V

La libreta

 

Los árboles. Lo primero que me hizo saber que estaba en México, que la realidad en la que me encontraba era distinta, tan tan distinta a la de España, fueron los árboles de Coyoacán. Cuando el avión de Aeroméxico que me llevó desde Barajas al Benito Juárez descendía hacia el valle de Anáhuac, la primera impresión de esta ciudad monstruosa no fue para mí el océano de luces urbanas a través de la ventanilla —tópico [turístico] para todo el que aterriza en aquel aeropuerto en medio de la ciudad a las cuatro de la mañana—, pues mis ojos no veían ese paisaje tantas veces relatado por amigas y amigos de España, sino que miraba hacia dentro, hacia el cambio que vida que estaba experimentando en ese preciso momento, hacia la novedad del futuro trabajo en medio de la pandemia, hacia el miedo de que los numerosos kilos de libros que llevaba en la maleta me ocasionaran algún problema en la aduana. Aquella mirada, que no veía lo que sucedía a su alrededor, siguió perdida al otro lado de la ventanilla del taxi: la nueva ciudad —esta ciudad que sobrevive por su inercia— pasaba de largo como si nada. Fue al sacar las maletas envueltas en plástico naranja, las mochilas plenas de otra etapa de nuestra vida y el tubo con los títulos universitarios y tomar una primera foto de la calle anochecida y encender un cigarro en la calle Londres, en Coyoacán —nos alojábamos con la buena de Lila y sus dos gatos, Kika y Yeyé, enfrente de la [turística] Casa Azul de Frida Kahlo—, cuando entendí, cuando supe lo que suponía mudarse a otro país, y a otro continente, y fue gracias a la contemplación de aquellos árboles mexicanos enormes, de troncos robustos y ramas inverosímiles, con las gruesas raíces reventando literalmente la banqueta de hormigón y produciendo grietas en el suelo, como supe más tarde, que los sismos ayudaban a producir.

Aquellos árboles, igual que esos que contemplo todos los días fuera de mi casa paseando a Richi o yendo a la parada de Metrobús, solo los había contemplado en el Jardín Botánico de Madrid en unas ya lejanas excursiones infantiles con el colegio. Eran árboles americanos aquellos de Madrid; árboles extraños, distanciados, exóticos, pensaba en aquel momento mientras esperábamos que Lila nos contestara al teléfono, y ahora los tengo aquí, flanqueando mi vida, mis cosas convertidas en equipaje. Por aquellos árboles de Coyoacán supe que había empezado a vivir en México.

