La paciente de la cama número cinco

Oriana Wadskier (Valencia, 1991) es una joven venezolana, activista política y defensora de los Derechos Humanos. Su vida dio un vuelco en 2017 cuando, en el marco de las protestas estudiantiles contra el gobierno de Nicolás Maduro, fue brutalmente arrollada por una camioneta del Seguro Social. La trágica experiencia le permitió definir una cruzada, un objetivo ético y una búsqueda incansable por la defensa de los derechos civiles en Venezuela. 

Después de su intervención en la Organización de Estados Americanos, Oriana tenía previsto regresar a Venezuela. Días antes del encierro, confirmó su asistencia a la cita de control que tenía con su cirujano plástico en Caracas. Pero el mundo dio un vuelco impredecible y la invitación para exponer su caso ante la opinión pública internacional se convirtió en una mudanza forzosa, en un viaje de ida sin boleto de vuelta. Dos años han transcurrido desde entonces. Un tiempo de aprendizajes y añoranzas, de pequeñas victorias y reflexiones constantes sobre la naturaleza humana. 

«Si ella se queda aquí, se va a morir», dijo una enfermera del centro hospitalario al que habían logrado llevarla después del arrollamiento. El lugar era incómodo e insalubre. Gatos callejeros dormían la siesta en los suelos desgastados de la terapia intensiva. El traslado a Caracas era urgente, pero no podían hacerlo en helicóptero, porque la presión del ascenso podía comprometer la lesión en la cabeza. Los familiares de Oriana hicieron gestiones desesperadas. Una de tantas llamadas encontró un interlocutor amable, lo que permitió que una ambulancia la llevara al hospital Pérez Carreño. «Los doctores se abocaron a mi caso. Mi gratitud con ellos es inmensa. A esas personas les debo la vida», afirma convencida. 

La paciente de la cama número cinco tenía pocas posibilidades de supervivencia. Los daños eran graves. Las expectativas del personal médico eran desalentadoras y discretas. Después de su recuperación, una enfermera le confesó su sorpresa: «Tengo trece años de experiencia, Oriana. Tengo la intuición suficiente para saber quién se quedará con nosotros y quién se irá. Cuando te vi llegar, pensé que no ibas a lograrlo». 

El coma inducido duró setenta días. Los relatos de sus seres queridos rellenan los espacios en blanco, porque Oriana no recuerda nada del atropello. Las versiones de los testigos son la memoria más firme de su caída sobre el asfalto. Lo único que recuerda, antes de hundirse en fade, es el grito mortificado de una de sus amigas: «¡Oriana, cuidado!».

En ocasiones, los traumas hacen trampa. Borran el dolor a conveniencia. Eligen parajes serenos para disfrazar lo innombrable. La memoria de Oriana eligió el refugio hogareño de Valencia. 

Los vecinos se reunían a conversar en los patios traseros de las casas de Naguanagua. Había una hermandad sana y soterrada entre los habitantes. Oriana no recuerda conflictos, roces o tensiones por las visiones del mundo entre los tertulianos. Al contrario, tenía la sensación de que todo el mundo era feliz y que ese bienestar era espontáneo. En su casa había dificultades económicas, pero sus padres nunca le hicieron sentir los efectos de esa carestía. La niñez es música (Guaco, mucho Guaco), ruidos alegres, correrías de los niños por los pasillos y hallacas compartidas en diciembre. 

El nombre de Hugo Chávez Frías, poco a poco, apareció en las conversaciones vespertinas. Algunos vecinos pensaban que había llegado el momento de un cambio social, la oportunidad de recuperar las dignidades saqueadas y hacerle frente a los desparpajos de tantos gobiernos inútiles, pero Oriana era una niña que no entendía lo que estaban diciendo los mayores. Cuando la Revolución llegó al poder tenía apenas siete años. La arena política quedaba lejos, muy lejos, a pesar de que cada nuevo día empapelaba las paredes, los solares, las plazas y la vida privada de los hombres y mujeres de Naguanagua.
La delincuencia, el deterioro de los servicios públicos y el hundimiento paulatino de la calidad de vida eran otros argumentos que reforzaban la idea de que las cosas no estaban bien y que el mundo romántico, feliz, que había construido junto a su familia, terminaba en el umbral de su casa.  

Tomada del Twitter de Oriana (@WadskierOriana)

Oriana fue una adolescente disciplinada y enérgica. Estudió en el colegio militar Los Próceres donde obtuvo el grado de Brigadier Mayor, fue la primera mujer en obtener ese rango. El imaginario castrense, sin embargo, nunca le gustó, le parecía gélido y amargado. La experiencia en las aulas fortaleció su carácter, pero no deformó su temperamento. La universidad llamaba a la puerta. Tenía excelentes calificaciones por lo que podía elegir, sin dificultades, la carrera de su preferencia. Le gustaban Biología y Psicología pero, siguiendo el ejemplo de algunos familiares, eligió estudiar Medicina. 

La Universidad de Carabobo fue la mejor cantera para su peripecia política. Los movimientos estudiantiles eran revulsivos y aguerridos. La batalla por la libertad iniciaba sus desafíos más exigentes. La protesta era parte del pensum, una protesta pacífica, intensa pero lúdica, con la que los jóvenes venezolanos comenzaron su andadura desesperada por las calles de Venezuela, antes de que fueran amedrentados y vejados. 

