Las coordenadas
Un peladero de chivo es mi casa en medio de la polvareda donde sopla un viento fuerte que sacude los cujíes como esqueletos y sus ramas sueltan ese aroma seco y furioso que parecen remordimientos o venganzas. Nací en ese terraplén infinito donde las cascabeles arrastran penitencias y hacen sonar sus campanitas y buscan en el polvo algo que las justifique ante el hambre y los escarmientos. Mi padre es una imagen imprecisa en el peladero, lo más parecido a un fantasma que se mezcla con el calorón de la tarde. Cada vez que pienso en él pienso en fantasmas, la polvareda está llena de esos bichos, gente invisible que dice uuuuuu y flota por encima del suelo con sus presencias vaporosas. En las noches, cuando me voy al catre que está hecho con troncos de cujíes y cuero de chivo seco, donde las garrapatas son emperatrices, mi padre se me aparece como un jinete sin cabeza o la premonición de un accidente que está a punto de ocurrir. Tengo trece años y juego con mi hermanito al gurrufío y el trompo; un amigo de mi mamá que se quedó en la casa dos o tres días y que nunca más volvimos a ver nos regaló unas metras y también jugamos a eso, o matamos a los pajaritos que hacen nidos en los cujíes con las chinas. Me gusta mucho matar a los pajaritos y verlos caer de los nidos como si fueran mangos maduros, ojalá tuviéramos matas de mango aquí, pero en la casa lo que hay es criadero de chivos. Son tres chivos que tenemos para sacarle leche, y mi mamá hace queso y yo la ayudo con los chivos cuando vuelvo de la escuela, cuando tengo clases en la escuela, porque muchas veces no tengo, y como no me gusta la escuela, entonces me quedo en casa con mi hermanito, las metras y los chivos.
Istúriz salió del campamento a la medianoche y se fue por el sendero con el machete en la mano cortando el gamelote que había crecido con las últimas lluvias. Jamás llovía en aquel monte, pero semanas atrás cayeron varios aguaceros y dejaron todo empantanado. Moriré por segunda vez, pensó, uno debería morir las veces que quiera.
El sendero quedó escondido bajo las ramas de un higuerón que cortaron para hacer la empalizada en la que colgaron los chinchorros, instalaron la cocinita y también una mesa hecha con fibra de palma para hacer las reuniones de estrategia. Habían llegado días atrás y la idea era permanecer muy poco tiempo. Acampar más de cuatro días en el mismo sitio era muy riesgoso.
No todos podían abandonar el campamento. Sus doce años enmontañado en las Sierras de Coro le habían granjeado la confianza de Cisneros, de Gastón y de Chirinos. Además, José Ángel todavía no se recuperaba del balazo en el hombro, y Sebastián tenía que quedarse organizando el programa de lecturas. Su cara de príncipe ilustrado venido de la capital le producía a Istúriz inflamaciones en las agallas. Para él la revolución se hacía con las bolas bien puestas, y no con libritos en idiomas extranjeros. Pero eso nunca se lo dijo a nadie. Lo que sí dijo fue: es cosa de ir y volver, apenas dos o tres días. Quería tranquilizarlos, venían pisándoles los talones y el último enfrentamiento los había dejado a todos con plomo en los nervios. Además, podía aprovechar para ir a Anaco o al Tigre, comprar kerosén, harina P.A.N y unas latas de sardina. La idea de hacer unas arepas con sardina acabó con las sospechas de los que veían al sigiloso Istúriz como un sujeto indescifrable. Llevaban casi tres meses en el monte, yendo de un lado a otro, cada vez más esmirriados, todos en el hueso. Mendibe, por ejemplo, que ya era flaco antes de nacer, parecía un pabilo, una sombra puesta de costado; si el viento le pegaba por el pecho, Mendibe podía salir volando hasta Cumanacoa.
