. Además, ¿no había vivido muy bien esos meses gracias a las comisiones, puro whisky caro y puteros?
Salí en busca de la letrina y me golpeó la humedad. Los mosquitos habían dibujado ronchas en mis piernas. Las estrellas respiraban. Un murciélago aleteó cerca de mi cabeza, un perro ladró furioso cuando encendí la linterna.
Volví al cuarto. Mi vecina lloraba.
Ay, Luisa, tan fiel a sí misma. Así de acelerada era cuando la conocí en la universidad. Por eso no aguantó el ritmo local y se fue al Brasil antes de terminar el segundo semestre. Pensé en nuestros destinos contrariados o no tanto, porque al final yo tampoco acepté vivir de un sueldito.
Debía partir apenas pudiera. Dos semanas, me prometí. Haría como que me interesaba para que Luisa me dejara tranquilo, y retomaría el plan original de ir a Santa Cruz.
Abrí la app en mi celular. En la sección dedicada a mi cuenta el cero palpitaba en la pantalla, grande y amarillo.
Mi primer turno fue por la mañana, después del desayuno. Los racimos llegaban recubiertos en plásticos en los cablevías; yo eliminaba las bananas que estaban con manchas, fumigaba las que quedaban y las dejaba sobre la plancha corrediza para que otro trabajador las metiera a la caja. Un trabajo mecánico, que me adormilaba en la rutina y me hacía sentir como si solo hubiera venido a la Tierra para hacer esos movimientos. Me entregué a esa verdad con furia. Debía aquietar mis aspiraciones.
Hablé con Rosendo y le dije que el contrato decía ocho horas al día, como indicaba la ley. Me dijo que me quejara con don Waltiño.
—¿Y cuándo viene?
—Lo verá muy pronto, de una forma u otra.
Por la tarde me descubrí contando los minutos para las seis. Cerraba los ojos y veía un resplandor en el galpón, una aureola en torno a las bananas. Quizás el brillo de la floresta se esparcía por la empacadora. O puede que fuera yo nomás, tan impresionable siempre.
Revisé mi celular a las seis. No tenía diez Bitlletes sino doce.
Mi vecina de cuarto se me acercó para mostrarme sus ganancias con los Bitlletes. Rita venía de una comunidad ayorea cercana. Su marido se había ido a trabajar a las plantaciones de coca. Acumuló buen dinero desde que estaba en la empacadora pero el no tenerlo en sus manos la ponía nerviosa.
—Está igual que yo —le dije—. Tal vez si reunimos a otra gente podríamos ir a quejarnos y que nos paguen en efectivo.
—Ay, no sé —se golpeó la frente, espantó un mosquito—. Respeto mucho a don Waltiño.
—Una cosa no quita la otra. Yo creo que Luisa nos escucharía.
—No solo es eso. Si fuera solo la plata sería diferente. Esta es como una gran familia y hay que acostumbrarse nomás. Y mi marido, hace meses que no sé nada de él.
Ella había firmado un contrato por un año. Solo después de ese tiempo podía hacer efectivos sus Bitlletes. Igual, no estaba segura de irse cuando se cumpliera el plazo. Su comunidad iba desapareciendo, algunos se iban a las ciudades, otros a los cultivos de coca. Esta era su casa ahora. Su hijo y ella tenían techo y comida. Se persignó como si se arrepintiera de sus dudas, como si tuviera miedo de haber sido escuchada.
Me hubiera encantado tener su fe en El Señor de la Palma.
Al menos había doce Bitlletes en mi cuenta.
*
El primer domingo pensé pasarlo en Puerto Villarroel o Ivirgazama, pero Luisa me dijo que nos esperaba una sorpresa después del almuerzo y me convenía quedarme. Nadie salió de los terrenos de la compañía. Algunos incluso fueron por la mañana a trabajar a la empacadora y a la plantación.
A eso de las tres la gente comenzó a juntarse en torno a la cancha de fútbol. Los trabajadores charlaban y reían entusiasmados. Rita estaba con su hijo, que le apretujaba la falda como si ella se fuera a escapar. Puse mi mano sobre la cabeza del niño, alboroté su pelo. El chiquillo me dijo que me podía vender un bagre. Le dije que sí y que se lo debería. Entonces no, dijo.
El sol quemaba y busqué la sombra. Las ramas de un árbol sobre mi cabeza alteraron su forma, escuché chillidos y me inventé a un par de monos juguetones en el follaje. De lejos vino el gruñido de un chancho de monte.