Oriana compartió sus primeros años de Medicina y sus inicios como activista con el estudio del idioma inglés y con clases de guitarra acústica. La joven valenciana es baladóloga de oficio, especialista en el repertorio de la chilena Myriam Hernández («Tonto», «El hombre que yo amo», «Huele a peligro»), pero sobre todas las cosas está Guaco. Porque Guaco es el dialecto de las tardes de Carabobo, la voz de Naguanagua y San Diego, las mañanas en el liceo Los Próceres y el rumor de sus hermanos pequeños corriendo por los pasillos de la casa. Hasta el presente, las canciones de Triceratops y Archipiélago son un bálsamo y un eventual ansiolítico.

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Los sucesos de 2014, la brutal represión contra los estudiantes rebeldes, marcó un antes y un después en el espíritu combativo de Oriana. La calle era parte de la cátedra. Para una generación de venezolanos, lo que ocurrió en el país entre 2014 y 2017 es una herida abierta; el doloroso y aguerrido testimonio de una ofensa que aún no ha tenido una respuesta firme. Muchos jóvenes cayeron. Oriana también cayó, arrollada por una camioneta del Seguro Social manejada por el escolta de un militar, pero tuvo la fortuna de levantarse y convertir su vivencia en un símbolo de humanidad y resistencia. 

En 2017, el país era una enardecida caldera. La represión gubernamental era incesante, bestial y desproporcionada. La madre, preocupada por Oriana, le pidió que abandonara la ciudad, que se alejara por unos días de las esquinas incendiadas de Valencia. Oriana aceptó la sugerencia. Decidió visitar a su pareja de entonces en Calabozo, pero solo tomó una parte del consejo, porque lo primero que hizo al llegar a la casa de su novio fue desempolvar su bandera, armar una pancarta y sumarse a las manifestaciones que ocurrían en el estado Guárico. 

Oriana no teme contar lo que le pasó. Al contrario, siente un inmenso orgullo al exhibir sus cicatrices y mostrarle al observador atento los exabruptos del poder. En distintas entrevistas, Oriana Wadskier ha expuesto los detalles de su arrollamiento. Segundos antes del atropello, una amiga escuchó la voz del militar: «¡Llévatelos a todos por delante! Esa es la orden». La calle estaba llena de adolescentes entusiastas y desarmados. El conductor aceleró. Oriana intentó proteger a los jóvenes con su cuerpo. «¡Oriana, cuidado!». Y vino la oscuridad.

El relato de Oriana estremeció al público que asistió a su presentación en la Organización de Estados Americanos. Sus palabras inspiraron un respetuoso silencio, conmoción, tristeza y rabia. El gesto de retirar la banda que le protege la cabeza y mostrar sus heridas tuvo un efecto estremecedor y contundente. La ovación fue inmensa. La despidieron de pie, impresionados por su coraje y la trascendencia moral de su sonrisa. Días más tarde pretendía regresar a Venezuela, pero las circunstancias le trazaron otra hoja de ruta. Las gripes incurables de Wuhan le impidieron volver. 

Oriana tuvo que quedarse en Estados Unidos con equipaje para quince días, sin documentos, sin trabajo. La experiencia migratoria le exigió una alta cuota de sacrificio, pero una de las mayores fortalezas de esta mujer de treinta y dos años es su concepto de la perseverancia. 

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«Me gusta la persona que soy», afirma convencida. «Con mis marcas y mis heridas. No ha sido fácil, por supuesto. Hubo días dolorosos. No es fácil verte al espejo y no reconocer una parte de tu rostro, pero lo que me pasó fortaleció mi fe en Dios y me hizo darme cuente de que una de las cosas que más me gusta hacer y que mejor sé hacer es ayudar a los demás. Yo creo en la bondad de la gente. El odio de un hombre, la furia de una persona que voluntariamente quiso hacerme daño me entregó, sin él quererlo, el amor de millones y el cariño imperecedero de las buenas personas de mi país». 

Tomada del Twitter de Oriana (@WadskierOriana)

Oriana vive en Estados Unidos desde 2020. No pudo continuar la carrera de Medicina. Tiene 131.000 seguidores en la red social Instagram que acompañan su causa y, permanentemente, celebran el efecto sanatorio de su risa. Su compromiso con la defensa de los derechos humanos y la recuperación de la democracia venezolana es una lucha solemne e inquebrantable. Desde los espacios del poder (Hojillas, Mazos y demás armas blancas) la describen como una de tantas enemigas del pueblo. Como tantos migrantes, Oriana lucha día a día por salir adelante. También ha vivido su duelo migratorio pero sabe que, más temprano que tarde, podrá regresar a su casa. 

La guitarra es la mejor compañera en los momentos de añoranza. Entre su grupo de amigos le gusta cantar canciones de Guaco. Los versos tienen olor a Naguanagua. A veces, en las mañanas de Miami, la tristeza amenaza sus despertares, pero su elegía predilecta le recuerda que lo malo «quedó, quedó… entre las sombras… quedó, quedó» y que debe afrontar un nuevo día.

Rápidamente, al mirarse al espejo, recupera la sonrisa.

 

Eduardo Sánchez Rugeles

Eduardo Sánchez Rugeles (Caracas, 1977) | Escritor venezolano residenciado en Madrid, autor de las novelas Blue Label/ Etiqueta Azul (2010), Transilvania, unplugged (2011), Liubliana (2012), Jezabel (2013), Julián (2014) y El síndrome de Lisboa (2020). Coguionista de los filmes Dirección opuesta (Bellame, 2020), Jezabel (Jabes, 2020), Las consecuencias (Pinto Emperador,2020), Liubliana (Palma, en preproducción) y Nos preocupas, Ousmane (David Muñoz, en preproducción). Ganador del premio Iberoamericano de Novela Arturo Uslar Pietri, del certamen Internacional de Literatura, Letras del Bicentenario, Sor Juana Inés de la Cruz y premio de la Crítica de Venezuela.