Bajo la sombra de las acacias extintas
Comenzar la serie de perfiles biográficos VueltaEnU con Susana Raffalli es un privilegio y una declaración de principios. Susana es una nutricionista venezolana con una reconocida trayectoria de más de veinte años en los ámbitos de la nutrición pública, la seguridad alimentaria y la asistencia humanitaria en situaciones de emergencia. Susana, además, es una comprometida activista en defensa de los derechos humanos.
Esta semblanza pretende contar parte de sus idas y vueltas por la Venezuela contemporánea.
Andrés Kerese
Cuando Susana llevó a reparar su guitarra al boulevard de Sabana Grande supo que el instrumento no tenía remedio. La afinación era imposible. Los empleados de Don Disco le informaron que las cuerdas padecían el síndrome de la guitarra muda. Su leal compañera de adolescencia se había convertido en un objeto inútil.
La memoria, sin embargo, conserva los acordes de las misas de protesta, custodiadas por las monjas de vanguardia del colegio San José de Tarbes. Las canciones de Luis Enrique Mejía Godoy y los poemas de Ernesto Cardenal hacían el misal más ameno y combativo.
A pesar de su afasia, la guitarra sigue en la habitación, recostada en la esquina. «Granada» fue una de las mejores amigas de la madre enferma, vencida por el paso del tiempo. Hasta su último día, Susana le cantó. Un canto a capella, «hecho de fantasía / flor de melancolía». El olvido lo pudrió casi todo, excepto las letras de las canciones de la casa en La Florida. Agustín Lara y Carlos Gardel tuvieron una amnistía. La mirada de la madre reconocía los versos. Muchas cosas se borran, pero la permanencia de la música sigue siendo un enigma para los especialistas en los traumas de la memoria.
La convalecencia fue un momento ideal para hacer una pausa, un balance sobre lo vivido. En ese trance, la mujer adulta conversó con la niña. La profesional de la nutrición confrontó a la adolescente indecisa y le hizo algunas preguntas. El reencuentro con la infancia inundó los sentidos de olores, risas y sabores remotos. Quintina, la señora que cuidaba a la abuela, atravesó el pasillo cargando trozos de leña. No le gustaba la cocina de gas, prefería el fogón en el patio, bajo la sombra intermitente de los mangos.
Los árboles talados son un recuerdo violento. Las calles de La Florida estaban rotas. Las raíces de las acacias reventaron las aceras y las autoridades decidieron cortarlas. La arboleda desaparecida se convirtió en un rumor entre los vecinos adultos. Las personas mayores todavía recuerdan los trazos de sombras en la vereda. Cuando las máquinas cortaban las ramas, la niña entristecida corrió hasta la acacia más cercana y le arrancó una vaina. Esa vieja vaina, endurecida y gris, descansa en la biblioteca de la casa, cerca de la guitarra.
La vaina de acacia y la guitarra muda
La biblioteca era enorme. Las lecturas primerizas de Susana eran desordenadas e intuitivas. Un título solemne llamó su atención: Hojas de hierba. Walt Whitman la sedujo con su canto a sí mismo, pero los himnos egotistas fueron interrumpidos por las arengas de la madre: «¿Por qué lees eso? Tienes que leer a los poetas de tu país». Y le puso en las manos su primer libro de Andrés Eloy Blanco.
La discusión política apareció sobre la mesa después de los sucesos de febrero de 1989. Algunos familiares pensaban que lo que había ocurrido había sido un exceso, un punto de giro estremecedor y peligroso. Pero el país necesitaba un cambio, alegaban otros. El vecindario también sufrió un sacudimiento. La tala de los árboles continuó con la destrucción de los quioscos. Muchos negocios sobrevivieron a la furia, pero el impacto emocional de lo que ocurrió forzó reticencias entre los habitantes. El Ellos y el Nosotros de una ciudadanía frustrada, contenida, trazó el borrador que, años más tarde, mostraría una fisura irreparable.