Luisa y Pedro se acercaron a un arco. Ella llevaba colgado de una mano un proyector de metal plateado, él cargaba un taburete; Luisa colocó el proyector sobre el taburete y lo encendió. De inmediato apareció en medio de la cancha el holograma de don Waltiño. Era de mi tamaño y emitía un fulgor anaranjado, a ratos tembloroso, como si no estuviera seguro de su presencia y buscara desaparecer. Hubo gritos y aplausos.
—Bienvenido, don Waltiño —dijo Luisa después de pedir silencio—. Muchísimas gracias por su visita.
—Ser emprendedor es bueno —dijo don Waltiño con una voz vibrante que no provenía de sus labios sino que parecía irradiarse desde todos los rincones de la cancha, como si se tratara del martillo de Dios—. Hay que pensar en grande, eso es lo que hace El Señor de La Palma. Yo comencé de abajo, empacando tres cajas de banano y viajando a Villazón en busca de compradores. Es el único camino para salir de la pobreza, trabajar y generar riqueza.
—Todos estamos en eso aquí, don Waltiño. Trabajando duro de sol a sol.
—No se olviden de que soy uno de ustedes. Llevo banana en la sangre. Mis primeros recuerdos son de bananas y camiones. Mis padres vivían en el valle alto cultivando papa y criando ovejas, y en el invierno se venían al Chapare a recolectar bananos y naranjas para vender en Punata. Sé que con solo la banana puede tomar mucho tiempo alcanzar a lo que he llegado. Por eso he creado este sistema de inversiones.
—Todos estamos muy felices, don Waltiño, viendo cómo nuestro dinero crece sin parar minuto a minuto.
—Yo solo quiero darles un punto de partida. En algunos meses se irán con su capital a invertir en otros negocios y vendrán otros en su lugar. Trabajarán duro y tendrán su recompensa.
Don Waltiño hacía como que nos observaba fijamente mientras se movía de izquierda a derecha. Habló durante unos diez minutos, frases cortas como sacadas de galletas chinas, estribillos fáciles de memorizar, hasta que de pronto dijo:
—No se olviden de que soy uno de ustedes. Llevo banana en la sangre. Mis primeros recuerdos son de bananas y camiones...
Luisa apretó un botón del proyector y don Waltiño desapareció. Un runrún de alborozo se esparció por la empacadora. La felicité por un show tan bien montado.
—No me gustó el error final. No suele ocurrir.
La acompañé a guardar el proyector a un depósito.
El lunes por la noche revisé la app. En tres días de trabajo debía tener treinta Bitlletes, pero la suma alcanzaba a cuarenta y uno.
Quería alejar de mi cabeza al Señor de La Palma pero no podía. Vivir en la empacadora era trabajar el turno diario y después ponerse a revisar el celular hasta que llegara la hora de dormir. En la app de la compañía también anidaban juegos como el blackjack y tragamonedas virtuales donde uno podía usar sus Bitlletes: un circuito cerrado para gastar todo lo ganado. Rita me contó que su hijo le había hecho perder harta plata en esos juegos.
A veces se me cerraban los ojos con el celular en la mano.
Por las noches me reunía con algunos trabajadores a jugar a las cartas en una mesa cerca del quiosco. Doña Nancy, la encargada, nos fiaba refresco, fósforos, galletas, repelente, coca y papel higiénico. Las mujeres se abanicaban para ahuyentar a los mosquitos, los niños jugaban cerca del canal de riego.
El siguiente domingo por la tarde volvimos a juntarnos en torno a la cancha para ver a don Waltiño. Para el cumpleaños de Luisa, días después, apareció el holograma de Maná, su grupo de música favorito. Pensé que ni en el infierno uno podría escaparse de escuchar a Maná.
Barajaba las cartas mientras coqueaba.
Días después Rita me mostró una noticia en internet de una estafa con moneda electrónica en La Paz. ¿No nos estaríamos metiendo en un lío? Le dije que hablaría con Luisa. Ella me respondió ofendida que don Waltiño era un empresario respetado. Con esas mismas palabras tranquilicé a mi vecina.
Sería irónico, pensé, recibir de mi propia medicina. Me consolé diciendo que al menos no había invertido nada.
Soñaba con don Waltiño. Parecía más real en mis sueños.
