Bastillas
De pronto siento que me estoy achicando. Día a día. Le he dado a acortar la bastilla de mis pantalones a la empleada. Me ha dicho que es por los zapatos de verano. Son más bajos y los pantalones tienden a ser más largos. No es que yo me esté achicando, que no me preocupe, dice. La empleada es suave. Tiene ojos como una castaña al fuego. Y me sube un poco la bastilla, como yo quiero. Sin que ella se dé cuenta.
Pero desgraciadamente siento que si me estoy achicando. Mi esposa dice que todo eso son tonterías.
Es por ella. Cada día está más grande. Más estruendosa en el amor. Más escandalosa en sus furias, cada vez más frecuentes. Más grandes sus ojos y sus pánicos. Toma tranquilizantes y hay días en que no surten efecto. Esto me pasa porque no me amas como debieras, dice. ¿Y cómo debiera? De pronto me veo apenas capaz de estrecharla entre mis brazos, temblando con un temblor que no he visto ni en los drogadictos más avanzados. Sus músculos se salen de las órbitas. Pega patadas a diestro y siniestro. Los ojos, aterrados miran una esquina de la pieza, ah, esta pieza que comienza a encarcelarme. Ella lo sabe. Se ha comprado candados para el closet. Para protegernos, dice, deberías agradecerme y en cambio. Teme que la vengan a matar durante la noche. Los inquilinos que echamos son asesinos y drogadictos, capaces de todo, dice. Han disparado desde el bajo del río una o dos veces. Pero bien pudieron estar matando conejos. Quedaron sin casa. Se insolentaron, dice ella. Y a mí, el que se me insolenta, va perdido. Tomó un abogado. Dijo que lo pagaríamos entre los dos. Para echarlos de la tierra. Y los echamos. Solo falta que salga el decreto del juez. Para ese día, dice ella, voy a hacer una fiesta. Pero no sé qué va a comenzar ese día. Estoy cansado, cada vez más cansado de esperar días que no llegan y momentos buenos que solo existen en el futuro. Pero ella siempre sueña con esos momentos, cuando tú te des cuenta de todo lo que he hecho por ti y me devuelvas la mano, dice. Y a mí me da miedo. No parece que vamos a comenzar nada. Todo parece terminar y envejecer. Y ella agrandarse. Cuando salga la orden de lanzamiento del juez creo que nos encontraremos con los ratones gigantescos de la casa de los inquilinos. Pero podremos entrar a ella por qué eres tan negativo que cortas todos mis sueños, dice ella. No sabes todo lo difícil que ha sido tu caída para mí. Sí lo sé. Me lo dice todo el día.
También sé que tengo la culpa de todo. Incluso de que esté nublado y del desánimo que la aqueja algunas mañanas. Y de sus miedos. Y de sus iras. Ella ha comprado candados para toda la casa. Para el armario. Para la puerta. Para las ventanas. No sabría por dónde salir si ella los cerrara todos. Tiene todas las llaves. Vigila todas mis entradas y sobre todo, mis salidas. Desde arriba en su escritorio, la veo, escribiéndome. Escribe una novela sobre mí. Me tiene atrapado como una mosca en una hoja de papel pegajoso. Cuenta cosas de mi vida pasada. De drogadicto. Pero ahora no soy, por qué no cuentas cosas de ahora, le digo.
