Marta Sanz
«Chissss». Marta Sanz y pequeñas mujeres rojas: violencia, memoria y lenguaje
«Es fundamental que seamos capaces de hacer travesuras con el lenguaje y decir pequeñas mujeres rojas, y que pequeñas vaya en minúscula. Le pese a quien le pese»
Con un sincero agradecimiento a Marta Sanz.
Por su tiempo, sus palabras y su amabilidad.
Gracias por darnos tanto: ahora
nos toca ser lectores.
«Chissss». Por favor, les pido silencio
Al fondo luce un telón rojo, más rojo que la mano izquierda del diablo. El telón cubre un escenario; no sabemos qué hay (¿otro experimento de Schrödinger?).
No, hay vida, se escuchan murmullos; sí, son dos personas, no, una, porque la otra se ha levantado. ¿Quién se ha quedado? Ni siquiera puedo verlo. ¡Ah! Ya se mueve. ¡Calla, calla!, que va a comenzar (sí, mejor silencio).
El telón se descubre lentamente, poco a poco, con gusto de suspense. Una voz infantil les pide: escuchen despacio.
Salen al escenario dos mujeres y se recogen en la comodidad del atrezo (mire la RAE que respeto sus normas). La más pequeña empuña un libro, lleva unos vaqueros holgados, cómodos. Se sienta con las piernas cruzadas. Desafía el riego sanguíneo. La otra la sobrevuela, la sonríe, la protege.
Me acerco un poco, sin atraer su atención, sin molestarlas, y veo que el libro se titula pequeñas mujeres rojas. La autora es Marta Sanz. Le pregunto a la niña, titubeo: perdone, ¿quién es?
Pues Marta Sanz es una señora de cincuenta y tres años (que cumplió el otro día… Tú ya lo sabes), pero que no renuncia a su condición de niña salvaje que escribe. Creo que eso soy yo. Sigo siendo una niña salvaje que escribe.
Un espectador me recuerda que no estaba en la obra, que me vaya. Yo finjo que no puedo escucharlo y me siento con Marta, la niña salvaje, la mujer adulta, las dos. Me codeo con ellas: Marta, ¿cómo nace pequeñas mujeres rojas?
pequeñas mujeres rojas nace como… como todos los libros que he escrito hasta el momento, nace de los estímulos que a mí me vienen de la realidad, de los estímulos que a mí me vienen de fuera y que entran en contradicción con mi propia manera de pensar o con mi propia manera de sentir. pequeñas mujeres rojas nace de esa especie de nueva situación política, que en realidad no es tan nueva, anterior a la pandemia, donde asisto con… por una parte con estupor y por otra con cierto miedo a ese rebrote de la ultraderecha que yo pensé que no se iba a producir nunca en España, pero que al final ha sido lógico que rebrotara.
Creo que hay cuentas pendientes, heridas abiertas que no hemos sabido cerrar democráticamente con nuestro pasado; y luego, por otro lado, porque estamos en un panorama político, en un panorama económico mundial, global, que propicia este tipo de fórmulas políticas autoritarias, que manejan las posverdades, los bulos, y que son los coletazos más extremos de un neoliberalismo, como decía antes, autoritario. Por una parte, está ese estímulo, que tiene que ver con una realidad absolutamente permeabilizada de pasado, y de pasado mohoso, de pasado malo.
Luego hay otra razón que creo que es, si quieres, más intraliteraria (aunque yo no crea que lo literario se pueda separar de sus contextos), y es que yo tenía la necesidad de clausurar la trilogía del detective Arturo Zarco. Cuando yo escribí Black, black, black, lo hice un poco para denunciar esa rutinización de las novelas negras, esa serialización del lenguaje y de los esquemas retóricos de las novelas negras que lo que hacían era, desde mi punto de vista, neutralizar la posibilidad política de un texto artístico.
Yo tengo una visión de la literatura política y del arte político en general en la que el fondo no se puede separar de la forma, y los textos son políticos porque hablan del precio de las patatas, que es una metáfora que a mí me gusta mucho. Pero al mismo tiempo son políticos porque están planteando maneras de decir que nos obligan a quienes leemos a reformular nuestros prejuicios por cómo los textos están escritos. No hay que olvidar que las escritoras somos personas cuya materia prima es el lenguaje, y eso para mí es absolutamente prioritario. Yo no quería caer en las mismas rutinizaciones estilísticas que clientelizan a los lectores y a las lectoras haciendo de las aventuras del detective Arturo Zarco una saga inacabable.
Como Jorge Herralde sí que me pidió una segunda novela porque la primera le había gustado mucho (y a Jorge Herralde yo no le podía decir que no: he sido una mujer con una trayectoria… una relación con los editores complicada; no he tenido una vida especialmente fácil, he tenido que ser muy persistente). Él me pidió la segunda y entonces yo decidí, para que fuera coherente, hacer tres libros; y cerramos la serie dándoles… cómo te diría yo… redistribuyendo en cada libro las voces más importantes, que son la de Zarco, la de la propia Paula Quiñones y la de Luz Arranz. Cada uno, en cada novela, tiene un peso específico. pequeñas mujeres rojas nace de eso: por una parte, de la realidad que se te cuela a través de las ventanas que estás viendo todos los días (a través de las ventanas de las televisiones y los medios de comunicación) y, por otra parte, de la propia lógica de lo que es mi peripecia como escritora.