Transcurrieron dos semanas. No me gustaba el trabajo ni el aislamiento, pero el dinero se acumulaba en la app. Si las proyecciones de Luisa no fallaban, a fin de año tendría dinero no solo para cubrir mis deudas, incluso me quedaría algo extra. No había querido nada de eso, tampoco iba a ser tan tonto como para oponerme.
Eran cuatro meses hasta diciembre. Decidí que llegaría al mes antes de tomar una decisión.
Una noche Luisa me invitó a su casita. Quería mostrarme algo. Agotado después de un día largo frente a la cinta corrediza, quise pasarlo para el día siguiente, pero la vi tan emocionada que no me animé a decirle nada.
Me recibió con las cortinas corridas y la sala en penumbras. Un joven se atareaba al lado del sofá conectando el proyector sobre una mesita redonda. El técnico a cargo de la propaganda digital de la compañía había venido a mostrar el nuevo invento. Un upgrade, decía. Me senté en el sillón.
El técnico encendió el proyector y apareció don Waltiño. De cerca intimidaba más; su brillo ambarino me hizo pestañear. Se movió por la sala como si la reconociera y se detuvo a medio metro de distancia de donde me encontraba; me sostuvo la mirada con tanta fuerza que terminé por volcarle la cara.
—Buenas noches, Silvia —dijo don Waltiño—. Buenas noches, Valentín.
—Buenas noches, don Waltiño —respondí, olvidándome de que no habría respuesta de su parte, al menos no una espontánea.
—Me alegra que estés aquí —dijo don Waltiño.
La voz me sorprendía desde mis espaldas, me rozaba desde el techo, me emboscaba desde el frente: estaba en todas partes y en ninguna. Me agarré del sofá como cuando me encontraba en un bus y el chofer aceleraba con el precipicio al lado.
—El emprendedurismo es el lenguaje de nuestro tiempo. La inversión es el mejor camino para construir un futuro mejor.
La figura tridimensional se agitó y estuvo a punto de desvanecerse. Su nitidez se borroneó, como si estuviera compuesta de capas de cebolla y hubiera perdido algunas. Volvió a afirmarse, aunque algo pixelada.
—El crecimiento es ilimitado. Podemos competir con cualquiera.
Don Waltiño se alejó de mí. Ahora miraba a Luisa.
—Tenemos que creer en el talento local. Para salir de pobres hay que trabajar e invertir.
—Ahora viene lo bueno —dijo el técnico—. Luisa, acércate a don Waltiño.
Luisa le hizo caso. Él le agarró las manos, como si se dispusiera a bailar con ella. Se escucharon los sones de un vals. Luisa bailó con él por un par de minutos, llevando el paso los dos, rítmicos, sincronizados, como si lo hubieran practicado.
—Qué cosa más rara —comentó emocionada cuando se sentó—. Y a la vez tan natural. No es una persona, pero es como bailar con una persona… Podía sentir cómo me apretaba las manos. Hasta creí que estaba coqueteando conmigo.
—Ahora le toca a usted —el técnico me señaló.
—Ay, no sé. Estos jueguitos no son para mí. Ni con mujeres bailo.
—Lo que ve ahí no es un hombre. Relájese.
Don Waltiño me extendió la mano. Sentí alfilerazos en las palmas, un picor que se extendió por el cuerpo.
—Déme un abrazo, Valentín —dijo don Waltiño.
Le hice caso pensando que se escurriría entre mis brazos. No se trataba de un cuerpo, no del todo, pero tampoco se podía hablar de un espejismo; era como abrazar una sustancia gelatinosa. Una sustancia que pasaba corriente y transmitía calor, emoción.
Bailamos un par de minutos sin coordinación alguna. Yo sudaba.
—Valentín, Luisa, ya saben, emprendan, emprendan —dijo don Waltiño cuando nos separamos, agitando una mano como si saludara al público—. Buenas noches, buenas noches.
La figura se quedó quieta, con un rictus de sorpresa en la cara. Le pedí al técnico que apagara el proyector. Don Waltiño desapareció.
—La gente se está cansando del holograma fijo —dijo el técnico—. Estamos experimentando con uno capaz de interactuar con el público. La versión original gringa es muy cara. Pirateamos como locos, también hay que meterle maña.
—Muy convincente —dije—. Tanto, que asusta.
—Que no te asuste —sonrió Silvia—. Don Waltiño es un osito de peluche en cualquiera de las versiones.