Entonces se para en una silla y declama: la literatura está hecha de tristeza, de soledad y de tragedia. Lo dice muy fuerte. Quedo sordo. Me exige que me levante temprano. No me gustan los ociosos, dice. He plantado sesenta paltos, pero sigo siendo ocioso para ella. Hay una lista inmensa que da tres veces la vuelta al mundo, de las cosas que odia, que no le gustan de mí. Yo no puedo cambiarlas todas. No tendría vida para cambiarlas todas. No me cabrían los segundos de la vida que me queda para cambiarlas todas. Escribe una novela sobre mi vida pasada. Mi vida de drogadicto. Tiene como treinta casettes con cosas que me ha grabado de lo que yo digo entre sueños. O grabaciones con la grabadora escondida, cuando hemos estado haciendo el amor. Todo lo registra. Con fecha. Grabación del día martes veinte de febrero a las tres de la tarde. Cé me hace el amor, graba ella. No tengo escapatoria. Estoy grabado, historizado, me siento como una de las momias de Chinchorro, de momificación muy, muy complicada. Ella me dice Cé. Bueno, igual tengo un nombre que comienza con C, pero nunca tan escueto. Nunca me ha llamado por mi nombre. Dice que no es necesario. Que yo entiendo si me dice Cé. Y claro, yo entiendo, pero no me gusta. Me gustaría que me llamara por mi nombre verdadero. Pero no lo hace. Solo Cé y punto, dice. Dice mucho «y punto». Después de eso no se puede decir nada más. Ha grabado cientos de casettes. Y luego pone un autoadhesivo con la fecha. Y el número de casette. Son muchas. Mi vida parece hinchada a lo largo de tantas casettes. Las cosas que me han pasado también. No son tantas. Son horribles pero no son tan largas. Ella es incansable. Tiene una resistencia de toro para enumerar casettes y oírlas y anotar todo, todo lo que se dice en ellas. No se cansa. La veo trabajando con sus grandes ojos bovinos a las tres, a las cuatro de la mañana. Y me da susto. Mi vida saldrá inmensa. Mientras más se agranda y se alarga mi vida, más me achico yo. Pero no se lo digo, claro. Estás con depresión, toma esto, diría y me obligaría a tragar una píldora sospechosa de color calipso, que me pondría como la otra vez. Taquicardia cuatro días sin parar. Presión en las nubes. Los ojos salidos. Como si me hubiera dado la corriente. Ella es una mujer de tres mil voltios.
Huyo hacia los paltos. Esos son mis hijos. Los he plantado yo, a mano. Les he hecho una casa de cuatro palos a cada uno. Son distintos. Algunos con las hojas brillantes, verde limón. Otros, con las hojas opacas. Como los seres humanos, pienso. Me viene una tristeza de que el mundo no sea como la tierra. El potrero del fondo. Bien cercado con alambre de púa. Pero por lo menos, no está el techo de vigas. De cada una de las vigas cuelga cada una de sus miradas. No me deja ni a sol ni a sombra. Me voy hacia la sombra de los sauces del fondo. Me meto en el canal. Me iría en esta agua de torrente que corre hacia el mar. Me iría, pero no puedo. Ella me pescaría con una rama, con un anzuelo ensartado. Luego se sentaría a mirarme cómo doy coletazos de muerte. Me haría agüitas de tilo, de menta. Para guardarme vivo. Quiere guardarme vivo. Quiere. Quiere en todos los momentos. Está húmeda. Qué horror. Su vagina siempre húmeda, siempre esperando, siempre hambrienta. Me abraza y me saca toda la sangre y el aire. Quedo como un globo desinflado después de su amor. Y es ahí, en esos momentos, cuando siento más que nunca, que me estoy achicando.
Todo la enoja. Golpea los platos contra el mueble de los platos. Irrumpe con las tazas entrechocándose unas con otras, derramando el café. Todo es hecho en medio de un vendaval de furia, de impaciencia. Estoy hasta la coronilla de ti, parece decirme en medio de sus silencios estruendosos, que duran días, como los inviernos. Luego, de repente, se presenta carnívora y abierta, para el amor. Y a mí me da miedo. Me da mucho miedo de que me coma, de que me chupe y me haga desaparecer en su vientre. Hay casos, claro que no aquí, en esta época, pero igual. Me da miedo. Por lo chico que estoy. Me arranco entre sus piernas abiertas y me voy a regar.
Ahora ella por suerte no me lleva colgado de una cadena al Centro de Rehabilitación. No me lleva porque terminé el proceso. Con pleno éxito. No tienes otra oportunidad, me dijo una vez, golpeando unas cucharas en una fuente de loza. La quebró. Todos sus ademanes quiebran las cosas. Ahora ella me tuvo que entregar el dinero que ella manejaba. Porque era mío. No le gusta que yo tenga dinero. No le gusta que yo compre las cosas eligiéndolas yo. No le gusta que tome decisiones. Yo tomo algunas, como de perfil, sin decirle, para no enojarla, pero vano intento. Se enojará igual.
