Mácula
«Me siento como un kamikaze en una guerra perdida de antemano», decías. Entonces yo no sabía qué responder y apretaba un poco más los nudos buscando el punto de equilibrio en el que un mínimo roce hiciera surgir la sangre. Llevábamos varias sesiones en aquel juego de dominación. Llamarle juego quizás resultase arriesgado, pero no encuentro una denominación mejor para designar una relación biunívoca en la que no hay un guía, un iniciador, alguien que va marcando el camino, sino que el camino va surgiendo irregular como resultado de la propia relación, en este caso se podría decir trófica, en el flujo de ideas y de acciones. Una aproximación intelectual al placer o un abismo abierto a nuestros pies, después de años de tedio y de negación del cansancio que toda relación prolongada en el tiempo propicia.
Cadenas, esposas, máscaras… toda una pléyade de instrumentos en cuero, en metal, en madera forrada de caucho. Y para usar todo eso, tus garras, mis garras, pues, prodigio de la técnica exploratoria, ni tú ni yo teníamos exclusividad de rol, o sea que infringíamos o recibíamos las puniciones con la alternancia propia de los iniciados, de aquellos que todavía no han definido con precisión la arquitectura de la relación sentimental, el punto de equilibrio, la dinámica de flujos y sensaciones. Quizás el equilibrio se construía precisamente ahí, en la alternancia, en los vaivenes, en las ondas de placer experimentado con intermitencia, trufado de dolor, de terror, también de miedo. Sí, también de miedo.
Ya hablé de flujos y alternancias, pero no se entienda esto como una especie de improvisación sin normas, como una entropía total, en la que ningún camino está ni tan siquiera intuido. Por mencionar solo una regla acordada entre nosotros, habíamos definido «la cláusula de las estaciones». Para ello habíamos dividido el año en seis estaciones, pues las cuatro clásicas no estaban ya tan marcadas como otrora, tal vez por culpa del cambio climático. La estación fría comenzaba a finales de octubre y llegaba hasta la segunda quincena de febrero. Se abría entonces un período preprimaveral, pues en estas latitudes los árboles y las flores tan solo despertaban de su letargo durante la segunda mitad de abril. La primavera propiamente dicha llegaba a finales de mayo, con grandes alternancias de frío, lluvia y viento intercaladas con jornadas de un calor sofocante bajo un cielo plúmbeo. La estación caliente solía adoptar un patrón subtropical, de modo que uno se asfixiaba durante el día y al atardecer descargaba con puntualidad de reloj suizo una tormenta épica. No solía extenderse más allá de finales de julio, aunque en algunos años podía llegar hasta la fiesta de San Roque. Después llegaba el verano de transición, donde las temperaturas raramente bajaban de dieciséis grados ni subían de veinticuatro, con una alternancia típica de las ondas de marea, que se extendía desde finales de julio hasta finales de octubre, en donde recomenzaba el ciclo de las estaciones. Lo refiero aquí pues esta división en estaciones sigue lo que nosotros, para entendernos habíamos definido como «los ciclos de las puniciones».
Espejos cóncavos, planos y convexos de formas ovaladas, ochavadas o rectangulares, tapizaban buena parte de las paredes de la sala de castigo, que habíamos acondicionado en el sótano, en un apartado de la gran bodega familiar. La entrada era discreta y no daba pie a pensar el cometido real de aquel cuarto: una puerta de madera gastada por el paso del tiempo, como otras varias puertas de aquel sótano laberíntico, en donde se apilaban toda clase de objetos inútiles, de tarecos de difícil cronología, de restos de la vida errática de las varias generaciones de judíos nómadas. Habíamos decidido que tendríamos tres estaciones de punición para cada uno de nosotros, de modo que la estación fría, la preprimaveral y el verano atrasado serían tus épocas de dominación y, entiéndase, mis épocas de dolor. En los otros tres periodos del total de seis, yo sería el maestro y tú el sumiso.