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Todavía en Madrid, María Álvarez Díaz, compañera de Cantoblanco que hizo una tesis doctoral sobre el teatro de Ibargüengoitia, me recomendó vivamente que leyera Ensayo de un crimen de Rodolfo Usigli si quería comprender la novela policiaca mexicana, un consejo más que atinado. Saqué prestado aquel libro de la biblioteca de la AECID, en Moncloa, y enseguida la fotocopié para abandonarlo al poco en la esquina de la mesa de trabajo —que no era otra cosa que la mesa del comedor del piso compartido donde vivía en Puente de Vallecas, en Madrid—, allí donde se acumulaban en aquel momento de mi vida las lecturas pendientes. Ensayo de un crimen fue el primer libro que compré en México, y fue en Coyoacán, al segundo o tercer día de aterrizar, volviendo del supermercado o de la farmacia: lo vi en una librería de segunda mano, exhibido en un pequeño atril, y no me faltó tiempo para comprarlo. Era una reedición de los noventas en Joaquín Mortiz, algo vieja y manoseada, que se terminó deshojando meses después mientras preparaba una clase precisamente sobre dicha novela para un curso que impartí en la UNAM sobre literatura policiaca mexicana y española. El segundo libro que compré en México, concretamente en El Sótano de Coyoacán, fue No habrá final feliz, de Paco Ignacio Taibo II, la tercera entrega de la serie protagonizada por Héctor Belascoarán Shayne, ese detective tuerto, chilango y transnacional, y que ya está en el catálogo de Netflix, un tanto edulcorado. Compré este título en cuestión, que ya había leído en Madrid —y posiblemente el mejor de toda la serie— para mis clases de aquel curso ya referido, pero a lo largo de los tres o cuatro meses siguientes me fui haciendo poco a poco, según iba visitando esta o aquella librería, con el resto de las novelas de Belascoarán Shayne, que Joaquín Mortiz recién había reeditado en unas ediciones muy atractivas, así como con las otras obras policiacas de Taibo; y fue una excelente inversión, en lo personal y en lo profesional, a pesar de que en aquel momento desconocía que iba a dedicar parte de mis investigaciones académicas a aquellos textos. Tras No habrá final feliz compré Días de combate, la primera de la serie, y así sucesivamente, y las fui leyendo otra vez en orden cronológico. En España había leído las tres primeras novelas de la saga, sin pena ni gloria, la verdad, porque el hermetismo defeño en el que puede caer Taibo —algo complemente intencionado; véanse si no las palabras preliminares que escribió para su novela Sintiendo que el campo de batalla...— requiere de un conocimiento previo de la realidad de la Ciudad de México o del otrora Distrito Federal para poder disfrutar plenamente de su literatura, que es excelente. El argumento de Días de combate es sencillo: se nos presenta a un personaje (Belascoarán Shayne) con un fuerte conflicto de identidad tras haber abandonado una vida acomodada (puesto fijo de ingeniero y un matrimonio monótono) y haberse hecho detective independiente, y que renuncia a la espera de su primer cliente para asumir él mismo la decisión de cuál será su primer caso en esta nueva profesión: la búsqueda de un estrangulador de mujeres que se autodenomina cerevro. Llega un punto en que la novela se convierte en una suerte de tira y afloja intelectual y dialéctico entre el detective y el criminal, concluyendo con un diálogo entre ellos —y con la muerte final de cerevro— donde se recoge una de las citas más usadas por la crítica académica —yo incluido— para atribuir el germen de la violencia social del país al estado mexicano: «El Gran Estrangulador es el sistema». Tras aquella primera lectura recién llegado a México creí encontrarle un error o una carencia argumental a la novela: el personaje de cerevro, el estrangulador de mujeres, que parece un villano propio del whodunit (un tipo medio raro, adinerado, muy inteligente, con cierta tara mental y cuyo rol no es otro que el de ser el archienemigo del protagonista), en ningún momento justifica sus crímenes ni expresa las razones por las que asesina a mujeres anónimas, algo propio, desde mi punto de vista, de un personaje construido de esta manera —pensemos en Thomas de Quincey y su Del asesinato considerado como una de las bellas artes—. Se lo comenté a Weselina y me dio una respuesta clara y contundente: ¿acaso en México se justifican los feminicidios? ¿Existe en este país alguna razón o explicación por la que cientos de mujeres son asesinadas al año? Y tenía toda la razón del mundo; y conociendo poco a poco el México en el que habito fui entiendo por qué el personaje de Taibo no justifica sus crímenes: porque en México se matan mujeres. Y punto. Y es vomitivo, atroz y espantoso; es un sinsentido inhumano que quizás encuentre su razón de ser en el tremendo machismo —a su vez vomitivo, atroz y espantoso— que existe aún en este país. Comprendí también, como si fuera una epifanía, el porqué y la esencia de «La parte de los crímenes» de 2666 de Roberto Bolaño, punto de la novela donde tantas y tantos lectores en España la hemos abandonado. Comprendí que Bolaño representa la realidad del México feminicida de la manera más realista posible: asesinato tras asesinato, sin tiempo para respirar, abrumando a los lectores, agobiándolos, cansándolos, avergonzándolos.

