El canto de las yeguas

Yolanda Pantin (Caracas, 1954) es una de las escritoras venezolanas con mayor prestigio y reconocimiento nacional e internacional. Los premios literarios García Lorca (2020) y Casa de América (2017) son solo algunos de los galardones que ha cultivado su vasta obra. En esta VueltaEnU exploramos la genealogía de su poética, desde sus años en Turmero hasta el presente.

Las primeras memorias de Yolanda conservan la fascinación del alumbramiento, de la existencia en tránsito. La casa pequeña del haras San Pablo colindaba con un potrero al que los capataces llevaban a las yeguas preñadas. «Mi niñez fue un asombro permanente, porque desde la ventana de mi cuarto podía escuchar el parto de las yeguas». El relincho cotidiano era un espectáculo de belleza y dolor, de sangre y movimiento. Cada nuevo potrillo era un milagro, un verso en potencia, un escándalo que competía con los sonidos de la casa grande.

En la hacienda, no había lugar para el silencio. El ruido era parte integral del mobiliario. Yolanda fue la mayor de once hermanos, la mano derecha de la madre en la difícil experiencia de la crianza. La primogénita ayudaba con las labores del hogar, en una rutina distendida, sin reglamentos ni leyes estrictas, que desde muy pequeña le permitió disfrutar de una vasta sensación de libertad.

La sensibilidad artística era un asunto de herencia. Una de sus abuelas firmó sus obras pictóricas con un pseudónimo masculino. La pintura fue su primera devoción aunque también sentía debilidad por las letras. El papá de Yolanda era aficionado a la poesía de Rubén Darío. La niña se aprendía los versos de memoria. Durante las sobremesas los recitaba en voz alta.

La pequeña Yolanda echó de menos una familia diferente, porque su historia personal forma parte de una saga endogámica. «Mis abuelos eran primos hermanos al igual que mis padres, que tenían parentesco por doble vínculo». Esa forma de incesto era una tradición, un legado, una forma de ser. «Siempre tuve nostalgia por lo extraño, porque en nuestras historias todo era común, demasiado común. Teníamos mucho tiempo siendo los mismos». El nepotismo afectivo, sin embargo, generó vínculos imborrables entre los habitantes de la casa y reforzó las raíces con las tierras de Aragua.

Los niños vivían al margen de la política, aunque en la casa grande se escuchaban historias asombrosas. Yolanda sabía que una persona cercana a la familia estaba vinculada a los movimientos insurgentes que acompañaron a la democracia naciente. Para el imaginario familiar el guerrillero era el demonio y cualquier tentativa desestabilizadora era prevista como una traición de clase.

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La hacienda Paya pertenecía a la familia desde mediados del siglo XVII. La Piedra Azul que Teresa de la Parra describe en Memorias de Mamá Blanca tiene grandes afinidades con el primer hogar de Yolanda. La biblioteca era pequeña. Las biografías de Stefan Zweig eran algunas de sus lecturas predilectas. Las tribulaciones de María Estuardo y María Antonieta dejaron una huella profunda en su espíritu inquieto y, de manera discreta, fueron tallando su poética primeriza. Dos argumentos, habituales en la obra de Zweig, inspiraron desvelos y mortificaciones juveniles: el sacrificio de las vidas humanas y las personas devoradas por la ferocidad de la historia.

Desde muy pequeña, Yolanda reconoce ser portadora de una conciencia trágica, capital para su obra poética. Tenía la intuición de que las cosas amadas desaparecerían y que la fugacidad de los afectos sería tan dolorosa como inevitable. Cuando la Reforma Agraria de Rómulo Betancourt allanó el camino a la expropiación de la hacienda Paya, confirmó sus presagios. «Fue mi primera conciencia de la pérdida. Después de eso nos mudamos a la hacienda San Pablo que fue en la que yo crecí, pero la pérdida de la casa familiar entristeció mucho a mi abuelo. Años más tarde cayó en la quiebra».