Yo no, yo no me siento como un kamikaze en una guerra perdida de antemano, sino todo lo contrario, sé que la persistencia en la búsqueda va a conducir inevitablemente al descubrimiento del placer. Lo sé por la experiencia acumulada en estos meses de aventura, de espaldas surcadas por las marcas que deja la tralla, los pellizcos de las pinzas, el ansia que genera la boca bloqueada por una bola roja sujeta por una brida. Lo sé también, pues en el fulgor que precipita el dolor, en el éxtasis que antecede a la desesperación o a la apatía, lamí tus botas, los cordones de cuero, la corcova de tus rodillas justo al lado de la pata de ganso, en los límites del cuádriceps femoral, las ingles donde encamara el sudor de la noche entera, de cuerdas y de fustas, de instrumentos lacerantes, de accesorios metálicos, de lágrimas que tú colectabas en las pulpas de tus dedos para introducirlas en mis labios, a modo de esponja con vinagre, en una reconstrucción simbólica de la pasión del Gólgota.
Lo sé también por los días en los que adopté el rol antagónico, aquellos en los que masacré tus testículos con una cincha de caucho, cuando anudé tu cuerpo con nudos aprendidos en la soledad de las travesías en altamar (ballestrinques, ases de guía, nudos dobles y sencillos), para dejarte indefenso, con los orificios a disposición, con tu sexo accesible para ser sorbido, presionado, exfoliado, lamido una vez más para suavizar el dolor que ascendía rebelde, para penetrar sin aviso con la saliva mojando la mano y ya entonces el miembro entrando en ti mientras tu cuerpo de gusano atravesado por el cordaje se endurecía al instante, en una tracción múltiple, estimulando el placer doble. Mi placer en la penetración de un cuerpo indefenso, tu placer de penetrado que pierde la razón por un instante, que siente como se le nubla la visión, que se le arruga el gesto, que llora en una mezcla indefinida de excitación prostática, de fuego que sube por el espinazo y de dolor intenso en las puertas del intestino, que también asciende, envolviendo en espiral doble la hiedra del placer.
La brutalidad de este instante parece no tener medida, constituyendo así el punto culminante de nuestra historia personal, de los muchos años juntos. Cuando yo hago resonar la tralla, tú sonríes esperando la carne lacerada, el relámpago que comunica los riñones con la base de la cola de caballo, en el interior de la nuca. Cuando yo descargo toda la fuerza, tú contienes lo que de natural sería un grito lancinante, convirtiéndolo en el gorjeo de un pajarico enamorado. Lo mismo acontece, lo sé, cuando eres tú quien usa de la tralla y yo soy el sujeto sumiso que libera un chirleo imperceptible, que admira la precisión de tus gestos de dominación, la alternancia estudiada de los golpes salvajes y de aquellos otros más suaves, que procuran una aproximación afectiva. La admiración funciona así como una especie de morfina, como una droga adictiva que quizás tiene su receptor específico en el tálamo, y si no es así actúa invadiendo uno de estos receptores, pues no hay duda de que la admiración, aún sin alcanzar la categoría de incondicional, produce una sensación de placer, de satisfacción, de equilibrio, solo equiparables a las que producen las endorfinas.
Un amor como el nuestro, renovado por el dolor insidioso, y aunque el sujeto del escarnio sea intermitente, se va a consumir finalmente en cenizas, pues es tan fuerte su expresión violenta, que no hay cuerpo que resista esas alternancias de rol, ese uso creativo de elementos externos al placer, esa tensión constante para espantar el tedio, esa burla cruel, esa insistencia en el desprecio, en la sumisión y la dominación imprevisibles, en esa espera solerte de la venganza. Ese amor nuestro se va quemando, pero mientras tanto, vivimos una vida plena de dedicación y complementariedad, de afecto expresado de las formas más inauditas en las que el afecto pueda expresarse.