Marta y sus peripecias. Parece que ahora yo también formo parte de la obra. La gente me observa sin rencor. Aprovecho y le arrebato el libro a Marta. Leo despacio: me hablan fantasmas, mujeres muertas, niños perdidos, y todo esto me recuerda a Juan Rulfo. Marta, ¿cómo se articula esta metáfora? ¿Qué implica que los fantasmas, los cuerpos, aparezcan en el presente?
Esa pregunta es seguramente la pregunta fundamental… Es la pregunta sobre la que se asienta la novela. Te agradezco mucho que me la hagas. El fantasma en pequeñas mujeres rojas (y evidentemente ahí la reverberación, el eco de Pedro Páramo está muy, muy presente) por una parte es residuo del cuerpo, residuo de ese cuerpo aún no encontrado, de esos cuerpos que están ya indistintamente mezclados bajo la tierra y que buscan ser oídos de alguna manera. En el caso de pequeñas mujeres rojas, buscan ser oídos a través de la utilización de un registro que no les corresponde, un registro que no es ni sentimental ni solemne, un registro que es humorístico, que es irreverente, que es travieso y que hace que quienes leen el libro se sientan interpelados por la extrañeza, porque no pueden identificar esa voz fantasmagórica de los niños perdidos y las mujeres muertas. Ese orfeón fantasmagórico no pueden meterlo en el saco de la música de los ascensores o del tictac de los relojes sobre las mesas; suena algo diferente.
Por una parte, está ese fantasma que hace ruido (muchas veces hablamos de las psicofonías, de las puertas que crujen, de los sonidos inquietantes…), pero claro, luego el fantasma es una metáfora política que vertebra, que recorre gran parte de la literatura del siglo XX y del siglo XXI, gran parte de la literatura escrita en México, en Argentina, en Chile… desde los cuentos de Mariana Enríquez hasta Mapocho, de Nona Fernández hasta la mirada fundacional de Pedro Páramo. Ese tipo de imagen del fantasma también está en pequeñas mujeres rojas. Si tuviéramos que asociarla verdaderamente con un género literario, con un subgénero temático, para mí es más una novela de terror que una novela negra por esa presencia del fantasma y porque toda la novela está llena de rasgos estilísticos que acercan el texto al género de terror, desde la hiperestesia, el exceso de las sensaciones, al personaje de la forastera que llega a la ciudad y va derecha, derecha a la boca de la boca del infierno, ese Azafrán que se convierte en Azufrón. Y nos recuerda a eso, a las habitaciones, por decirlo de alguna manera, de Pedro Botero.
Luego, claro, en ese coro de niños perdidos y de mujeres muertas, la sugerencia permanente es «lea despacio». Creo recordar que la primera entrada del primer capítulo de esta voz peculiar, que se titula «CON NUESTROS TIRACHINAS (LEA DESPACIO)», es una manera de subrayar esas voces que están buscando ser oídas, y que están buscando ser oídas con travesuras infantiles, pero con travesuras infantiles que sean incisivas, con las piedrecitas de los tirachinas. Lo que están buscando es promover con el espacio de recepción un pacto de lectura diferente, un pacto de lectura que de algún modo contraviene las reglas de un campo literario que yo creo que está demasiado condicionado por las exigencias del mercado, un campo literario en el que tenemos que leer muy deprisa para ser consumidores culturales, un campo literario donde los anaqueles de las librerías tienen que estar permanentemente llenos y reciclándose con las novedades.
En ese sentido es en el que yo creo que lo contextual no se puede separar de lo textual ni de los procesos de lectura. Creo que esa idea del libro como objeto, del libro como mercancía que tiene que moverse, y que tiene que ser seductor por la falsa novedad permanente, al final se cuela en nuestros modos de leer y en nuestros criterios de lectura y nos hace decir cosas como que un libro es muy bueno porque lo hemos leído en una noche. Un libro puede ser muy bueno porque lo hemos leído en una noche o a lo mejor no; no es un criterio indiscutible.
Lo que pretendo es reivindicar otra forma de literatura donde el ejercicio que hacemos quienes leemos es espeleológico, es de buceo hacia las zonas más abisales de los océanos; y en ese ejercicio de leer despacio e intentar ver qué es lo que significa cada palabra al lado de la otra (así es el tejido literario al fin y al cabo: lo que Francis Bacon en la misma novela llama la imaginación técnica), en ese ejercicio de desarrollar nuestra conciencia crítica porque nos llevamos el texto al espacio de nuestra sentimentalidad y de nuestra inteligencia.
La novela es política porque habla de fosas. La novela es política porque habla de feminicidios. Pero si la novela es fundamentalmente política es porque su opción estilística, de algún modo, está poniendo en tela de juicio las maneras de leer propiciadas por el discurso hegemónico. pequeñas mujeres rojas habla de la memoria, pero habla de la memoria en el presente, habla de la memoria no clausurada porque es aún una llaga. Y creo que dentro del mundo de la literatura y del arte, la memoria siempre se coloca en ese lugar tan lírico, tan evocador y tan maravilloso de la bruma, de la niebla, de lo que no podemos decir a ciencia cierta, del recuerdo ambiguo que no sabes si es tuyo o es un recuerdo de un relato que te contó alguien que tú querías… La memoria es la sensorialidad de la magdalena de Proust, la poca fiabilidad de los sentidos respecto a las cosas que pasaron.