Ahora que saliste del Programa me echaste al olvido, dice. Pero cómo uno podría echar al olvido a una mujer tan inmensa. Tan resonante. Ocupa todo el espacio. La casa tiene su forma. Las caderas, inmensas, redondas. Los pechos derramándose por el valle azul de este pueblo. Todo tiene su forma, su olor. A veces, quisiera otros olores. Quisiera viajar. A Europa. Ver catedrales. Ella es como una catedral de grande. Y yo, aunque quiero, no puedo echarla al olvido. No puedo echarla a ninguna parte. Siempre está a mi lado preguntándome ¿cómo te sientes ahora? Es como si tuviera obligación de contestar “bien, muy bien”. Porque tanto tiempo me he sentido mal. Dos años y medio duró el Programa de Rehabilitación. Y ella estuvo todo ese tiempo rallando inmensas manzanas con miel y metiéndomelas con cuchara para que me viniera el sueño. Me venían náuseas. Odio las manzanas con miel. Pero no me venía el sueño. Pasé tanto tiempo sin dormir, que lo olvidé. Ahora en la noche, la miro dormir. Antes se levantaba, se ponía su inmensa bata y se sentaba en mi lado de la cama. La cama se combaba un poco hacia ella. Es muy grande. Y muy fuerte. Y muy generosa. Mi mamá la encuentra una santa. Yo la encuentro como una legión de santos. Tan impredecible que me canso de husmear desde la bisagra de la puerta su perfil para ver el ánimo con que habrá amanecido cada día. Hay días buenos. Amanece suave. Y es como si pesara menos, como si gravitara menos y el día es alegre, liviano y de colores suaves, con un sol grácil y una luna desmelenada y joven. Pero cuando amanece de malas, líbreme Dios. Me escondo. Hay que esconderse. La prudencia más esencial manda esconderse. Amanece rugiendo que todo lo tiene que hacer ella y que está hasta la nuca de algo que no sé qué es, pero que tiene que ver directamente conmigo. De que yo sea tan frágil. De que yo sea tan débil. De que no me pueda la máquina de cortar pasto, ni cortar pasto puedes, dice, malhumorada. Se pone horrible cuando está malhumorada. Entonces yo escapo. Me siento al computador y mando muchos emails a todo el mundo. A quien quiera que sea. Son como S.O.S. Pero se me han acabado los amigos. Tengo uno solo. El Oso. En Holanda. Pero está muy lejos. No podría venir a socorrerme. Aunque pudiera. Él también está casado con una mujer fuerte.
Ella me exige que haga clases. Cada vez más clases. Ya llevo ocho cursos semestrales. Lo menos que podrías hacer, dice. Ten en cuenta que con el trabajo no se juega y no abunda. Ocho cursos. Apenas puedo prepararlos. No alcanzo. Se me confunden los temas, además. Por qué estás tan distraído, deberías inyectarte vitaminas, dice, con los ojos inyectados en sangre y malhumor. Hago todas las clases que puedo. Hago ocho cursos diarios. Ocho por cinco. Cuarenta horas semanales. Es mucho. Es como los cuarenta ladrones pero de mi vida. De mi sangre. Llego los viernes a tumbarme, sin pulso. Caigo sobre la cama. Medio muerto. Ella me abre la boca y me echa sopa de espinaca, pésima, y me obliga a comer merengue con azúcar. Para recuperar la energía, dice. Tiene razón. Siempre tiene razón. Mañana deberías cortar el pasto, agrega. Y llamar para que vengan a podar los paltos y que traigan gas licuado. Hay que estarte diciendo todo. Se están secando todos los árboles, amenaza. Todo es del último día de la creación con ella. Todo es trágico. Su madre fue terrible con ella y la hizo sufrir mucho de chica. Se venga conmigo. Ahora ella es igual a su madre. Una vez se lo dije y me tiró una lámpara prendida. Casi me electrocuto. Nunca más me diga eso, lo lamentarás, dijo. Tenía razón. Siempre tiene razón. Esas cosas no se dicen.
