Las le(n)guas del destierro
I
Hierba mala, yuyo, engendro.
Forma inoportuna del exilio. Así me llaman, madre, ahora que se deshace el cordón ambivalente y me sumerjo en la palabra mundo. Domino el crecimiento impreciso donde otros esperan la siembra prodigiosa. Me fui lejos de la vida ornamental y exhalo contra el hogar aprendido. Traicioné a todas las generaciones que reposaban en el patio, a sus huesos con olor a naranja y caléndula.
Había bosque afuera: formas desconocidas de la propagación. Resisto sola, en lo silvestre, la estampa vigorosa de lo lejano. Soy cuerpo arvense, madre. Indeseable por la persistencia y el desvío. Extraigo la humedad de los retratos.
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II
Busco su huella en los mapas de California.
La palabra hermano es ahora una imagen rutilando en la geografía inabarcable de la presencia, una señal que avanza en la penumbra para atravesar el sueño advenedizo de los errantes. Furor del éxodo en la astilla. Madre ignora los ecos de los muertos, la reverberación que se oculta en la espesura de cuerpos y retratos como alimentos súbitos del bosque.
Migrante. Foráneo. Extranjero.
Hermano se detiene cerca de un área despoblada. Madre mira la pantalla del teléfono y habita el paréntesis de la inutilidad. Ahora él debe caminar por el desierto, bordear el límite del agua, atravesar el espeso túnel del cansancio. «Traigo la casa a cuestas» —dirá a los oficiales fronterizos— mientras se abre una herida expectante en la boca del destierro.