A las tres en punto Istúriz salió por el sendero y dejó atrás a Gilberto, a Contreras, al comandante Chirinos, a Simona, a Gastón, a Cipriano, a Ramiro, a Jesús, a Renato, a José Ángel, y otros más. Empuñaba el machete con tanta fuerza que pronto le dolerían las articulaciones. Cuando ya no lo necesitó, enterró el arma en el suelo pantanoso como si enterrara su destino. Morir es algo tan sencillo, pensó, debería ser más complicado.
Fue una caminata extenuante, bastante larga, con una opaca luna menguante que apenas sugería la dirección correcta, aunque Istúriz conocía esos caminos como el sucio de sus uñas y podía recorrerlos con los ojos tapados si hubiera querido.
Mientras andaba, pasaron por su cabeza imágenes de su pasado: las tardes en las afueras de Coro encandiladas por un sol de fuego; los chivos mordisqueando en el basural que rodeaba la casa; su madre poniendo a secar unos trapos encima de las alambradas, y él y su hermanito semidesnudos, envueltos en la polvareda. Las imágenes se empantanaban en su memoria con la misma densidad del barro que pisaba.
Los hombres llegaron por la parte de atrás, eran cuatro, estaban armados con unos fusiles enormes y viejos, y cargaban en sus hombros mochilas sucias y llevaban cantimploras y telas amarradas a los cinturones, que eran gruesos, y los que colgaban machetes y cuchillos. Estaban vestidos con uniformes verdes, casi marrones, y sobre sus cabezas tenían sombreros que parecían paraguas rotos. No era la primera vez que venían, semanas atrás habían llegado por la noche y estuvieron hablando con mamá y se habían llevado unos quesos que ella tenía para vender en el mercado. Otra vez también aparecieron, y ella les había dicho algo en silencio que yo no escuché, y cuando le pregunté quiénes eran y qué había pasado, mi mamá me dijo que esos hombres luchaban contra el hambre y que sus armas eran las esperanzas de salir del desierto en el que vivíamos. Pero ahora, la tercera vez que vinieron, mamá no tenía queso y los chivos estaban enfermos y mi hermanito tenía fiebre y uno de los hombres se acercó a mí y me dijo cómo has crecido, estás grande y fuerte, y me agarró de uno de mis brazos y lo apretó con fuerza como queriendo saber qué tan duros tenía los músculos, y yo apreté bien fuerte el brazo para poner duros los músculos, y le pregunté por uno de los fusiles, que si lo podía tener en mi manos y el hombre se lo sacó de encima y me dio aquel fusil que pesaba mucho, me indicó cómo encajarlo en el hombro y cómo mirar desde atrás para apuntar, pum pum pum, dije, como pegándole a los pajaritos de los cujíes mientras mi mamá estaba viéndonos desde la puerta, parada con mi hermanito, esperando a que le bajara la fiebre. Después el hombre me dijo, este fusil es para combatir injusticias, los plomos de este bicho son los de nuestra libertad. Luego se fueron, desaparecieron como fantasmas en la polvareda, y yo ese día tuve que salir a comprar comida para los chivos y en el camino disparé con mi fusil imaginario a las copas de los cujíes.
Después de siete horas de caminata, Istúriz llegó al pueblo. Apareció en la plaza como un zorro escapado de un gallinero, como una sombra en medio de las tinieblas. A esa hora flotaba una neblina tan espesa y oscura como el petróleo que sacaban las cigüeñas de la mesa de Guanipa. Había acordado con López Pinto verse en la plaza, justo donde estaba la cabina telefónica. Sacó la moneda que tenía en el bolsillo, reservada para hacer la llamada, donde también estaba el papelito escrito a lápiz con las coordenadas.
—Aló —dijo López Pinto del otro lado.
—Soy yo. Estoy aquí.
Y eso fue todo.
López Pinto le dijo que un Jeep azul pasaría a buscarlo. Que no se moviera de ahí, que se quedara como una estatua, quietecito, y lo invitó a respirar el aire limpio de la mañana, el aire nuevo de la libertad. Pero al llenar sus pulmones, Istúriz tuvo un intenso ataque de tos.