No sé, pero tengo fuerte la sensación de que todo el mobiliario es más grande. Las sillas son inmensas. Tengo que subirme como los niños. Trepando por ellas. Y las lámparas. Ahora no alcanzo a cambiar las ampolletas. Hacen falta cortinas y postigos pasa diciendo ella gigantesca, con el pelo canoso como un gran sombrero blanco, iluminado casi incandescente por la luz de la ampolleta. Su madre también es canosa como ella, pero eso ya no lo digo. No aguantaría otra lámpara prendida lanzada a mi tórax.
Cuando llegamos en la noche, prendo las noticias. Veo todas las noticias que puedo. Necesito saber qué pasa en el mundo, al que casi no asisto. Veo noticias de Pakistán, del ataque a las Torres Gemelas, de la corrupción en Chile y las huelgas de médicos. Veo todos los informes económicos. Tres veces cada uno. Ella no se da cuenta. No entiende nada de economía. Es mi fuerza. Sé que el planeta va hacia su perdición y ella no lo sabe. Cree que basta con regar los paltos y el césped, cree que basta con gritonear y decir «y punto» para que la vida continúe y se haga lo que ella quiera. No sabe que dos gigantescos hoyos negros están a punto de chocar en el espacio interestelar. No sabe que la otra noche vi una luz vertical y redonda que bajaba y subía sobre nuestro valle. Luminosa. Radiante. Salí corriendo al potrero. Pero ya no estaba. Se habían ido. Tal vez tienen un radar interior de las personas. Y no quisieron bajar aquí. Es todo tan triste en esta casa. Tan solo. Tan enemigo. Ella ni siquiera sabe lo que son hoyos negros. Y cree que el cometa que arrasará con la tierra el año 2137 es puro cuento. No sabe cuánto es el IPC de este mes. No sabe cuánto es el reajuste del sector público. Yo todo eso lo sé. Son datos que guardo. Datos sobre la tierra. Por si viene un cataclismo, para tener memoria, para protegerme contra el olvido y el dar vueltas eternamente alrededor de una elipse. Ella mira con desconfianza las noticias. Son todas iguales, dice. Me cargan. Pero yo las pongo igual. Es el único momento en que soy el hombre de la casa. Amo las noticias. Ellas me permiten entrar al club de los vivos.
Las comidas son penosas. Nunca tengo hambre. Pienso en los ocho cursos semanales y se me quita el hambre. Ella pone dos individuales rojos en la mesa, en silencio helado. A ver si te atreves a encontrar mala mi comida, parece decir. Pero no lo dice. También el puré está helado. Me sirve platos cada vez más grandes. Furiosa porque tiene que lavar los platos después. Yo manejo y ella hace y lava la comida. Yo no soy tu empleada, me silba como una boa. Y me cuesta tomar los cubiertos. Y los pedales del auto. Me cuesta tanto alcanzarlos que me duelen las pantorrillas cuando nos bajamos. Todos los días viajamos ciento veinte kilómetros. Desde que me compré la camioneta hemos recorrido seis veces el largo de Chile. La camioneta. Ese es mi lugar. Allí ella va callada y se ve como más pequeña. Pero igual llena la cabina con su silencio feroz y su mutismo como una ola de inundación quieta, una sombra que se cierne. Cuéntame algo bueno, digo, mientras manejo y miro la carretera con las luces de los autos en contra. Me hieren las luces altas. Pero cada vez las veo más grandes. Y más altas. Ponte el cinturón de seguridad y no corras a más de ciento veinte. Es el máximo permitido, dice ella. Le importan mucho las cosas permitidas y las no permitidas. Las no permitidas se las sabe de memoria. No podemos decir que hemos gastado menos luz si hemos gastado más luz, dice cuando quiero falsear los kilowatts del marcador, para que no nos salga una cuenta espantosa de luz. Porque ella tiene miedo a la oscuridad y duerme con todas las luces prendidas. Incluso la del televisor. Despierto en medio de la noche con la luz de luna del televisor lanzando señales luminosas blancas a la nada. Cada vez tenemos un televisor más grande. Pero eso no se lo digo, porque diría no digas tonterías. Solo que me parece que es más grande. Y las puertas. Y las cerraduras más altas. Cada vez más lejos la puerta de reja. No se lo dije pero me puse un cojín en el auto. Lo vio y bufó. ¿Por qué no me pusiste uno a mí? ¿No sabes que tengo hernia a la columna? Eres el colmo del egoísmo. Solo piensas en ti. Le puse un cojín y topó el techo. Se veía tan alta, que ella misma se lo quitó. No veo el camino, dijo. Pero igual, eres un egoísta.