Gran parte de la historia contemporánea de Venezuela fue leída en la prensa extranjera o vista en noticiarios foráneos, en segmentos de medio minuto. Durante los últimos años del siglo XX y la primera década del siglo XXI, Susana eligió prepararse como profesional de la nutrición, con especializaciones en seguridad alimentaria y gestión de emergencias humanitarias. La Universidad Central de Venezuela fue el punto de partida. Más tarde hizo estudios de postgrado en Estados Unidos, en el hospital Johns Hopkins de Baltimore. El periplo académico continuó en Guatemala y en España. Colombia, Irán, Angola y el sureste asiático son solo algunos de los países en los que Susana consolidó su aprendizaje, ganó experiencia y prestigio en sus áreas del saber y realizó un exigente trabajo de campo.
Andrés Kerese
Durante sus años de formación, la deriva totalitaria de Venezuela era una preocupación, pero no una urgencia. El discurso militarista de Hugo Chávez Frías siempre le resultó antipático. No se sentía cómoda con la jerga bélica ni el deterioro progresivo de las instituciones. Los sucesos de Vargas en 1999, y la manera como las autoridades gestionaron la tragedia, reforzaron su impresión de que la Revolución era una farsa.
El regreso a Venezuela estuvo motivado por asuntos personales. La idea del retorno no era una prioridad en su agenda de trabajo. Las circunstancias sugerían que la carrera de Susana se desarrollaría en el extranjero, con una vocación comprometida e itinerante por la defensa de los Derechos Humanos. De improviso, el cáncer abrasó a su familia. El diagnóstico de una de sus hermanas y la muerte del padre coincidieron con otra pérdida. Una persona de su entorno profesional, con la que había trazado algunos planes de convivencia, fue asesinada en Burundi, durante una misión humanitaria. El mundo emocional de Susana se deshizo. Fue difícil seguir adelante, mantenerse en pie.
A comienzos de siglo, Susana estaba rota, a la deriva. Y visitó una Caracas en trance en la que la experiencia totalitaria, como la orina de los lobos salvajes, marcaba sus territorios con hedor y saña. Las cosas conocidas comenzaron a llamarse de otra manera: las avenidas, las plazas, los estados, el Ávila. Radio Caracas Televisión cerró sus puertas. El referéndum revocatorio de 2004 fue el primer acto de una larga tradición de verbenas electoreras. Algunos actores políticos, cercanos al poder, comenzaron a mostrar sus discursos más agresivos. Pero el mayor desengaño tuvo que ver con la militarización y degeneración del exitoso proyecto Catuche, un sistema de distribución de alimentos de gran impacto comunitario en el centro de Caracas cuya base teórica había sido su tesis de maestría en Guatemala. Cuando la Revolución se apropió de esta iniciativa el trabajo colectivo se deshizo, perdió su eficacia y se convirtió en un aparato de manipulación y propaganda. También en esos días vino el viaje a Birmania.
Y muchas cosas cambiaron en Birmania. «¡Lo que ví, lo que viví!», reflexiona aturdida. En ese lugar, ocurrió la epifanía, se asentó el mantra: «Esto no puede pasar en mi país». La Revolución azafrán (llamada así por el color del manto de los monjes budistas) marcó un antes y un después en el pensamiento crítico de Susana Raffalli. Las afinidades entre las acciones de la Junta Militar de Myanmar y las prácticas de los gobernantes venezolanos dejaron una huella. Los trágicos sucesos del sudeste asiático encontraron correspondencias remotas y cercanas que modelaron una misión: la labor social de las monjas del San José de Tarbes, las visitas al hospital Menca de Leoni, las enseñanzas de su profesora Josefa Vivas en la UCV, el ejemplo de Teresa Albanes en UNICEF, el compromiso de Janeth Márquez en CARITAS. La conjunción de estas influencias le dio forma al objetivo, a la cruzada: denunciar ante el mundo la situación de Venezuela y transmitir a las nuevas generaciones de trabajadores sociales el valor del esfuerzo, la dignidad y la formación constante.