Es verdad que la memoria está hecha de esos elementos intangibles y de esa forma legendaria del relato, pero la memoria, y sobre todo la memoria traumática, tanto la personal como la colectiva, también está hecha de objetos tangibles, está hecha de cuerpos, está hecha de fémures que no se han encontrado aún, está hecha de trozos de dientes, está hecha de calaveras sonrientes, está hecha, por ejemplo, del sonajero de Martín que aparece en el delantal de Catalina. Está hecha de las joyas o de las gafas que sirven para reconocer a veces a personas que llevan desaparecidas durante muchísimo tiempo. Frente a esa idea intangible, etérea, poética de la memoria (que está muy bien), cuando pretendemos que nuestros libros tengan una resonancia política, cuando pretendemos que nuestros libros, además de reflejar la realidad, la estén construyendo e intervengan en ella, porque la literatura es importante, también usamos elementos que tienen que ver, cómo te diría yo… con la materia, y con los números, con las cosas tangibles de la vida.
El público se pregunta si lo de arrancarle el libro a esta pobre mujer formaba parte de la obra. ¿Qué obra habrán venido a ver? ¡Azafrán, Azufrón, pueblo del infierno, volcán de magma! ¿Cómo consigues deformar las apariencias a través del lenguaje?
Yo creo que el lenguaje siempre es un filtro… cómo te diría yo, el lenguaje es un microscopio y es un catalejo. El lenguaje nos permite ver las cosas en primer plano, y esto es una manera de extrañarlas: cuando tú ves en un primer plano un trocito de la piel, la piel se convierte en un paisaje extrañísimo, aunque forme parte de tu cuerpo. Y también es un catalejo que te permite tomar distancia a través de la ficcionalización, implícita al hecho de usar el lenguaje en un texto literario, adoptar otra perspectiva y, a veces, incluso meterte en el corazón y la cabeza de seres humanos que no son exactamente tú.
En ese sentido creo que el uso de la lengua literaria nos puede servir para ampliar la realidad, verla mejor o verla con más nitidez, verla con unas gafas que nos permitan percibir mejor los contornos. También hay determinados usos del lenguaje que emborronan lo real. A mí normalmente me interesan los libros que me ayudan a ver mejor. En el caso de pequeñas mujeres rojas, creo que hay una reflexión lingüística y estilística que para mí al menos es fundamental, que es la de cómo en la literatura lo que importa son los modos de representación. Yo, en la literatura, puedo estar hablando de una realidad, y esa realidad importa, pero lo esencial son las palabras que yo he elegido para representar esa realidad. En la distancia que media entre las palabras que yo elijo y la realidad es donde está (y vuelvo a citar a Francis Bacon) mi sistema nervioso personal, mi manera de ver: eso es lo que yo puedo aportar a una comunidad lectora para que se establezca una conversación.
En el caso de los modos de representación de la violencia contra el cuerpo de las mujeres, tenemos mucho de lo que discutir, porque esos modos de representación se han quedado metidos en nuestro cerebro hasta el punto de que muchas mujeres (no solamente hombres) relacionamos el deseo con el forzamiento, con la fiscalización de nuestras actividades, con el que te miren por un agujerito, que te espíen, que te dañen, que te aprieten. Eso tiene que ver con cómo se ha representado el cuerpo de las mujeres en los cuadros, en el fantaterror, en las novelas. Por lo menos las novelas que a mí me interesan son esas novelas que, además de hablar de aspectos de la realidad que necesitan ser visibles en las sociedades en las que vivimos, aportan una reflexión implícita, no metaliteraria explícita, sino implícita sobre el lenguaje y cómo, al final, en el lenguaje no importa lo que las palabras signifiquen sino saber quién es el que manda, como decía Humpty Dumpty.
Leo despacio. Husmeo la correspondencia de Paula Quiñones, cojita guapa, desenterradora avispada, y Luz, que todo lo ilumina. Paula, en las fosas, le dice: «Me molestaron la asepsia de la catalogación y el cómputo. Cómo se van apilando y etiquetando los descubrimientos. (…) Los aspectos higiénicos y cuantitativos de un proceso de reconstrucción que, por unos instantes, pierde sus implicaciones humanas». Hablaste de ello hace unos instantes, pero te pregunto: ¿se puede rehumanizar ese cuerpo?
Ya que estamos metidos en harina… Yo creo que cuando las personas como Paula, como Rosa, las personas que llevan a cabo acciones de voluntariado para que estas cosas salgan a la luz y podamos de verdad construir una sociedad democrática, y se encuentran con este mundo donde los aspectos más científicos, más fríos, son relevantes. Los forenses necesitan tratar los cuerpos con esa distancia y con esa asepsia.