Después de unos interminables quince minutos en los que volvió a pensar en su segunda muerte y a visitar los paisajes de su infancia interrumpida, vio aparecer delante del sol que apenas comenzaba a rayar por encima del campanario de la iglesia, un CJ5 color cobalto. El copiloto, un tipo con unos lentes oscuros que nunca se los quitó, abrió la puerta del Jeep, Istúriz trepó por encima de los asientos delanteros y terminó ocupando la parte de atrás.
El viaje fue en silencio. La radio estaba encendida y se escuchaba el jjjrrrsss de la onda corta o indicaciones de la Comandancia: blanco cuatro llegando informe seis siete si está por la zona… Un cuarenta y cuatro en la subida a Pueblo Nuevo se precisa informe, y cosas así. Con frecuencia el copiloto lo miraba durante unos segundos sin decir nada, como constatando que él fuera él, Istúriz, y no algún otro maldito guerrillero. No había forma de comprobarlo, salvo por la cara sucia, los pómulos hundidos y esa mirada como de roedor asustado.
Diez minutos les tomó llegar a un edificio gris de tres pisos. El copiloto bajó para abrir un portón de hierro y entraron a un patio bastante amplio. Bajaron del vehículo y caminaron hacia unas escaleras que estaban al fondo. Istúriz siempre escoltado por aquellos dos tipos.
Subieron por escaleras hasta un segundo piso, tomaron un pasillo a la derecha y se detuvieron en la tercera puerta. Desde adentro se escuchó un adelante y entraron primero el piloto, luego Istúriz y detrás el copiloto a un salón muy iluminado, con un montón de escritorios de metal gris y las paredes pintadas de un color celeste percudido.
La última vez que los hombres vinieron a casa yo me fui con ellos. Era muy temprano. Yo estaba todavía en la cama y escuché a mi mamá hablando con alguien afuera y las palabras que decían se me confundieron con el sueño que estaba soñando, que era como una película, yo estaba con mi hermanito en medio de los médanos, y el sol era muy fuerte y los dos caminábamos y el viento nos empujaba durísimo, yo lo tenía agarrado de la mano, él me miraba a los ojos, él no miraba el camino, me miraba a mí, y alrededor de nosotros lo que había era arena que el viento ponía a volar y nos daba latigazos en los brazos y en la cara, y entonces apareció la cascabel en medio del camino, era una bicha enorme, del tamaño de un caimán, que se paró frente a nosotros y nos dijo: tengo hambre, por eso hago sonar mis campanitas, y acercó su cabezota hasta rozar nuestras caras y pude ver sus ojos grandes y rojos y su lengua parecía una culebra más chiquita metida dentro de su boca de culebra grande, y mi hermanito comenzó a llorar, y me apretó más fuerte la mano y al instante la cascabel desapareció y vino una tormenta de arena, no veíamos nada, todo arena y más arena, hasta que los médanos comenzaron a desaparecer y poco a poco comencé a ver el techo de palma de la casa de donde siempre saltaban cucarachitas y chiripas, y también escuché las voces, primero la de un hombre, gruesa y ahuecada, como si estuviera ronco o con gripe, y también la de otro, más aguda y finita y luego la de mi mamá, muy suave, casi silenciosa, y entonces me paré de la cama. Mi hermanito todavía dormía, estaba en una posición muy incómoda, con las piernas dobladas y el cuello todo torcido, siempre dormía así, descoyuntado, como si lo hubieran pisado en la carretera y estuviera tirado en el pavimento, pero no, así dormía mi hermanito. La puerta estaba abierta y en la cocina olía a café y se estaban quemando unos casabes sobre las hornillas y entonces saqué los casabes y me quemé un poco las manos. Luego salí y ahí estaban los dos hombres y mamá de pie conversando, y detrás de ellos el sol bajito que se metía entre los cujíes y dejaba unas sombras que parecían manos huesudas sobre el suelo. Los hombres eran los mismos del otro día, y tenían sus fusiles colgando de