Lomos de cerdos

Austrian National Library

Todo sucedió una víspera de navidad. En esta ocasión, la cena estaba servida antes de tiempo. La celebración en honor al natalicio de Jesús de Nazaret suele llevarse a cabo siempre un veinticuatro de diciembre en Nicaragua. La costumbre es cocinar relleno, una especie de guisado de pollo, cerdo, pan, vegetales, pasas, kétchup y leche. También, se acostumbra a cocinar lomo de cerdo relleno, valga la redundancia, con relleno, un placer que pocos, en un país tan pobre como Nicaragua, se pueden dar. Abel puso mucho esmero en preparar el lomo relleno para su mamá, la Cecilia. Esa noche eran ellos dos y nadie más. 

—Que rico está este lomo —dijo la Cecilia, mientras masticaba con la boca abierta y se limpiaba los restos que se le escurrían por los labios con los dedos—. ¿No te salió caro este cerdo? —le preguntó al Abel, chupándose los dedos. 

—No —contestó él.

—Tuve un sueño extraño, sabes, ahora que estoy comiendo cerdo —le dijo con la mirada perdida en el plato—, lo recuerdo. Estábamos aquí en la casa, pero el día que matamos el chanchito que tanto te gustaba ¿recuerdas?

—Claro, cómo olvidar que me llevaron engañado al parque, y para cuando regresé ya tenían puesto el perol de los nacatamales.

La Cecilia soltó una carcajada.

—Bien que te lo comiste rico —le dijo.

—Hasta que me di cuenta que era mi chanchito —respondió él.

—La Fernanda la cagó toda —dijo ella—, nadie había dicho nada hasta que ella salió de tapuda diciendo que estaba muy rico tu chanchito. 

Abel escuchó ese nombre y se empinó un trago de guarón.

—¿Ya no la seguís viendo? —preguntó la Cecilia.

—Hace rato que no la veo —contestó él sin inmutarse.

—¿Cómo te fuiste a enredar con la hija de Ricardo? Es que no lo entiendo.

—Yo no te digo nada a vos por haberte metido con ese hijo de puta.

—Mejor no hablemos de eso —dijo ella y siguió comiendo, mientras se embarraba los labios, se limpiaba y se chupaba los dedos.

***

Fue un veinticuatro de diciembre el día que le mataron el chanchito al Abel. Ese nombre que le puso su papá, el Francisco, para que cuidara bien de los animales de la casa: un montón de gallinas, patos, chompipes, perros y gatos flacuchentos, y, por supuesto, un par de chanchos para matar un veinticuatro. Ese día, como bien dijo el Abel, lo llevaron al parque central a ver los nacimientos y los árboles de navidad. El centro del pueblo quedaba a unos dos kilómetros de la comarca donde vivían. Las casas del centro eran las típicas de arquitectura colonial, muy al contrario de las del campo, por lo general, estructuras a media falda de piedra cantera y el resto de madera con techo de teja a dos aguas. La casa de ellos era muy bonita por fuera, al Francisco le gustaba aparentar; pero por dentro había un par de detalles que nunca se dignó a reparar, como la vieja rendija en la puerta del cuarto donde dormían él y la Cecilia. Tardaban unos treinta minutos en llegar al centro. Siempre fue un recorrido lleno de historias y aventuras para la imaginación infantil de Abel. Cuando llegaron a la plaza central, la tía encargada de cuidarlo, la Martha, le compró manzanas en miel y unas cuantas bombitas de pólvora para que anduviera jugando con los otros niños. 

Cuando regresó a la casa, ahí estaba su papá echándose unos tragos con Ricardo. Este último, advirtiendo su presencia, lo miró con desprecio, como siempre, como si supiera de algo oculto en la existencia del Abel. Su mamá, soplando el fuego con unas tapas de aluminio para que cocieran los nacatamales, sonrió con malicia al verlo llegar. Le tiró un beso. «Ahí viene mi muchachito», dijo, y le sonrió al Ricardo con misterio. También andaba la Fernanda, toda sucia, despeinada y chintana, jugando con los carritos de madera, de esos que hacen en Masaya, los mismos que le habían regalado a él la navidad pasada. Todo parecía estar en orden, con un par de sonrisas misteriosas que no comprendía muy bien, pero en orden, como todo veinticuatro, cuando la casa era un caos, y todo para celebrar el natalicio de Jesús de Nazaret. Abel no se percató de la ausencia del chanchito por andar peleando con la Fernanda, que no quería devolverle sus carritos de madera. 