Por otra parte, eso se mezcla con un discurso sentimental, con un discurso de dolor por parte de las familias, con un discurso incluso de mitificación del familiar que has perdido, que ha desaparecido. Estas mujeres están en una situación en la que todo les molesta. Les molesta desde el exceso de mitificación de los desaparecidos (que entienden desde un punto de vista afectivo y sentimental); también les molesta que se pierda, cómo te diría yo… el componente épico de los seres humanos, que son importantes porque tienen una familia, unos hijos, porque les gustan los bocadillos de chorizo o porque bailan bien el pasodoble. Pero también son seres humanos porque en un momento determinado fueron valientes y se atrevieron a cantar un himno prohibido en una plaza pública.
Estas mujeres ven… cómo te diría yo… todas las contradicciones que hay a la hora de construir la memoria de las personas desaparecidas, porque se mezcla lo más sentimental, lo más íntimo, el recuerdo legendario de la familia se mezcla con lo más tangible, con el huesecillo aparecido en la tumba. Y se mezcla también con lo que significaron públicamente estas personas que fueron asesinadas y enterradas en lugares incógnitos. Es esa zona de conflicto en la que cualquier cosa te hace sentir mal. Es tan terrible: por una parte, sabes que estás haciendo algo necesario, pero estás haciendo algo necesario que está lleno de aristas, está lleno de cosas tristes.
En la lectura (que sí, que leo despacio), quedo atrapado en la duda no satisfecha de Tomé, el peón caminero, sobre lo natural en los cuerpos. Lo deforme. ¿Qué proceso de violencia vive Tomé frente a aquellos rituales previos al fusilamiento de otras personas? Y adjunto extracto:
Nos cuesta mucho hablar de nosotros mismos en tercera persona, pero en esta ocasión es imprescindible. Algunos hombres lloraban y otros permanecían quietos con una indiferencia que no podía ser indiferencia, sino algo que quedaba más allá y que el peón caminero esperaba no llegar a conocer nunca. Tomé no quería, pero como aquellos hombres marrones, grisáceos, de una tonalidad descolorida o sucia, pensó que lo peor era la incomprensión. Sintió que en ellos ya no quedaba ira ni rabia, sino un desamparo animal. Por qué les tiraban de los brazos y las piernas como si fuesen muñecos. Por qué no los miraban de frente. Por qué los pateaban y les aplicaban un castigo tan grande.
Vamos a ver… Tomé, al principio, yo creo que es un personaje que no entiende muy bien lo que está pasando. Tomé está tremendamente mediatizado por la admiración que siente por Jesús Beato, por haber sido amigo de Jesús Beato, que para él es como un ser inalcanzable. Tomé está un poco como seducido, ensimismado por esa amistad. Pero claro, luego Tomé se enfrenta, desde ese prejuicio, a la realidad de que hay seres que van a ser asesinados (se les va a dar una patada para meterlos en una fosa), deshumanizados, tratados como bestias que no entienden por qué se les odia tanto.
Yo me ponía en la tesitura de una persona a la que van a matar. Más allá del miedo lógico a la muerte, más allá del miedo lógico al dolor, yo creo que hay un dolor que tiene que ver con el desprecio, con cómo te ve el otro, con cómo te odia… ¿Qué visión está dando de ti? Tomé de repente tiene ese momento de lucidez que también es muy físico: pasa de la admiración por un personaje al choque entre esa admiración que siente a ese momento tan horroroso. Tomé está tan… cómo diría yo… tan borracho con todo lo que está pasando; es una especie de autómata que ni siquiera se da cuenta de que sus propios hijos se están depravando, se están volviendo locos por lo que allí está sucediendo. Esa era un poco mi obsesión cuando yo intentaba retratar con palabras ese momento tan terrible.
Luego, has mencionado dos palabras: lo natural y lo deforme. Lo natural y lo deforme tiene que ver con las acciones que podemos considerar monstruosas o lógicas, pero también tiene que ver con cómo dibujamos los cuerpos: en ese sentido es muy importante que Paula sea coja. Esa supuesta… ese nombre de deformidad en la cojera de Paula parece que la apartaría del territorio de lo hermoso, y Paula es una mujer hermosa. Todo el rato hay una reflexión sobre qué significa la belleza, pero no la belleza solamente desde el punto de vista del canon de la belleza femenina, sino incluso una reflexión sobre qué significa la belleza desde un punto de vista literario: si los momentos crueles pueden ser momentos bellos, si puede haber poesía después de Auschwitz o no. Esa pregunta, que también es una pregunta literaria que se cuela en los momentos de nuestra vida, articula todo el discurso de la novela.
Me obsesiona una frase, la necesidad de «subrayar la delicadeza de la carne», del «tiempo que transcurre entre [la pérdida de la esperanza] y el momento de morir». Porque veo que Paula Quiñones se vuelve pequeña; el cuerpo duele, en lo personal y en lo político. ¿Cómo desnaturaliza Marta Sanz esta violencia?
Esa pregunta me hace recordar cosas que yo experimenté mientras estaba escribiendo y que verdaderamente (no te diría que las he olvidado porque las recuerdo cuando tú me preguntas por ellas) eran importantes entonces. Por una parte, es verdad que yo intento expresar la delicadeza de la carne de Paula como mujer violentada, pero además intento subrayar especialmente esa delicadeza porque Paula está iniciando un proceso vital en el que parece que a muchas mujeres todo nos duele más. Y los hematomas se agrandan, y de repente empiezas a sentir partes de tu cuerpo que no habías sentido nunca (¡y no para bien!).