sus hombros y sus cantimploras y sus telas enrolladas, y voltearon a verme, también mi mamá, y me vieron con una mirada rara y triste, yo estaba en calzoncillos y descalzo y me dio vergüenza que me vieran así, con esos calzoncillos llenos de huecos y manchados, pero igual me quedé ahí parado, quizás porque estaba recién despierto y todavía no podía reaccionar, si hubiera estado bien despierto, entraba rapidito y me ponía al menos el pantalón, pero no. Entonces mi mamá se acercó y me dijo ya estás despierto, y me dio un abrazo extraño que no me gustó porque del otro lado estaban los hombres viéndome, no me gusta que la gente me vea cuando mi mamá me abraza, y vi que tenía mi mamá los ojos aguados, y le pregunté qué pasa, y ella volteó hacia los hombres y los hombres gritaron vaya a vestirse, carajito, que nos vamos, y lo dijeron ahora riéndose un poco, pero no era una risa de alegría, y mi mamá se rio también pero con lágrimas en los ojos, y empezó a soplar el viento que a esa hora siempre sopla, y vi nuestras ropas agitándose encima de la alambrada y vi los tres chivos como congelados, inmóviles, en medio de la polvareda, y también vi el gurrufío tirado en el piso y un poco más allá el trompo entre la basura, y también estaban las metras, justo un rayito de sol les daba de frente y las hacía brillar, parecían estrellas regadas por el piso, como caídas del mismísimo cielo, y entonces mi mamá me dijo, sí hijo, vaya a vestirse, hágale caso a los señores.
En el salón había unas diez personas, todos hombres salvo una mujer de pelo muy corto que hablaba por teléfono. Sobre los escritorios había papeles, documentos y mapas, y al fondo, justo debajo de un enorme plano desplegado contra una de las paredes, López Pinto sentado en la única silla giratoria con sonrisa de oreja a oreja. El comisario vestía una guayabera gris, lentes de pasta y barba arreglada. Las canas apenas se le dibujaban en las patillas.
—Ajá —dijo López Pinto—, llegó nuestro amigo del monte.
Istúriz no se había dado cuenta de que estaba completamente sucio, sus botas dejaron huellas de barro en el piso de granito y sus brazos parecían, en comparación con los de todos esos señores, los de un mandril.
—Pase al baño y sáquese la mugre —dijo López Pinto.
Uno de los hombres le indicó el camino hasta una puerta de metal color crema. Istúriz giró la manija, encendió la luz y cerró desde adentro.
Se miró en el espejo. Estaba sudado, unas gotas grises y espesas, como de mercurio, bajaban de su frente y cruzaban su cara. Tenía manchas de tierra en las mejillas que, con el goteo del sudor, se desteñían. Su cara parecía la de un garimpeiro. Sus ojos apagados y amarillentos, y debajo de ellos un par de sombras que sostenían la mirada como si flotara en un charco.
Se lavó con agua y jabón. Sintió la fragancia de lavanda y recordó el olor de los cariaquitos morados que había en los Changurriales. Se secó muy lentamente y escondió su cara detrás del pedazo de toalla color cemento. Los remordimientos trepaban hacia su garganta como sanguijuelas que jamás se sacaría de encima; un burbujeo que quedaría en su estómago para siempre. Desapareció la suciedad de su cara, pero sus ojos continuaron idénticos, como si miraran hacia atrás, como si estuvieran en la montaña. Ellos quedarán allá, pensó, yo no quedaré en ninguna parte. Tragó saliva. En realidad tragó años, vidas, cuerpos enteros. Tiró la toalla al piso y salió arreglándose la barba y peinándose los rulos con las manos.
—Ajá, ahora es otra persona, un ciudadano —dijo López Pinto—. La montaña los deja como animales.
¿Era cierto lo que decía el Comisario? A partir de ahora todo lo que decía López Pinto lo era. Todo lo que salía de su boca era cierto como un teorema. Sus palabras comenzaban a obrar en Istúriz como un extraño antídoto, un veneno que anula el efecto de otro veneno; el que traía consigo.
