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Algo se muere en el alma

A la memoria de Sergio Fernández Moreno

El 23 de junio de 2023 estuve comiendo solo en casa, como todos los días lectivos anteriores, pues Weselina andaba impartiendo una de sus materias en la universidad de manera intensiva, justo en ese horario. Para paliar la falta de costumbre de pasar ese rato del mediodía en soledad, decidí volver a ver por tercera vez la serie Vientos de agua, de Juan José Campanela. Weselina me decía que no entendía cómo volvía a ver esa serie, porque siempre me ha emocionado bastante y mucho más ahora, en medio de este capítulo de la novela de mi vida, pues la historia trata, a grandes rasgos, de la historia de un padre y de un hijo que migran: el padre huye a Buenos Aires desde Asturias por la revolución asturiana del 34 y allí se queda, y su hijo argentino en el 2001 parte a España para buscarse la vida debido al corralito argentino. Si ya siempre me ha parecido emotiva la serie, ahora muchísimo más, y justo ese 23 de junio tuve que parar el capítulo de turno porque me dio un ataque fortísimo de nostalgia hacia España, un llanto amargo de lágrimas gordas y desconsoladas, una tristeza honda y ya algo cansada. Cuando la nostalgia viene de ese modo no queda otra de aceptarla y recibirla. Y en aquel momento pensé en mi amigo Sergio Fernández Moreno, a quien tantísimo he echado de menos, a quien tantísimo también ha echado de menos Weselina. Aquella nostalgia del 23 junio, como lo fueron tantas otras, era para Sergio, era de Sergio. Si pensaba en Madrid, en aquel territorio oriundo que no sé muy bien ahora qué representa exactamente para mí, Sergio, desde hacía ya bastante tiempo, tenía sin duda alguna un papel capital. La visualización de la amistad existente entre los personajes interpretados por Ernesto Alterio y Pablo Rago me había puesto la imagen de Sergio en el centro mismo de la nostalgia. Le envié enseguida un mensaje de voz por WhatsApp, pues era el único gesto que en ese momento me traía consuelo a falta de su presencia, y sobre todo porque con Sergio era posible compartir estos momentos tan desconsolados; así lo veníamos haciendo desde que lo vimos por última vez en enero de 2021, en una terraza de la calle Argumosa, en Madrid: si tenía que derrumbarme con alguien, era con él. Además, sus mensajes repentinos y escuetos, limitándose a un «Solo pasaba para decirte que te echo de menos. Mucho. A ti y a Wese. Que me faltáis a menudo», eran frecuentes y, por supuesto, muy hermosos. Aquel 23 de junio le envié un audio solo para que esa imposibilidad de hablar con él y de estar con él fuera un poco más posible. Vi que la última vez que le había escrito era el 4 de mayo: me decía que iba a ir ese fin de semana a la feria del libro de Vallecas y que se iba a acordar mucho de mí —la penúltima vez que nos habíamos visto en persona fue allí precisamente, en Vallecas, en septiembre de 2020—. Yo le respondí con un video de la clase que impartí ese mismo día: les puse a mis alumnas y alumnos del Atrio de Sor Filotea el duelo final de la película de Martín Fierro, a fin de que apreciaran la particular musicalidad que puede generar la sextina. Supuse que a Sergio le gustaría y que le trasladaría a los años universitarios, a las risas, a todo lo que hemos compartido dentro y fuera del campus de Cantoblanco, que ahí sigue.

El 29 de junio impartí la cuarta y penúltima sesión de un curso de verano para profesores en la Universidad Iberoamericana. El curso versaba sobre el papel de la poesía en la expresión de la condición humana. La clase de aquel 29 de junio estuvo dedicada al tema de la muerte. Empecé, obviamente, con la elegía a Ramón Sijé de Miguel Hernández («Tanto dolor se agrupa en mi costado, / que por doler me duele hasta el aliento»), y seguí con los poemas que Antonio Machado escribió tras el fallecimiento de Leonor Izquierdo, incluidos en Campos de Castilla, hasta llegar a «Un gato en un piso vacío», de Wisława Szymborska, donde me detuve. Lo que yo no sabía en esos momentos es que, en otro uso horario, en el otro lado del mundo, pero unas horas después, mi amigo Sergio se iba a dormir a un coche aparcado en un muelle del puerto de Viveiro, en Galicia. Gran parte de aquella sesión del 29 de junio la dediqué, a partir del poema de Szymborska y de otros más, a la imposibilidad, a la incomprensión de asimilar la ausencia del ser querido en el momento en que se produce. Lo que yo no sabía en esos momentos es que me iba a ser imposible, incomprensible asimilar la ausencia de un ser querido. 