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La mirada configura la conciencia del valle de Anáhuac. Considero que es única la vista, siempre parcial debido a su magnitud, que todo extranjero tiene al contemplar por primera vez el espacio geográfico donde hace quinientos años se encontraba el lago de Texcoco y México-Tenochtitlán, entre otras muchas más poblaciones. Aunque me disguste, no puedo dejar de ubicar en esta imagen inicial a los conquistadores españoles, esos «hijos del desamparo castellano, / conocedores del hambre en invierno / y de los piojos de los mesones», como los caracteriza Pablo Neruda en su Canto general, a partir de las siguientes palabras de Alfonso Reyes recogidas en Visión de Anáhuac: «Y fue entonces cuando, en envidiable hora de asombro, traspuestos los volcanes nevados, los hombres de Cortés (“polvo, sudor y hierro”) se asomaron sobre aquel orbe de sonoridad y fulgores —espacioso circo de montañas—». Hay que subir, sentir la altura para apreciarlo todo y mirarlo todo. En los días de viento tengo la suerte de poder contemplar desde mi azotea las siluetas, en ocasiones nevadas, del Iztaccíhuatl y del Popocatépetl, y ver cómo este último humea. Pero la primera vez que tuve conciencia de ese «espacioso circo de montañas» fue desde lo alto del Monumento a la Revolución, en una de mis primeras visitas turísticas en México. Otras ocasiones dichosas de contemplación las he compartido con Weselina desde la azotea del Anahuacalli; desde lo alto de la Torre Latinoamericana en un atardecer donde la ciudad y sus cerros comenzaban a abarrotarse de luces, y desde el cablebús que nos llevó un 15 de septiembre a Cuautepec para ver una exhibición de boxeo de las chicas y los chicos de Box en el Barrio que dirige nuestro querido Israel Almaraz. También con Juan Jimeno, cuya cara de asombro recuerdo perfectamente, aprecié este horizonte de montañas difuminadas desde la Capilla del Cerrito, al lado de la Basílica de Guadalupe —y donde nos tomamos una fotografía con Weselina espantosamente turística—.

Nada que ver tiene todo esto con aquel lejano Guadarrama, que tan presente estaba en mis viajes desde Periferia al campus de Cantoblanco; en mis entradas y salidas de la estación de Entrevías —yendo precisamente a Cantoblanco—, siempre con el edificio de la Telefónica enfrente, y a su vez al fondo del skyline madrileño desde el parque de las Tetas, en Vallecas. Con lo que me impresionaba a mí aquella sierra —siempre me pareció enorme—, y todavía más cuando sus picos se divisaban nevados..., y ahora qué pobre, qué chiquita o, incluso, qué ridícula si la comparo con mi horizonte mexicano. Y he llegado a un punto en el que no es necesaria ninguna comparación: ya se chingó mi fascinación por aquel Guadarrama lejano y siempre al fondo de mi vida, y así lo supe cuando lo volví a contemplar en enero de 2022, posiblemente uno de los momentos más hermosos de aquel periplo a mi país: si bien el Guadarrama, al lado de los volcanes, me decepcionó sobremanera, pude mirarlo con nuevos y distintos ojos, es decir, pude mirarlo como si lo miraba por primera vez y tuve sin duda —y qué sensación más placentera la de esa mirada— conciencia de ello.