El Comisario le acercó una silla justo frente a él. Istúriz se sentó y al instante sintió que su cuerpo era más pesado que antes, como si hubiera de golpe duplicado sus sesenta kilos.
El resto de los hombres lo rodearon en círculo. Parecía una asamblea, todos con camisas azul celeste.
—¿Un cafecito? —dijo López Pinto, y ordenó con un movimiento de quijada a la mujer de pelo corto que no soltaba el teléfono—. ¿Con leche?
El ofrecimiento del café con leche le hizo agua la boca.
—Tráigale también unos pastelitos, unos cachitos.
—Gracias —murmuró Istúriz, y pronto vio ante sus ojos una bandeja llena de delicias que devoró como si hubiera vuelto de un naufragio. Pero el naufragio no lo había dejado atrás, estaba dentro de él.
—Los hacen pasar hambre, los tratan como bestias, es una gran injusticia —dijo el Comisario al resto de sus subordinados que estaban parados con los brazos cruzados como estatuas. Se escucharon risas.
—Coma, coma —dijo López Pinto—. ¡Más café, traiga más café, y azúcar, coño!
Ya eran las nueve de la mañana y por la ventana entraba una luz cálida y suave. Sin embargo, en el salón se respiraba un aire pesado, como si todos esos cuerpos hubieran estado transpirando allí la noche entera.
—Méndez —ordenó López Pinto—, llame a Uzcátegui, dígale que la cosa marcha.
—Ya está al tanto, comisario —respondió la mujer.
—Ah, eres la mejor de todas, tan profesional —dijo con galantería, y luego se puso de pie y empezó a caminar mirando por la ventana y volviéndose cada tanto hacia Istúriz, que sentía sus dientes traquetear.
—Usted es un héroe, ¿lo sabe? —El comisario le arrojó una mirada que casi lo traspasa—. Usted es una persona valiosa —hizo una pausa y luego continuó—. Si supiera lo que la gente buena de este país le debe… Un héroe, sí, un tipo con las bolas bien puestas que no le tiene miedo a esos sucios, a esos mentirosos… Íntegro, valiente, con convicciones, porque para esto hay que tener convicciones de verdad, no las otras que...
No terminó la frase, movió la cabeza de un lado a otro y luego sacó un bolígrafo de una de las gavetas del escritorio. Apuntó al mapa militar que colgaba de la pared, donde podía verse Santa Lucía, San Joaquín, Macarapana, Chimire, Mesa la Tigra, Cachipo…
—Bueno, se hace tarde —dijo, y ordenó—: Capriles, comuníquese con los muchachos de la base aérea de Maracaibo. Romero, revise que todo esté en orden y confirme a los participantes. Vizquel, llame a Puerto la Cruz para cronometrar todo.
Luego caminó hacia Istúriz y dijo:
—Venga por acá, amigo mío.
Lo tomó delicadamente por un brazo y lo condujo a una pequeña sala adyacente, una especie de lugar de reuniones en el que había un rotafolio, otra mesa gris y cuatro sillas metálicas, una de ellas reclinable. Junto a ellos entró la oficial Méndez, quien se aseguró de cerrar la puerta por dentro.
—Mi estimado —dijo López algo más impaciente, ahora sentado en una silla que crujía con sus movimientos—, hay que actuar rápido; dígame lo que me tiene que decir y terminemos con todo esto.
Méndez se había quedado de pie, al lado del rotafolio, tenía un marcador en sus manos y del cuello le colgaban un par de anteojos como si fuera un collar de espejos.
—¿Y el mapa? —preguntó López Pinto enojado.
Méndez salió como un rayo y volvió a toda velocidad con un mapa idéntico al que estaba en la pared del salón de al lado, pero en pequeña escala.
—Aquí está, comisario —. Y lo dejó en el escritorio.