En ese sentido, yo creo que pequeñas mujeres rojas, con esa conciencia del cuerpo un poco pesado de Paula, se relaciona con lo que yo contaba en Clavícula desde un punto de vista autobiográfico. La experiencia de la piel de Paula se parece mucho a la experiencia de mi propia piel. En esa conciencia de la vulnerabilidad, de la vulnerabilidad de lo físico, de la vulnerabilidad del cuerpo que a mí me importa tanto, pues apareció de repente la idea que has formulado de que en el momento antes de la muerte… resistimos mucho más de lo que pensamos. Esa esperanza, ese instinto terrible de supervivencia a veces incluso nos puede hacer daño. La prolongación de la agonía. En la fuerza de tu corazón, siempre hablamos de que un corazón fuerte es maravilloso, y es verdad, pero se dan situaciones extremas en las que a lo mejor tener un corazón fuerte es una desgracia. Es una desgracia porque no hay salvación, porque la esperanza es algo completamente ficticio. Eso es lo que me has hecho recordar con tu pregunta, y me está casi quitando la respiración mientras te contesto.
Pero luego, por otro lado, aparte de esa idea del cuerpo maltratado, vejado, y del cuerpo animalizado (no podemos olvidar que Paula es estabulada y Paula es bestializada; fíjate que yo creo que en la bestialización de Paula hay una reivindicación inversa de cómo a veces tratamos a los animales, e igual que las mujeres tenemos alma desde hace cuatro días, a lo mejor dentro de cuatro décadas nos damos cuenta de las salvajadas que hemos hecho con seres vivos que aparentemente ni sienten ni padecen, o van sintiendo y padeciendo un poco más con el paso del tiempo. Parece que vamos siendo más sensibles respecto a este asunto. Y esto te lo digo desde mi condición de mujer omnívora). En el maltrato de cuerpo de Paula y de los animales hay algo de esta mirada animalista.
Más allá de lo corporal, la manera de construir la violencia contra las mujeres en pequeñas mujeres rojas pasa por un capítulo en el que se repite permanentemente el mismo mantra todo el rato aquello de «con la descripción del artefacto es suficiente». No quiere haber regodeo en la carne de la mujer como objeto de seducción u objeto morboso cuando la mujer está siendo destruida, sino que lo que quiere haber es un regodeo en ese artefacto terrible que la está dañando, que la está desgarrando, que la está matando, y que al mismo tiempo que la está animalizando, como decíamos antes, es una metáfora de todos los corsés sociales, políticos, de todas las presiones y las cinchas invisibles que se ceban con el cuerpo de las mujeres de una manera muy especial por siglos y siglos de desigualdades y desventajas acumuladas. Esto es un poco el modo de representación que a mí me parecía más respetuoso, por una parte, y más incisivo, por otra, para que quien lee se haga preguntas.
En la novela, observo que, muchas veces, las mujeres utilizan el recuerdo como sustrato: «han transformado su vida en una narración fabulosa». Desde un principio, Paula se harta de la rectitud y la bondad que describen las mujeres que perdieron a sus abuelos y que ahora besan el cristal de un marco de fotografía, pero se pregunta: «¿Acaso una víctima no tiene derecho a hermosear un poco el corazón de sus difuntos?». Marta, ¿qué supone la rescritura imaginativa de la realidad? ¿Es un modo de vida catártico?
Tengo que tomar nota de lo que me estás preguntando… En primer lugar, respecto a las narraciones de las mujeres sobre estos momentos de guerra y sobre estos episodios familiares traumáticos: aquí hay muchas versiones diferentes, y son versiones diferentes que de algún modo he intentado resumir en el trabajo de Paula y Rosa en pequeñas mujeres rojas. Por ejemplo, en mi familia (y esto es personal, pero son de las cosas personales, autobiográficas que luego, ficcionalizadas y con la correspondiente distancia, pueden pasar a un texto literario) los hombres no hablaban de la guerra; en mi familia, uno de mis abuelos estaba en el bando republicano, otro en el bando nacional y, con dieciséis años, fue al frente del Ebro a las cocinas a buscar huevos y a freír huevos.
Esto es lo único que yo sé. Ni mi abuelo paterno ni mi abuelo materno contaban batallitas de la guerra, y creo que esto tiene que ver con una idea del silencio de la conciliación nacional y de la necesidad de convivir que luego cristalizó en muchísimos discursos de la transición española. Creo que ahí nos equivocamos, que hubiera sido mucho más sano, desde el punto de vista social, no fomentar la equidistancia y no colaborar en ese silencio que luego se convirtió en una losa para muchísima gente y, para otra, en una forma de empoderamiento ridícula que les hace decir que ellos son los padres fundadores de la democracia española después de haber sido cómplices de la dictadura franquista. Por una parte, está eso.
Sin embargo, las mujeres de mi familia eran más habladoras: mi abuela paterna sí que contaba lo que había pasado con su padre, que era un pescadero de una aldea de Valladolid, meseta norte española, zona de Azufrón y Azafrán, que había acabado en el penal de Cuéllar porque enseñaba a leer a los analfabetos con las páginas de El Socialista. Y mi abuela contaba el estado de soledad en el que quedó su madre, el estado de miseria, como su madre tuvo que, de alguna manera, repartir a sus hijos porque no los podía mantener (porque el padre estaba preso y salió para morir por una enfermedad de los bronquios que contrajo en la prisión). Mi abuela era más habladora y, probablemente, tenía una parte en la que mitificaba la figura de su padre.