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Hay días, y por desgracia no han sido escasos durante el invierno, la primavera, el verano y el otoño de 2022, que México nos supera: su burocracia, su administración, su forma de ser (esos correos electrónicos tan ambiguos, tan suyos...), su opacidad, sus leyes no escritas, su sorpresa ante el extranjero europeo que decide vivir aquí y un largo etcétera. Nos supera México y nos metemos entre pecho y espalda todos los litros de cerveza que nuestros cuerpos (en mi caso, la hernia de hiato) son capaces de procesar, y los amaneceres son terribles; las crudas, espantosas, y las ganas de huir, tan necesarias y vívidas de repente... Pero ¿huir a dónde? ¿A España? ¿A Periferia, donde solo tenemos libros empacados en cajas? «Los libros abrigan», dice Germán Areta en El Crack Cero, pero España se agotó para nosotros, y eso es justo lo que sentimos al salir de allí —y es tan difícil sentir aquello sobre tu país—. Que vengan de una vez los bárbaros, pienso en esta mañana desayunando electrolitos y café, o que se impongan los deseos para perderme en su imaginación y en su falsa alegría, lo que me lleva a pensar en nosotros tres (Weselina, Richi y yo) viviendo, por ejemplo, en Nueva York —y quizá lo piense por la clase que estoy preparando en estos momentos sobre El jinete polaco de Antonio Muñoz Molina—; viviendo en otra vida con otros días contemporáneos, en medio de un imaginario neoyorquino que, al evocarlo ahora —al inventármelo ahora y al idealizarlo posiblemente—, se me antoja sumamente atractivo. Vivir allí, sin universidades ni academias, en aquellos escenarios tan manidos e inagotables del cine y las series. Weselina quizá trabajando de traductora para un sello importante y con el tiempo libre suficiente para escribir sus textos divulgativos sobre animales, naturaleza y literatura; y yo quizá de corrector en una editorial dirigida al público hispano (libros, revistas, de todo un poco), y de vez en cuando esbozando algún que otro poema sentado con Richi en un banco de algún parque con árboles en otoño, o avanzando por las tardes, mientras nieva afuera, en la escritura de mis novelas policiacas ambientadas, por ejemplo, en Periferia o en el franquismo, o en la Periferia franquista. ¿Cómo sería nuestra vida de extranjeros en Nueva York? ¿Sería realmente distinta a esta vida defeña, sufriendo tantos días por la inestabilidad laboral o por nuestras posibilidades de futuro? ¿Y cómo sería esa vida neoyorquina pero en los cincuentas o en el periodo de entreguerras? Hubiéramos pasado todavía por Ellis Island y por los barrios de los migrantes en esa constante dialéctica urbana por adaptarse y no dejar escapar su identidad. La imaginación se me pierde ahora por estos caminos deseosos; por salir, aunque sea de este modo tan vago, de esta cruda cansada. Y desde aquella vida en Nueva York —o en Lisboa, Canarias, Sicilia, Buenos Aires, Santiago de Chile, Montevideo, Berlín, siempre los tres juntos (Weselina, Richi y yo)—, ¿desearía una vida en Ciudad de México, batallando, sobreviviendo, siendo feliz con mi familia, con todo un imaginario encima que no sería para nada semejante a este...?

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Le apodamos Huitzilin —un nombre nada original— el segundo día que apareció al otro lado de la ventana. Suponemos que es un colibrí berilo (Amazilia beryllina) por el color parduzco de sus alas y de su cola. Cuando Juan Jimeno y Javier Adrada aún andaban por la ciudad, fuimos junto con Paco al Mercado Sonora y compramos un bebedero de plástico, de esos a los que puedes añadir agua con azúcar y simulan que poseen una flor en uno de sus costados. Me contó Weselina que los colibrís son muy territoriales, y desde que pusimos el bebedero colgando de la ventana Huitzilin viene a saciarse y a piar como un histérico cada cinco o diez minutos todos los días, y ya forma parte de nuestro paisaje diario. Eso sí: el verde de su plumaje cuando le roza el sol de la mañana es posiblemente una de las cosas más bellas y sencillas que haya visto nunca.

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—¿Y por qué ustedes prefieren vivir antes en México que en España?

—Tu cara es bien parecida a las máscaras del carnaval de mi pueblo.

—¿Y usted de dónde es? ¿Dónde ha nacido? Porque de acá no es, ¿no?

—¿Y qué opinas de Hernán Cortés?

—Es que a México nos vienen esos españoles a trabajar que con 27 años ya tienen un doctorado.

—¿Y qué has comido ya en México?

—¿Estudias a Juan Rulfo? Pues en México hay una festividad muy importante: el Día de Muertos.

—Mis abuelitos son españoles.

—¡Tienen que visitar Oaxaca!

—Es que a los extranjeros no les gusta el picante.

—¿La Migra? Así es como le dicen los ilegales que entran por el sur.

—Qué bien hablas español... Claro, es que tu esposo es español.

—¿Les puedo preguntar qué hacen acá...?

—¡Juan Rulfo para los mexicanos!

—Es que para ustedes México es barato.

—¿Y no extrañan a sus papás?

—Una vez estuve en Madrid y comí paella, pero no me gustó porque no llevaba chorizo.