Las inquietudes artísticas de la adolescente la llevaron a la Escuela de Artes Plásticas de Maracay, un lugar que recuerda con gratitud y afecto. El desplazamiento desde Turmero la obligaba a viajar en transporte público. Los autobuses fueron un curso intensivo de música popular. «Yo no tengo una buena relación con la música. No tengo el hábito de escuchar música, porque con once hermanos pequeños es imposible disfrutar esa experiencia», pero en aquellos viajes a Maracay, Yolanda descubrió la belleza y la versatilidad de las baladas hispanoamericanas. Los Ángeles negros, Palito Ortega, Leonardo Favio y Leo Dan, entre otros, fueron amables compañeros de ruta a los que recuerda con cariño y visita de vez en cuando.

Cuando se mudaron a Caracas, Yolanda entró como pupila al taller de un reconocido pintor, amigo de la familia. Desde los primeros días se sintió incómoda. No le gustaba hacer paisajes, especialidad del nuevo docente. El desencuentro alentó su frustración. Aquel pintor, con cuya sensibilidad nunca conectó, estimuló su desaliento. «Y entonces aborté mi vocación», confiesa resignada. Abandonó la pintura. La renuncia la llevó a la escuela de Letras de la Universidad Católica Andrés Bello. La búsqueda de la belleza persistía, pero tenía que encontrarla en otro lugar.   

El instinto poético encontró compañeros entusiastas. El estudio de la historia de la literatura le ofreció valiosas herramientas para canalizar sus angustias metafísicas y sus resquemores por la fragilidad de la existencia. Conoció a Eduardo Liendo, a Luis Pérez Oramas, a Celeste Olalquiaga, entre otros, y los acompañó en la aventura creativa de la revista Rastros. Aquel magazine, en sus pocos ejemplares, contó con el beneficio de una ilustradora de excepción.

La experiencia de Rastros fue el trampolín a Calicanto. La admiración por la escritora Antonia Palacios era inmensa. No solo por su trabajo literario, si no también por su fuerza didáctica, su pasión por las letras y la solidaridad espontánea que le ofrecía a los jóvenes que asistían a su taller. «Yo fui una visitante consecuente de Calicanto, pero nunca me atreví a dar mi opinión, nunca leí nada. No hablé. Por una parte, porque sentía una admiración paralizante por la inteligencia de mis compañeros y por otra porque era profundamente tímida». La timidez se ha curado con el paso del tiempo, confiesa evocativa, pero en los años de efervescencia poética su temperamento reservado le impedía tomar la palabra.

Yolanda nunca fue militante de ningún partido político, pero los vientos de cambio de los años setenta estaban alineados, de manera intuitiva, con el romanticismo de la izquierda. En ese tiempo, estética y política borraban sus líneas de frontera, lo que generaba solidaridades espontáneas e inevitables reticencias. El distanciamiento de Calicanto no fue agradable. Cuando los jóvenes abandonaron el taller, Antonia lo sintió como una traición. Pero la intensidad, la euforia y las búsquedas creativas del grupo Tráfico resultaban más estimulantes que la torre de marfil de Calicanto. Yolanda tuvo la sensación de que en aquel cuerpo heterogéneo de jóvenes poetas había encontrado una voz, un lugar y el camino verbal que dio sus primeros pasos con la publicación de Casa o lobo (1981).

Desde entonces, la escritura de Yolanda ha sido continua e incesante. Cada poema es una inquietud vital, una preocupación honesta por lo inevitable. Y el trágico devenir de Venezuela, poco a poco, fue acompañando sus angustias, dejándose colar en su mirada clarividente.

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En los años noventa, las noticias que llegaban desde Colombia estaban cargadas de violencia. Los padecimientos de la sociedad civil por los conflictos entre el ejército colombiano, los grupos paramilitares, el narcotráfico y la guerrilla armada ocupaban los principales titulares de la prensa. «Viajé a Colombia el año que asesinaron a Carlos Pizarro. Fueron años turbios y extremos». Yolanda lo vio venir. No sabe explicar cómo, no hay una razón ni una tesis sociológica de fondo, pero de la misma manera que intuyó la pérdida de la hacienda de su familia, tuvo la sensación de que el país comenzaba un ciclo de perdición irreversible y que lo que estaba pasando en Colombia, en aquellos años, más temprano que tarde sería parte de nuestra rutina.