Pero, fíjate, yo creo que hay mitificaciones que se hacen con razón: yo creo que mi abuela tenía todo el derecho del mundo a mitificar la figura de su padre, a mitificar los esfuerzos de su madre, y a mitificar su propia infancia difícil y su propia juventud. Luego en otras familias lo que se articularon fueron narraciones fabulosas para no quedar estigmatizados (el otro día me lo contaba una amiga mía en Valencia): su abuela no contaba que su marido había sido republicano, sino que contaba que su marido había estado en la cárcel porque había cometido una pequeña estafa. Sabía que iba a ser más tolerada en el ámbito social por un pequeño delito económico que por haber sido un rojo. Hubo relatos legendarios que fueron relatos defensivos, relatos para intentar dulcificar la propia vida.
Otra vez nos movemos en ese mundo de cómo las mitificaciones, de cómo las fantasías, de cómo las mentiras o las máscaras ficcionales que nos están intentando transmitir una cierta idea de verdad terminan formando parte de la realidad. Terminan construyendo realidad. Asentando realidad. Creo que este ejemplo que te he puesto de la propia vida es exactamente aplicable a lo que hacemos en la literatura. Lo hacemos en la literatura con mayor conciencia de estilo. Lo hacemos en la literatura siendo muy conscientes de, como comentábamos al principio, la distancia que media entre la realidad y el modo de representación, y cómo en esa distancia está la médula espinal a la que tiene que llegar el lector o la lectora quitando la carne del texto para intentar empatizar o discutir o conversar con un escritor o una escritora que le ha querido transmitir una determinada idea. Creo que es un poco la ficcionalidad, la creatividad literaria. Creo que a veces la literatura se comporta de una manera muy parecida a la propia vida. Y creo que los impulsos realistas de la literatura, que a veces coagulan en formulaciones estilísticamente experimentales, en realidad están muy relacionados con esos relatos que nosotros hacemos en las alcobas o en las aulas o en los comedores de las casas.
Es inevitable hablar de memoria. Rosa dice: «Si los olvidamos, seremos injustas y tendremos pesadillas». Hay quien no puede olvidar, claro. Primero el cuerpo, luego la cicatriz, y la valiente Antígona, sepultada. ¿Cómo hacer este ejercicio de memoria de forma justa para los muertos? ¿Hasta dónde cala el lenguaje? Y adjunto extracto:
No queremos ser ni la mala ni el malo ni la buena ni el bueno. No queremos ser un libro ni una favorecedora moda miliciana. Pero llevamos años y años, dentro y fuera de la tierra, en lo profundo o a flor de superficie, escuchando historias que convierten en hombres y mujeres a nuestros delatores, a los que sembraban el odio desde el púlpito, a los que secuestraron a nuestras criaturas, a los que nos dejaron sin pan, a los que nos prostituyeron y nos condenaron a la chabola, la cartilla de racionamiento, la cerviz doblada.
Esto es muy parecido a lo que estábamos comentando antes. Respecto a una idea de memoria que tiene que ver con la amnesia (o con el alzhéimer, con la poesía de la enfermedad, o con esa desmemoria divertida frívola), hay otra parte de la memoria que tiene que ver con los dolores tangibles y con lo que, si no verbalizas, termina siendo pesadillesco. Por eso, en pequeñas mujeres rojas se repite todo el rato una especie de referencia a la necesidad de hacer un duelo colectivo que tiene que ver con una memoria histórica lo mejor construida posible, con la mayor pluralidad de fuentes, con la mayor pluralidad de voces que buscan la verdad desde su propia experiencia, con momentos históricos de la cronología.
Al mismo tiempo, además de hacer un duelo colectivo, existe la necesidad del duelo personal; por eso, en esta novela a veces se habla de víctimas de la guerra, de desaparecidos y de desaparecidas, pero hay otras veces que, fíjate, se habla por ejemplo del abuso infantil y de cómo nos preguntamos si es bueno o malo que los niños olviden, si es bueno o malo verdaderamente que un niño sea capaz de bloquear un recuerdo para que no suceda nunca más, o de cómo eso, al final, en lo que se convierte es en un parásito que cuando sea mayor lo destruirá.
Para mí era muy importante hablar de la memoria desde una perspectiva grande, cenital, histórica, enorme, desde una perspectiva pequeña, íntima, manifiestamente política, y desde otra perspectiva que quizá no es tan política, pero sí que lo es (yo me creo verdaderamente la consigna feminista de lo personal es político: las cosas más personales, la violencia contra el cuerpo de los niños, los vencidos, las mujeres forma parte, todo, de una violencia sistémica que se ceba contra los más débiles, siempre). Yo creo que es muy difícil, dificilísimo, construir la memoria desde un lenguaje que además está contaminado, como hemos dicho antes, por el discurso de los vencedores. Por eso, probablemente, también es fundamental que seamos capaces de hacer travesuras con el lenguaje y decir pequeñas mujeres rojas, y que pequeñas vaya en minúscula. Le pese a quien le pese.