Abel tenía nueve años, ya recordaba algunos veinticuatros. Su papá mataba sin ayuda a las gallinas, a los patos y los chompipes. A los primeros se les retorcía el cuello hasta que quedaban flojos como un trapo, a los segundos se les cortaba la cabeza de un machetazo, y a los terceros se les daba un trago para embolarlos, pues, según así, la carne se les suavizaba luego de muertos; y ya mareados, se les volaba el cuello. Pero eso sí, su papá, Francisco, siempre ofrecía una oración de agradecimiento a Dios, dibujaba una cruz en el piso con la sangre del animal muerto, y lo colocaba ahí por unos minutos. «Nunca le tengas pesar a un animal, porque si lo haces, va costar que se muera, y va sufrir de más», le decía el Francisco. Solo cuando había que matar chanchos era que llegaba el Ricardo. Por lo general, todos los veinticuatro. Él era un experto matarife, no tenía pesar en la mirada. No hacía cruces con sangre en el matadero.

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***

Fue otro veinticuatro de diciembre que murió Francisco. El siguiente después que le mataron el chanchito al pobre Abel. Ese día no lo llevaron a la plaza, pero sí lo dejaron jugar con triquitracas y cachiflines. Ya andaban cansados todos los chavalos de tanto correr uno tras de otro que decidieron encender unos cuantos volcancitos. La Cecilia le había comprado un montón de pólvora para que quemara toda la noche y no la anduviera jodiendo. Pero él había guardado los volcancitos para el final, y para que no se los encontrara la Fernanda los escondió en el cuarto de la Cecilia y de Francisco. «Ya vengo», les dijo a los chavalos, y salió corriendo a traer los benditos volcancitos. La música, como de costumbre un veinticuatro, estaba a todo volumen. En la comarca las casas quedaban a unos cien metros de distancia, el ruido no era un gran problema. La puerta del cuarto estaba cerrada, él intentó abrirla en vano. Se asomó por la rendija que nunca reparó su papá y logró ver al Ricardo, desnudo, encima de la Cecilia, que le tenía puestas las piernas en los hombros, gimiendo, mientras el otro le empujaba la pelvis contra ella, apretando las nalgas peludas. Abel miraba el lomo del Ricardo sudado y tenso, como un pedazo de carne asquerosa, con una sensación de repudio que solo se comparaba con la imagen de los cerdos en el fango. Y seguían, y seguían sin parar, y cada vez más duro, y cada vez más rápido, y él sin entender; y con una curiosidad morbosa, con la boca abierta, se quedó mirando, hasta que llegó Francisco y lo empujó para ver qué era lo que pasaba. Entonces lo agarró en sus brazos y se lo llevó donde su hermana y vecina, la Martha, y le dijo que lo cuidara, que él ya regresaba, que no lo dejará salir. Pero Francisco nunca regresó, solo su mamá, la Cecilia, sudada y partida en llanto, tirándose al suelo, y gritando. Y corriendo vio salir al Ricardo en bolas, y bañado en sangre. Y sin entender bien, el veinticuatro se volvió aburrido y triste. Y su papá fue enterrado un veinticinco, el día en que había nacido Jesús de Nazaret. Y no hubo regalos ni tiradera de pólvora a la media noche, y la gente en la comarca los miraba como raros. Y la policía llegó varias veces a la casa. Y un día supo que su papá había querido matar, de borracho, al Ricardo, y que en defensa propia este lo había terminado matando. Y la Fernanda siguió llegando a jugar con sus carritos, y Ricardo a empujarle duro la pelvis a la Cecilia, que gemía como si le doliera el alma, y cada vez más duro, y cada vez más rápido, apretando las nalgas peludas, y sudando el lomo asqueroso que solo cerdos en el fango podían equiparar el repudio que le producía, y él siguió mirando con una curiosidad morbosa, pues ni Francisco ni Ricardo repararon la rendija; hasta que todo terminaba con el Ricardo pujando como si tuviera adentro al diablo y la Cecilia se estiraba como si dejara salir de ella un gran tormento. Y un día, cuando estaba más grande, le dijo a la Fernanda que miraran juntos…

Ariel Raudez

Ariel Raudez (Jinotepe, Nicaragua, 1991) Es Licenciado en Psicología General y escritor de cuentos y poesías inédito. Considera que la genética jugó una carta interesante en su vida: fue el único en su familia que se interesó en el arte hasta que a los 18 años conoció por fin a su familia paterna, la cual está llena de pintores, músicos, escritores y artesanos. Participó en actividades de lectura de poesía en su ciudad y en el micrófono abierto del Festival Internacional de Poesía de Granada.

https://www.instagram.com/raudezariel/
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