—Muy bien —dijo López Pinto dirigiéndose a Istúriz, y puso un bolígrafo en sus manos—, por favor indíqueme el lugar exacto.
Istúriz sintió temblores en sus caderas y rodillas. Su cuerpo estaba siendo aplastado, triturados cada uno de sus huesos. Sostuvo el bolígrafo como si hubiera agarrado un cable pelado, sin aislantes, a punto de electrocutarlo. Y sin levantar la vista, mirando fijamente al piso, murmuró:
—A mí me llevaron cuando solo tenía trece años, y me colgaron un fusil en el hombro y me dijeron que había que hacer la…
López lo interrumpió.
—Lo sé, lo sé, yo sé todo eso, amigo mío, yo sé muchas cosas —dijo—. No piense en esa mierda ahora. Piense en el futuro.
Méndez miraba su reloj. Del otro lado de la puerta se escuchaban ruidos, teléfonos que sonaban, gente que iba de un lado a otro, voces. El comisario se incorporó y dijo con una dicción perfecta, modulando cada letra que pronunciaba:
—¿D-ó-n-d-e e-s-t-á-n e-s-o-s c-o-ñ-o-e-m-a-d-r-e-s?
En ese momento la cabeza de Istúriz voló a los Changurriales, a la cocinita de gas con que hacían el desayuno, a la empalizada que él mismo, con esas manos temblorosas, había ayudado a construir, a las cuevas vietnamitas que con su sudor había cavado para protección de todos. Y también vio las prácticas junto con el comandante Chirinos, la estrategia de salida para contingencias, las armas que debían siempre engrasar una y otra vez para que no se encasquillaran, los uniformes roídos por el viento, y esos libros amarillentos y sucios que el bachiller Sebastián cargaba en su mochila y siempre sacaba después del almuerzo para leer en voz alta. Y vio también a Simona, a la Maris, las únicas dos mujeres del campamento, unas tipas que tenían a sus hijos con las abuelas, cerca de Coro una, cerca de la Guaira la otra. Pensó en un instante en esos niños, y también en los hijos de Chirinos, de Rincón, de Mendibe, de Jesús, de Renato. Unos hijos que solo conocía por fotos. Los hijos de toda esa gente que ya no volvería a ver. Gente que de pronto, como si hubiese aparecido un huracán, huyeron delante de sus ojos.
Sacó de su bolsillo el papelito en el que había anotado las coordenadas. Allí estaba la ubicación exacta, latitud y longitud. Era un papelito que estaba completamente arrugado y escrito a lápiz. Un papelito en el que estaba la puerta para otra vida: su segunda muerte. Se lo dio a López así, sin desplegarlo. Se lo entregó como quien entrega algo que ha robado y que debe devolver, algo que había echado raíces en sus riñones y su hígado desde sus trece años. Sintió que unas lágrimas trepaban hacia sus ojos. Pero no eran lágrimas de tristeza. Tampoco de rabia. Tenían un significado secreto, todavía hoy en día Istúriz ignora el significado de esas lágrimas, pero fueron unas lágrimas que nunca salieron de sus ojos.
López Pinto leyó el contenido del papelito en silencio.
—Esto no es un juego, ¿sabe? —dijo amenazante.
—Yo no miento, comisario —dijo Istúriz, y no supo hacer otra cosa que repetir esas tres palabras como una máquina puesta en automático—: Yo no miento, yo no miento, yo no miento.
—Muy bien —dijo López Pinto y transformó su rictus en una mueca exagerada.
—¿Llamo al Coronel? —preguntó Méndez.
El comisario suspiró. Su pecho se infló por encima de la guayabera gris, se reclinó hacia atrás y extendió los brazos como si fuera a golpear su pecho al igual que los chimpancés y los gorilas. Su cara tenía una sonrisa amplia y había un fuerte brillo en sus ojos. Luego se incorporó, volvió a agarrar el papelito y dijo en voz baja, casi sin abrir la boca, entre dientes, para sí mismo:
—Ahora vamos a limpiar toda esta mierda.