Cadenas, esposas, máscaras… toda una pléyade de instrumentos en cuero, en metal, en madera forrada de caucho. Y para usar todo eso, tus garras, mis garras, pues, prodigio de la técnica exploratoria, hemos descubierto los mecanismos íntimos del dolor. Y entonces están esos instantes mayores cuando me dices «no me encuentro bien, amor, preciso pegarte», y yo respondo sin pensarlo dos veces «aquí estoy para eso, amor, ya ves que estoy preparado para dar satisfacción», y es entonces cuando yo te llamo maestro y tú enlazas una retahíla de insultos, de palabras picadas de mala intención, de ácido que quema allí en donde toca. Y pasados unos minutos de punición, sin mediar palabra, tú dices «estuviste magnífico» y yo que voy a decir sino «tú también amor: ¡qué precisión en los trallazos!, ¡qué delicadeza en los pellizcos!, ¡qué bien organizaste las cuerdas, las cadenas, los eslabones elementales que nos unen, esa arquitectura del dolor que hace que tiemblen mis muslos y mi corazón golpee en el pecho con mayor intensidad!»
Como capturados en un remolino de pasión que circula de un cuerpo al otro, en la continuidad de los circuitos, de las mitologías, de las tensiones emocionales, estamos ligados por un eslabón inseparable de modo que sentimos la misma fiebre especular, percibimos la misma ansia duplicada, experimentamos la misma sensación de pertenencia, como si fuéramos un solo cuerpo, o miembros fundadores de una secta de visionarios. Entonces, en estas alternancias, funcionamos como gemelos, como jimaguas, que dirían tus antepasados gallegos instalados en la isla de Cuba por tres generaciones de hambre, poder y hambre.
Hay gente que no lo entiende, que piensan que vivimos infelices, que nos maltratamos, que un día saldremos en la página de sucesos del diario: una tragedia, algo que se veía venir, los vecinos ya habían avisado que con frecuencia se sentían gritos, que había querellas constantes, insultos, vejaciones, palabras mayores. Y entonces habían comenzado a unir los eslabones de una cadena de casualidades, de una sucesión de causalidades, de una estela de anécdotas entrelazadas como las cuentas de un collar de perlas negras. Los ojos cárdenos, los dientes descuadernados, las semanas enteras en las que de modo alternativo alguno de nosotros permanecía recluido en casa, maltrecho, las visitas de nuestro amigo común, el Doctor Román, los remedios, las píldoras y los emplastos que comprábamos en la farmacia, las visitas de gente de baja reputación, quizás proveedores de drogas psicotrópicas —apuntaban—, las palabras pronunciadas en una lengua extraña, y de ahí pasaban a describir con grandes dosis de fabulación los ritos satánicos, las misas negras, el consumo de carne corrupta o las ceremonias con sangre, la música estridente y un sin fin de asunciones, suposiciones, medias verdades, correlaciones espurias… todo mezclado en la asíntota del miedo, en el pavor a lo desconocido, en la negación de la diferencia.
Hay gente que no entiende tampoco que la humillación —aquello que nos transforma en seres menguantes— para ser pura tiene que ser solitaria y, por tanto, nuestra humillación mutua no deja de ser ficticia y no somos más que dos enamorados que se infringen dolor mutuamente para experimentar las lindes del placer, pero cuéntale todo esto a tu madre o a la mía, a tu colega de la oficina, a tu jefe o al responsable de recursos humanos de la empresa en la que trabajas, o a un juez, que en esencia debería representar la equidad total, el equilibrio sin prejuicios, el imperio de la razón, pero que en realidad siempre representan la ideología dominante, el mínimo común denominador, la escala cero de la diferencia, la pasión gregaria y mimética de una sociedad adormecida y triste.
«Me siento como un kamikaze en una guerra perdida de antemano», decías. Entonces yo no sabía qué responder y apretaba un poco más los nudos procurando el punto de equilibrio en el que un mínimo roce hiciera sangre. Llevábamos varias sesiones en aquel juego de dominación. ¡Éramos felices!