El 1 de julio me desperté a las nueve y pico. Revisé el celular como hago todas las mañanas para ver los mensajes y los correos que llegan de España, pues cuando yo me acuesto allí se levantan. Y me topé con el mensaje histérico de Alberto Guerra —luego vi los demás—: que Sergio, que el coche, que el mar. La incredulidad. Que Sergio, que el coche, que el mar, que Sergio. Es decir, la incredulidad. Es decir, Sergio. Es decir, su madre, su padre, su hermano. Es decir, los cientos de personas que lo conocíamos. Es decir, que Madrid, que mi tiempo, que mi espacio se quedaba vacío. Es decir, que Madrid, que es también mi presente, de repente se volvía mi pasado. Es decir, ¿y el regreso? Es decir, ¿y nuestra próxima videoconferencia? Es decir, ¿y nuestro próximo abrazo? Es decir, ¿y su viaje a México? Es decir, ¿y ahora? Es decir, ¿y la vida? Es decir, ¿y su mundo? Es decir, y qué decir. 


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¿Cómo se escribe la ausencia, la pérdida? ¿Consuela la literatura? ¿Qué es la memoria sin la presencia? ¿El poema del gato de Szymborska? ¿Ramón Sijé? ¿Tu foto en el altar de muertos para decirnos que ya no estás?

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Sergio, la perplejidad. Sergias, mi amigo Sergias. Sergio, el camarada. Sergio, las palabras de familia gastadas tibiamente. Sergio, Cuenca, pues allí nos hicimos. Sergio, Florencio, gracias a Florencio. Sergio, el miedo aquel a la página en blanco, nuestro inicio. Sergio, tus movidas. Sergio, tu argot, universal para todas y todos los que te rodeábamos. Sergio, la mochila negra ladeada siempre. Sergio, tus bufandas. Sergio, tu sabiduría. Sergio, tu curiosidad arrolladora. Sergio, tu inteligencia maravillosa. Sergio, tu libertad. Sergio, todo lo que me aguantaste. Sergio, Cáceres, el mercado medieval. Sergio, A Coruña. Sergio, Tenerife. Sergio, Barcelona, el Mediterráneo empapándote los bolsillos y tú indiferente, con tu bolsa de libros de La Central, porque estabas en paz. Sergio, Salamanca, subidos los dos a las tantas en la estatura de Salinas, cuando suena la música extremada, por vuestra sabia mano gobernada. Sergio, Madrid, todo Madrid era nuestro a tu lado. Sergio, Cantoblanco. Sergio, Philobiblion. Sergio, el Hostel. Sergio, el Xelavid. Sergio, el Vodevil. Sergio, tus subrayados a lápiz y con regla. Sergio, tus cuentos. Sergio, tu estantería de literatura nórdica. Sergio, tu proyecto de novela histórica sobre Snorri Sturluson. Sergio, y los amigos de Sergio. Sergio, los cigarros de liar. Sergio, aquel sueño tuyo premonitorio de la guerra civil a consecuencia de la lectura de Hemingway. Sergio, los cuervos. Sergio, tu tesis doctoral de la cultura germánica medieval en la obra de Jorge Luis Borges que depositaste conmigo a tu lado. ¿Qué sentido tiene ahora toda la poesía de Borges si tú no estás ahí para leerla? Sergio, tus canciones a capela que nos volvían parte de un momento, que nos daban un país, que nos daban una patria. Sergio, los musicales, las giras, el teatro. Sergio, la feria del libro del Retiro, los libros, los libros de Miraguano y de Siruela. Sergio, el romanticismo. Sergio, el sabor de todas las cosas. Sergio, tu visión de la literatura repleta de centauros frente a la mía, colmada de asfalto. Sergio, las mil y una anécdotas. Sergio, dichoso el árbol que es apenas sensitivo. Sergio, tus mensajes, tus osquiero, tus osechodemenos. Sergio, tu lealtad, tu cariño, que no eran de este mundo. Sergio, tu piel blanca. Sergio, la realidad se ha vuelto otra. Sergio, Lavapiés con Weselina, siempre los tres. Sergio, dónde el abrazo. Sergio, dónde la amistad. Sergio, dónde ahora el amor. Sergio, cuánto has vivido. Sergio, tus carcajadas. 


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¿Y cómo?

¿Y por qué? ¿Y por qué?

El mar Cantábrico, el mar del norte, tu norte, te escribí, la nostalgia, eras la clave de bóveda de la nostalgia, el mar del norte, nunca más tu norte, nunca más el norte, porque así no.

¿Por qué México se queda sin verte?

¿Qué es España sin ti?

¿Qué es la casa sin ti?

¿Qué somos nosotros, ahora sur siempre, sin ti?

Las llamadas telefónicas, nunca debió ser el mar del norte, el mar del norte sin nosotros, qué vida ahora sin vida, amor callado,

¿por qué?

«IX - El subterfugio mexicano

 

Sesi García

Sesi García (San Sebastián de los Reyes, Madrid, España, 1992). Es doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid y autor de los poemarios Tabaco de liar (Canalla Ediciones, 2012), Otro perfume de hablar (Eirene Editorial, 2014), ¿Quién me compra este misterio? (La Isla de Siltolá, 2017), El octavo día de la semana (Baile del Sol, 2018), Rubayat del DYC (Ojos de Sol, 2020), Geometría y compasión (Premio Álvaro de Tarfe de Poesía, Ápeiron Ediciones, 2020) y Breve antología de la poesía periférica contemporánea (Eirene Editorial, 2021). En la actualidad, reside en Ciudad de México dedicado a la investigación literaria.