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La tarea no ha sido fácil. A su pesar, Susana ha encontrado numerosos obstáculos. El gobierno no ha sido el único adversario. En ocasiones, sectores radicales de la oposición han condenado su esfuerzo, porque Susana, especialista en emergencias humanitarias, con un conocimiento real del funcionamiento de las organizaciones internacionales, sabe que esos procesos de denuncia requieren protocolos rigurosos, vocabulario especializado, investigaciones de campo y tiempos de ejecución que, muchas veces, no están en sintonía con la celeridad de los tuiteros. En un mundo saturado de conflictos, al borde del colapso, incluir el nombre de Venezuela en las agendas políticas como tema de primer orden es una negociación complicada que requiere paciencia, estrategia, sangre fría y perseverancia.
Las redes sociales son un abrasivo campo de batalla. En su cuenta de Twitter Susana denuncia constantes atropellos, describe situaciones abyectas en centros hospitalarios, comparte informes de nutricionistas de prestigio o nuevos protocolos de las más reconocidas ONG. Cuatro tuits de Susana, leídos al azar, son una reflexión aguda e incisiva sobre la situación del país, la indefensión de su ciudadanía y una clase magistral de compromiso, exenta de cursilería y populismo.
«Son muchas las cosas que he visto. He visto la cara del dolor, sus expresiones, sus gestos, sus muecas. La he visto en ancianos, en mujeres, en niños… No soy una persona religiosa. Estoy bautizada, sí. Hice la primera comunión, pero no voy a la iglesia. Puedo decirte, sin embargo, que muchas veces, en las situaciones más ominosas, he tenido experiencias de Dios», confiesa reflexiva.
La vaina sobre la biblioteca, seca y gris, acompañada por los lomos de Whitman y Andrés Eloy le recuerdan la importancia del origen. La guitarra no suena, no puede, pero igual la sostiene entre sus manos. Conspiran las añoranzas. Aparecen los ruidos del hogar, la sombra de los mangos en el patio, la voz de las hermanas, el olor del fogón de Quintina, la presencia de los seres amados y la dignidad de todas las personas enfermas a las que ha tenido que mirar a los ojos, ante la expectativa de un milagro.
Madre e hija se encuentran en la cama vacía. El barullo de las redes sociales desaparece con la música, con el canto a capella y silente: «Acaricia mi ensueño / el suave murmullo de tu respirar… Como ríe la vida».
Se levanta tranquila. Deja la guitarra en el suelo. El último verso de Gardel se repite con eco a lo largo del día, en los encuentros con los viejos amigos, las humillaciones constantes del poder, las burlas, las injurias, el dolor de los otros y la voluntad incontestable de vivir y hacer el bien.
«Como ríe la vida», insiste el bardo, entre lo cotidiano y el ayer, bajo la sombra de las acacias extintas.
Eduardo Sánchez Rugeles
Eduardo Sánchez Rugeles (Caracas, 1977) | Escritor venezolano residenciado en Madrid, autor de las novelas Blue Label/ Etiqueta Azul (2010), Transilvania, unplugged (2011), Liubliana (2012), Jezabel (2013), Julián (2014) y El síndrome de Lisboa (2020). Coguionista de los filmes Dirección opuesta (Bellame, 2020), Jezabel (Jabes, 2020), Las consecuencias (Pinto Emperador,2020), Liubliana (Palma, en preproducción) y Nos preocupas, Ousmane (David Muñoz, en preproducción). Ganador del premio Iberoamericano de Novela Arturo Uslar Pietri, del certamen Internacional de Literatura, Letras del Bicentenario, Sor Juana Inés de la Cruz y premio de la Crítica de Venezuela.