¿Ha pasado tanto tiempo? ¿De verdad? Marta, ya escucho a Catalina y su sonajero (¿estaré con ella, con Martín?). Con caletre y disimulo, apresuro una última cuestión. La forma que le has dado a pequeñas mujeres rojas, tu sistema nervioso personal, supone una aproximación bella y extrema al lenguaje para visibilizar lo obsceno, lo cruel, lo que no se nombra, a través de marcos no estereotipados, subversivos, juguetones, libres (sí estoy leyendo la contraportada…). «Alguien tenía que descubrir en el desván el retrato con el alma putrefacta del bueno de Dorian Gray». Tu barroco rojo: ¿cómo planteas un estilo que retuerce el texto a la vez que retuerce el cuerpo?
Siempre que he escrito un libro, por una parte, como te decía al principio, he intentado enfocar la realidad desde un punto de vista que no es el habitual, desde un punto de vista que no solamente pudiera conmover, sino que, sobre todo, pudiera conmocionar (¿cómo es posible que me estés diciendo esto?). Pero como creo que el fondo y la forma en la literatura son absolutamente indisolubles (si no lo fueran, estaríamos practicando otra disciplina no artística), creo que para presentar esas visiones de la realidad que conmocionan, el lenguaje también tiene que conmocionar y, de alguna manera, discutir con las formas habituales, convencionales y hegemónicas del deber ser literario, con lo canónico.
En mis libros yo discuto ese deber ser; yo creo que vivimos en una sociedad con unos estilos literarios muy mediatizados por una economía neoliberal que hace que todos los libros sean prácticamente el mismo libro, que todos los estilos sean homogéneos, que lo que se valore de un libro es que se lea deprisa o se pueda traducir a muchas lenguas sin gran dificultad. Creo que esa reflexión estilística es política, que esa reflexión estilística es económica (igual que, antiguamente, en Egipto, los sacerdotes optaban por un tipo de textos crípticos para ser ellos los únicos que tuvieran acceso al conocimiento y eso les diera cierta cuota de poder). Como ahora lo que te da poder es el dinero y la multiplicación, la serialización, la repetición para el consumo, pues yo intento que en mis libros sea todo lo contrario: frente a la ética protestante y el espíritu del capitalismo que habla de una moral de ahorro que, a veces, incluso impregna las propias maneras de decir de la literatura y que nos habla de la economía de medios, y de la eficacia del lenguaje, y de la purga del adjetivo, y de que todo tiene que ser rentable.
Bueno, pues yo creo que, en textos literarios, la expresividad no tiene tanto que ver con la rentabilidad. Frente al «Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas!» de Juan Ramón Jiménez (que además a mí me parece un acto de soberbia divina: ¿cómo vas a tener tú la inteligencia para saber el nombre exacto de las cosas? Estás usurpando, casi casi, el papel de los dioses; te van a castigar como a Prometeo y te van a atar a una roca y te van a comer las tripas), frente a eso, yo me pongo en una posición en la que derrocho palabras, acumulo palabras, asocio palabras. Utilizo todas las palabras que se me ocurren para ponerlas a tu disposición y a ver si con esa avalancha y con ese torrente de palabras podemos aproximarnos levemente a la idea que queremos transmitir. Todo es coherente, quiero decir, tengo una manera de pensar la vida, una manera de pensar los modos de producción, una manera de pensar la economía y las relaciones de poder que relaciono directamente con mis formas estilísticas de decir en un texto literario.
E insisto, creo que los textos literarios se significan ideológica y políticamente en el contexto en el que están escritos por los temas que se abordan, pero también por iniciar pactos distintos de lectura, decir: «Oiga usted, es que la buena literatura no tiene por qué ser solamente sota, caballo y rey; la buena literatura no tiene por qué ser solo una literatura seductora, o limpia, o clara, o anoréxica. A lo mejor la buena literatura puede ser una literatura sucia, enferma, barroca. Todo depende de lo que tú quieras expresar». En realidad, a mí lo que me molesta mucho son las ortodoxias a la hora de hablar de las posibilidades de los estilos literarios. Me molesta eso, la homogeneización de los estilos literarios como si solo hubiera una única forma de poder resolver de manera hermosa, bella, eficiente (o llámale equis) un soneto, una novela o un ensayo. En ese sentido sí que me significo mucho, y sí que puede haber muchos lectores o muchas lectoras que cuando abran libros míos digan: «¿Qué es esto?».
Sobre todo, lo que intento… Yo valoro mucho en el arte la intrepidez. Valoro la intrepidez de quien escribe y la intrepidez de quien lee. Valoro mucho el gesto que desde la lectura se hace, empinarte un poquito para salir de lo que estás acostumbrado, y en ese empinarte aprendes cosas y te formulas preguntas y sales de tus casillas. Creo que eso es lo hermoso de la literatura, que eso es lo hermoso del arte: la inquietud, la incertidumbre. En ese sentido intento que ninguno de mis libros se parezca al anterior (y sé que hay fantasmas que se repiten, porque yo soy la que soy, y yo estoy en mis libros, aunque me encubra con las máscaras de la ficción; pero, claro, yo tengo mis fantasmas de mujer de clase media, madrileña, de una familia de extracción proletaria desclasada a lo largo del tiempo, de mujer heterosexual, de mujer de izquierdas, de mujer no creyente… Todo eso, de alguna manera, está expresado en mis libros a través de distintas máscaras ficcionales y distintas maneras de decir, o a través directamente de la autobiografía; y, aun así, procuro no repetirme, procuro variar estilísticamente, no establecer con mis lectores un compacto de familiaridad, que los dos estemos un poquito incómodos, contracturados, y que en esa contractura al final encontremos satisfacciones y una manera diferente de entender lo que es el placer del texto).