—Manuel Vázquez Montealbán.

—JA JA JA [Reacción a mi pronunciación de cualquier palabra en náhuatl].

—¿Y ustedes qué opinan de este desmadre de México?

—Pero ustedes no entienden el desmadre de México.

—Otra vez los españoles conquistando México.

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7 de septiembre de 2021, entre las ocho y las nueve de la tarde. Me encontraba tirado en el sofá, leyendo Curvas peligrosas de Susana Hernández para un curso sobre novela policiaca escrita por mujeres que estaba tomando en la UNAM. Weselina se había bajado con Richi a comprar cerveza al 7-Eleven. De repente, una alarma empezó a sonar afuera. Inicialmente, no le hice mucho caso, ya que durante gran parte del día la calle se había inundado de ruidos de bocinas de camiones que intentaban aparcar o maniobrar. Putos camiones, pensé. Curiosamente, ese mismo día había estado con Weselina charlando sobre la literatura testimonial en torno al terremoto de 1985, tema que ella estaba investigando para una comunicación en un congreso. La alarma en cuestión continuó durante unos segundos en los que no tuve tiempo de identificar ese ruido con el de la alarma sísmica, pues que el sofá se pusiera a temblar, que todo el departamento se pusiera a temblar me confirmó inmediatamente que estaba viviendo mi primer terremoto en México.

Siguiendo con el protocolo, como vivimos en un octavo, en lugar de bajar a la calle subí a la azotea, donde ya se encontraba una docena de vecinas y vecinos. Diluviaba y tronaba a lo lejos por la zona del centro. El edificio se movía de un lado a otro como si fuera de cartón, como un barco navegando por un mar picado. Me tuve que sujetar a una de las jaulas de tendido para marcar a Weselina, sin éxito. Una vecina gritaba al teléfono, completamente paniqueada, y su perro subía y bajaba juguetón las escaleras de hierro que dan a los tinacos. Perdón, pero... ¿es normal que tiemble así?, pregunté al vecindario. Sí que está temblando fuerte, me respondió una vecina con esa abulia al hablar tan característica de tantas mexicanas y mexicanos, y no recuerdo si me tranquilicé un poco (por la abulia) o me acojoné aún más (por que temblara fuerte). Sinceramente, no recuerdo qué estaba pensando en aquel momento: simplemente estaba alucinando con que la mole donde vivo se moviera así, con esa facilidad. Entonces vi que en la zona este de la ciudad, en medio de ese cielo lluvioso y lleno de rayos, aparecían unas luces de un azul y de un naranja eléctricos que no eran de este mundo, sino más propias de alguna película de ciencia ficción. Eso no son ni de coña generadores estallando, pensé, ni tampoco rayos cayendo en la tierra. La primera imagen que me vino a la cabeza fue la de los videos de las bombas gringas sobre Bagdad: tal cual era lo que estaba viendo, como si los extraterrestres estuvieran bombardeando con magia galáctica la Ciudad de México. Perdón, ¿y esto es normal...?, volví a preguntar al vecindario. Pues esto también se vio en el 17, me respondió el novio de la vecina con abulia expresiva, con la misma tranquilidad que ella. Ignoré la respuesta, porque no me resolvió nada, y regresé a aquellas luces y a mirarlas con pánico y fascinación, pues eran al mismo tiempo hermosísimas, aterradoras y, ante todo, inverosímiles. El movimiento cesó aproximadamente a los dos minutos. Con la calma llegó el miedo, un miedo consciente tras haber asimilado rápidamente lo que había vivido y saber, ahora sí, lo que era un sismo de magnitud 7.1. Bajé a la calle para buscar a Weselina y a Richi, que recién giraban la esquina para llegar al portal. Weselina me contó que, un minuto antes de que sonara la alarma sísmica, el perro se puso a llorar y a intentar salir del 7-Eleven. Le expliqué, como alucinado, lo de las luces que había visto, y luego supimos por las redes sociales que se trataba de un fenómeno que se produce cuando friccionan las rocas de la corteza terrestre. Una vez en casa, los mensajes de preocupación se alternaron con los memes, y mi amigo Israel Rodríguez me envió varias fotos de bolillos retándome a qué averiguara su significado si verdaderamente me consideraba un buen chilango —ahí descubrí eso del «bolillo pal susto»—. Todavía me duró dos días el temblor en las piernas en cuanto me subía a la azotea para tender la ropa.