—Por ahora es capaz de mantener conversaciones simples —dijo el técnico—. Programaremos más variedades de respuesta. Lo mismo con los gestos, los movimientos. Queremos hacerlo más cachetón, más gordito, un poco más alto, eso proyecta autoridad. Son algoritmos poderosos, dan para mucho.
—Eso sería lo máximo —dijo Luisa.
—Por supuesto. Tendremos al Señor de La Palma para rato.
Me levanté del sillón y me despedí de los dos.
Durante la semana se me ocurrió que don Waltiño no estaba vivo: en internet no encontré entrevistas recientes. También pensé que sí existía pero no había vuelto al país, atemorizado por el gobierno, y un holograma lo reemplazaba. O quizás una compañía que no tenía nada que ver con él se aprovechaba de que se había convertido en un símbolo del triunfo empresarial y usaba su imagen sin su permiso.
Me animé a llamar a un primo y él me sugirió volver a Cochabamba y enfrentarme a las acusaciones.
Soñé que Luisa era un holograma y que yo era un holograma. Soñé que la empacadora era un holograma.
*
Un sábado por la tarde me aparecí en la casita de Luisa; esperé que dejara de revisar un programa que le acababa de llegar para el proyector y le dije que se había cumplido un mes y quería marcharme. Ella siguió escribiendo en su celular, como si no me hubiera escuchado. Lo hacía con rapidez, un talento que yo no tenía.
—A don Waltiño esto no le va a gustar nada —cruzó las manos sobre el pecho, enroscó un dedo entre sus rizos. Su mirada me hizo retroceder hasta la puerta. Le pedí entre tartamudeos que me diera el equivalente a mis Bitlletes en efectivo. Se negó a hacerlo y, sin levantar la voz, me pidió que le devolviera el celular.
—Luisa, tú sabías… Habíamos quedado…
—El Señor de la Palma te ayudó en tu peor momento —se levantó y me encaró—. Volverás a dar tumbos de trabajo en trabajo. Y la policía… una llamada y listo. Pensalo bien. No se trata solo de ti sino de todos nosotros. De mí. Estoy tratando de ser una mejor persona. No me puedo equivocar con las contrataciones. Don Waltiño dice que hay que ver el alma de cada uno para descubrir si uno quiere triunfar en la vida. Y yo te vi, Valentín. Hace mucho que te vi.
Preferí no discutir. Tiré el celular sobre la mesa y salí de la casita.
Rita preparaba masaco en su cuarto; su hijo veía dibujos animados en un iPad. Le dije que había venido a despedirme y la animé a irse conmigo. Le advertí que le iría mal si se quedaba. Me preguntó cuándo me iba. Ahora mismo. Lo pensaré, dijo.
Apenas salí del cuarto la vi dirigirse a la casita de Luisa.
Rosendo me tocó la puerta y amenazó con soltarme a los perros. Rita miraba al suelo parada junto a la ventana de su cuarto. Su hijo me tiró un oso de peluche.
Luisa intentó convencerme de que me quedara. A ratos era amable y me llenaba de promesas de un futuro brillante, otros se ponía amenazante. No escuché sus razones. Metí mis escasas pertenencias a la mochila. Rosendo gritó que debía dejar todo limpio y ordenado y me tiró una escoba. Rita se ofreció a ayudarme y le dije que no se molestara.
Los ladridos de los perros me acompañaron un buen trecho.
En el puerto esperé hasta que pasara una chalana rumbo a Puerto Villarroel. Luisa me envió varios mensajes pero no le contesté. Si mis sospechas eran ciertas, no llamaría a la policía.
Tomé un taxi a Ivirgazama y luego un bus a Santa Cruz con mi último billete de cien. La señal se perdió durante un largo trecho, y cuando regresó quise entrar a la app de la compañía y no pude. Imaginé la cantidad de Bitlletes que me correspondían y que acababa de perder.
En la tele una película de El Santo me entretuvo por un rato.
Pensé en la posibilidad de inventarme un nuevo negocio con la preventa de casas y terrenos. Cuestión de comenzar con un buen slogan, una imagen atractiva.
A la altura de Buenavista logré dormirme y soñé que el hijo de Yesenia me vendía un montón de bagres y yo le pagaba en efectivo.
Este cuento fue publicado originalmente en La vía del futuro (Páginas de Espuma, 2021). El autor lo ha cedido para su difusión en América Latina. Toca la imagen para adquirir el libro en la web de la editorial.