Las experiencias del Caracazo y los golpes de estado del 92 reforzaron esa certidumbre. La vecindad con Petare arrastraba los ruidos de las protestas incendiarias y las crisis económicas que se agudizaron a finales de siglo. La predicción se cumplió. La violencia, poco a poco, atropelló los discursos humanos e impuso su criterio hegemónico. Esa conciencia histórica, esa relación con el aquí y el ahora, la exploró en varios poemarios, siendo quizás El hueso pélvico (2002), el más cercano a su realidad en conflicto.

Pero el aturdimiento tiene un portentoso combatiente. La escritura para niños ofrece una tregua, un remanso creativo. Yolanda escribió parte de la obra Ratón y Vampiro (1991) con sus hijos. La pieza fue un regalo para ellos, una manera de reencontrarse con la dimensión más lúdica y transparente de la vida. El amor por los niños es una herencia familiar que disfrutaba desde que, acodada en la ventana del haras, escuchaba el canto de las yeguas.

Hace pocos años, antes de la guerra europea, Yolanda viajó junto a Ana Teresa Torres por Europa del Este. En una parada en Crimea, le llamó la atención la protesta de un grupo de personas. Sostenían la bandera de la federación rusa, alababan la figura de Vladimir Putin y no se reconocían como ucranianos. Los viajes en tren a través del vasto territorio eurasiático le mostraron fábricas abandonadas, campos desasistidos y una pobreza extrema vapuleada por las inclemencias del clima. La reflexión sobre la voracidad de la historia inspiró nuevos versos y, al igual que las visiones que había tenido en Colombia, volvió a sentir un profundo dolor por el destino de los seres humanos y el derrumbamiento de Venezuela.

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«La tragedia que nos ha tocado vivir no ha sido en vano, pronto brotará la belleza pero yo no la veré crecer. La solución no está en mis manos ni en las manos de ninguna persona de mi generación. Le toca a los jóvenes construir la obra que nos va a conmover. Y ese estremecimiento, esa conmoción, es lo único que logrará salvarnos. Yo estoy cansada, muy cansada. No puedo más, pero mi cansancio no es una rendición. Creo que el agotamiento es natural, es el significado de la palabra Tiempo. Yo pertenezco al pasado, lo que di, lo di; lo que hice, lo hice y creo que fui una mujer afortunada, fiel a mi búsqueda, a mis afectos y a mi trabajo poético».

La reflexión de Yolanda recuerda a este cronista los versos iniciales de su poema «Daguerrotipo de una desconocida», la búsqueda imprecisa, la duda consecuente. Soy yo es cierto pero ¿cómo respiro / cómo tengo labios cabellos y aún suspiro? / ¿Cuándo ha sido esta mujer huraña que mira cual extraña a mí que no la entiendo ni conozco y nunca ha sido Yolanda en la fotografía?

 

Eduardo Sánchez Rugeles

Eduardo Sánchez Rugeles (Caracas, 1977) | Escritor venezolano residenciado en Madrid, autor de las novelas Blue Label/ Etiqueta Azul (2010), Transilvania, unplugged (2011), Liubliana (2012), Jezabel (2013), Julián (2014) y El síndrome de Lisboa (2020). Coguionista de los filmes Dirección opuesta (Bellame, 2020), Jezabel (Jabes, 2020), Las consecuencias (Pinto Emperador,2020), Liubliana (Palma, en preproducción) y Nos preocupas, Ousmane (David Muñoz, en preproducción). Ganador del premio Iberoamericano de Novela Arturo Uslar Pietri, del certamen Internacional de Literatura, Letras del Bicentenario, Sor Juana Inés de la Cruz y premio de la Crítica de Venezuela.