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El cielo de Ciudad de México suele identificarse con el smog, con esa capa de contaminación que no hace falta subirse al Ajusco para apreciarla: basta con mirar por la ventana para verla ahí, no encima de nuestras vidas, sino nuestras vidas dentro de ella. Pero cuando sopla el viento y el cielo se despeja, es otra imagen la que nos proporciona el cielo defeño: un color azul pálido que acoge a unas nubes absolutamente impresionantes y que hacen que uno se olvide de la inercia de la ciudad para detenerse, callarse, mirar arriba y contemplarlas. Mi amigo Paco, el historiador, comparte esta pequeña afición, este prendarse de las nubes cuando aparecen sin avisar, pues no es raro ver en sus redes sociales una vez cada dos semanas fotos de ellas desde su ventada de la avenida Coyoacán. A finales de 2020 o comienzos de 2021 subí una tarde a la azotea y, al ver las nubes, decidí escribirlas, y de un tirón me salió este pequeño texto que titulé, obviamente, «Las nubes»:

Yo nunca he visto nubes como las de este valle:

mitológicas, imposibles,

superpuestas y con rubor.

Nubes tremendas que espantan la grandeza;

montañosas, rocosas,

igual que un mundo para los volcanes.

Y pintadas al óleo

en una bóveda así, inconcebible.

En junio de 2022 compré en la Rosario Castellanos, atraído por la composición de su cubierta, el poemario Variaciones de voz y cuerpo de Martí Soler, quien resultó ser uno de los editores, tipógrafos y traductores más afamados del país. Soler nació en 1934 en Gavá, un pequeño pueblo ahora absorbido por la periferia barcelonesa, y llegó a México en 1947. Sus primeras publicaciones poéticas datan de la década de los cincuenta, pero no volvió a publicar nada de su poesía hasta 2014 con Variaciones de voz y cuerpo. El libro me cautivó inmediatamente por su originalidad y personalidad, propia de un autor de veinte o treinta años ¡y no de ochenta! Tal fue mi impresión que hasta preparé una propuesta de comunicación sobre él para un coloquio de poesía mexicana contemporánea, que finalmente fue aceptada. Uno de los hallazgos de la lectura del poemario de Soler fue toparme con otro español afincado en México y fascinado por las nubes de este valle, como Paco y como yo, tal y como nos confirma él mismo con su poema «Muestra de nubes», que dice —mirad qué hermoso el penúltimo verso—:

Nube baja, extensa, inquieta.

Nube inmóvil, fija en el cielo de nuestros días.

Nube reflejo de otras nubes.

(Nubes sin pies ni cabeza.)

Nube que brinca de nube en nube.

Nube que se apelmaza y se ennegrece.

Nube que oculta otras nubes.

(Cielo tras la inmensidad de las nubes.)

Nube en blanco, gris acerado y azul-gris.

Nubes asomándose en el horizonte nuboso.

Nubes que exageran altura y poder mediático.

(Volcanes como nubes acendradas.)

Ando en busca de una antología de nubes

que te pueda presentar de regalo.

 
 

Sesi García

Sesi García (San Sebastián de los Reyes, Madrid, España, 1992). Es doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid y autor de los poemarios Tabaco de liar (Canalla Ediciones, 2012), Otro perfume de hablar (Eirene Editorial, 2014), ¿Quién me compra este misterio? (La Isla de Siltolá, 2017), El octavo día de la semana (Baile del Sol, 2018), Rubayat del DYC (Ojos de Sol, 2020), Geometría y compasión (Premio Álvaro de Tarfe de Poesía, Ápeiron Ediciones, 2020) y Breve antología de la poesía periférica contemporánea (Eirene Editorial, 2021). En la actualidad, reside en Ciudad de México dedicado a la investigación literaria.