A veces le hago el amor. Cada vez con más miedo. Ella, inmensa, excitada, me toma en vilo, me mete entre sus piernas. Es una región, un valle húmedo y oscuro que temo. Sus pezones se levantan como dedos. Conmigo tuvo orgasmos. No los ha tenido con nadie más. Por eso me ha encerrado y no me deja ni a sol ni a sombra. Nunca te dejaré, dice con voz de amor, con la ronquera de la excitación. Pero eso a mí me da miedo. Suena como candado. Después del amor, quedo exhausto. Como después de las cuarenta horas de clase. Ella me acaricia el pelo, me lo chasconea. Mi niño, dice. Y es cierto. Estoy cada vez más bajo. El otro día fuimos a un matrimonio. Se puso tacos. Y después de mirarme un poco, se los sacó. Igual me veía bajo. Creo que te llego hasta el codo, le dije. No digas tonterías, dijo ella. Ya me saqué los tacos. Vamos a ir al matrimonio de todas maneras. No sacas nada con manipular y buscar excusas para quedarte. Aprendió la palabra manipular en el Programa de Rehabilitación cuando era mi apoderada y ahora la usa todo el tiempo. Pero era cierto que yo me veía muy bajo. Ahora tengo que saltar para poder lavarme los dientes y para peinarme. No me veo en el espejo. Lo mandaré bajar. Voy a hacer un espejo de cuerpo entero en el baño. Enmarcado en roble. Después pondré cortinas. Pediré un adelanto de mi sueldo. Ella me pregunta, ¿pediste adelanto? ¿cuánto pediste?, y se acerca por sobre mi hombro cuando me llega la cartola del Banco.
Esa mañana, la oí gritar, llamándome. Pero yo estaba al lado suyo, como siempre. Habrá quedado ciega, pensé. Me contó que en situaciones de extrema angustia, le venía ceguera temporal. Pero ahora no era angustia. Era rabia, simple, pura y roja rabia de mujer gigante. Porque amaneció gigante. Sus muslos parecían colinas beige. Sus brazos, ramas de árboles.
Echó hacia atrás las sábanas y casi me tiró al suelo. Yo agité los brazos, haciéndole señas, aquí estoy amor. El psiquiatra me ha dicho que hay que tratarla suavemente, que ella es una niña asustada en el fondo. Parecía de todo menos una niña asustada. Sería bien en el fondo, porque por fuera no. La vi recorrer una y otra vez las piezas gritándome cada vez con más furia. No sacas nada con evadir. Tienes que ir a hacer clases. No han comenzado las vacaciones, gritaba, descontrolada. Dónde estás, golpeando los platos, la loza todo. Tazas y platos gigantes. Después tomó la escoba y comenzó a levantar los muebles a volcarlos, llamándome, revolviendo debajo de las camas.
Entonces tuve terror. El terror más inhumano. Salté por la celosía. Cupe perfectamente. Por suerte no tengo tanta hambre y estoy más delgado, pensé, mientras me perdía en la selva de césped del jardín infinito. Las briznas de hierba me tapaban. Cuánto me voy a demorar en llegar hasta la camioneta, pensé, rendido antes de comenzar. Y en subirme. Realmente, debería haber tomado vitaminas como ella decía, pensé. Tenía razón. Siempre tiene la razón.