A mí me encanta la literatura de entretenimiento; valoro mucho la literatura de entretenimiento bien hecha. No tengo nada en su contra. A mí lo que me molesta es cuando la literatura de entretenimiento bien hecha y con oficio y seriedad se come todo lo demás. Cuando lo único que se valora de la literatura es que sea entretenida, porque lo cultural solo se vincula a lo espectacular o al ocio. Yo lo cultural también lo relaciono con lo educativo, con el conocimiento, con lo intelectivo, con lo político. Me parece que estamos en un mundo donde una de las partes emborrona completamente la otra. Por eso, a lo mejor, yo hago más hincapié y hay veces que me pongo especialmente dura, pero porque creo que nos está fagocitando una forma de neoliberalismo cultural que es al mismo tiempo retrógrada.
Con lo de barroco… hay lectores que creen que pensamos menos, que parece que hacemos las cosas sin pensar. El chorro sale de la mano: «prrrrrrrr», y tú no te cortas. Y eso no es verdad: yo estoy en mi chorro, en mi chorreo, en mi verborrea, haciendo elecciones permanentemente, estoy haciendo asociaciones, estoy haciendo chistes que tienen sentido en su contexto. No es que yo abuse de mi facilidad para escribir, para decir: «prrrrrrrrrrrrrr». Creo que hay un prejuicio que relaciona los estilos más económicos, los estilos de línea clara, podíamos decir, con una mayor reflexión y contención literaria. Y no es verdad. Eso es otro tópico, es otro estereotipo. Hay probablemente un proceso intelectivo diferente, pero no es más respetable ni es más costoso en un caso que en otro. Cada uno tiene su peculiaridad, y tú tienes que saber utilizar cada uno cuando corresponde.
Insisto, somos personas que practicamos un oficio y nos formamos. Es verdad que quien escribe tiene unas aptitudes hacia el lenguaje desde que es pequeño (hay personas que nacen con aptitudes para el dibujo o para la música), y es probable que las personas que nos dedicamos a escribir tengamos más aptitudes lingüísticas, pero dentro de eso hay un oficio que se aprende. Te vas formando. Vas leyendo. Vas leyendo tus lecturas. Las asimilas en varias claves y en varios niveles diferentes. Reflexionas sobre el lenguaje, sobre el significado del lenguaje. Todo eso forma parte de mi oficio; se puede aprender y es una manera bastante… cómo diría… indispensable de democratizar la literatura y la cultura para transmitir la idea de que puede llegar a todo el mundo, que para esto no hace falta ser un genio ni un dios ni una diosa, ni eso de «Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas!». La literatura tiene que ser una conversación.
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Marta ha dejado el suelo perdido con su chorro, con su verborrea. Bueno, parte del decorado: así se queda. Terminada nuestra conversación, vuelvo a escuchar más ruidos, pero ya no son las mujeres muertas. ¿O sí? Dickie Johnson quiere una acreditación de la ANECA, me dice, quiere enseñar inglés en la facultad.
Yes, yes, Dickie.
Pego la oreja al suelo, como la Tortolica, y alguien me susurra: como un balancín, como un balancín, tienes que desarrollar la destreza de mirar hacia atrás y simultáneamente hacia delante. Pero yo no lo entiendo: no he leído tan despacio. Nicolás levanta el puño (no puede evitarlo), y antes de que el maestro abra a Cervantes, pego un brinco hacia mi atento público: nadie hace el amago de sujetarme. Al lado de Marta, de las dos, que han retomado su lectura de sensualidad cárnica con una risilla amable, se han erguido alambres retorcidos, y forman formas, y carecen de dignidad estética (el dolor es irreconocible).
Empieza a balancearse la luz, se difumina, y al fondo del pasillo escucho los ruidos. Marta los escucha también, y me lee, canción de cuna: «Llegan, con aires de libertad y sonrisa blanqueada por el láser, los vástagos de nuestros embalsamadores. Sonríen en la foto, ocupan su escaño en el Parlamento, apelan a nuestra descendencia –se la quieren meter en el bolsillo–, se dicen salvadores de la patria, aprenden a contar hasta uno, rezan en las plazas públicas, apuntan al corazón de la cierva con su mirada telescópica. Buscan criados. Señalan a las mujeres muertas –infanticidas, brujas, mentirosas– y a los niños perdidos –asesinos, sacrílegos, analfabetos–».
Y es verdad que no somos iguales.
Y yo me voy del escenario: he mirado atrás y allí permanecen Marta y Marta, leyendo, junto a su triángulo escaleno. Sé que sabrán defenderse. Están en buena compañía.