La tensión
Mi amigo Agustín dibuja todos los días. Sale y desliza un pájaro en el papel -una calandria quizás, un chingolito- retrata a los compañeros, se va y desaparece y dibuja con exactitud las líneas de una plaza, una casa roída, un árbol sin hojas, un esplendor de la naturaleza, observa y el trazo se libera de su mano para hacerse forma y fondo. No suelta su cuaderno de dibujos, lo lleva en las manos como una reliquia porque su vida depende de ello. La carbonilla que carga se gasta con cada trazo y la repone como si sustituyera una exhalación por otra. Respirar. También usa las acuarelas, pinta a todas horas, sin descanso. Pintar es vivir. Es una práctica que veo continuamente, su mano sabe dónde parar y dónde seguir, también veo dónde la mano aprende algo nuevo, donde ya es maestra de los símbolos.
Hay oscuridad en sus dibujos. Pintó, hace algunos meses, un rostro de aire. Me contó de la tensión entre el cabello del rostro, que se iba hacia atrás por el viento, y la dirección del aire que le salía por la boca a la figura, que iba hacia adelante con violencia. Un rostro, una boca que sopla, el aire que revuelve los cabellos y empuja todo hacia atrás. Esas dos fuerzas dispares crean en el dibujo un quebranto casi físico, primordial, tempestuoso. Admiro esa obra porque me hizo extrañar la aparente tranquilidad del mundo. Allí, el rostro lo era todo -era el mundo, casi el universo mismo- y las fuerzas chocaban en el papel como si estuvieran vivas, como si me tragaran definitivamente y me llevaran hacia otra dimensión, más volátil y también más violenta, donde la realidad no tiene descanso, donde mi cuerpo quisiera separarse en miles de pedazos mínimos, hechos así para buscar una consciencia y aprender que están en un lugar que es una dicotomía clásica: a la vez una estación de bienvenida y un conjuro de viento y muerte.
También hay luz. El rostro que adquiere el aire limpia el calor del verano (estamos en diciembre y el verano austral lo quema todo en este paisito), y por un segundo, a pesar de la tempestad, hay un aura de paz, todo está bien, nadie se queja porque estamos frescos y nos abrazamos. No hay calor. El ejercicio de Agustín, al crear, me entregó a la conciliación y a la tortura del pensamiento. ¿Se puede hacer de dos formas, una oscura, una limpia, al mismo tiempo y que las dos formas choquen y se dialoguen y vivan entre sí como en el agua?
Cada Casapaís, y sobre todo esta, la última del 2022, Cada árbol un cuerpo, ha venido desde una causa y traído una consecuencia, siempre la misma. Tensión. La revista ha apretado la vida de todos los involucrados (autores, Guido, amigos de la casa), hasta crear y deshacer partes del tiempo, minutos que se usaron para alimentar la revista, darle más fuerza y tensión, llevarla hasta el ostracismo y traerla de regreso, robarla, amarla, repudiarla, fijarla en la mente de quienes quieren ver acá su literatura, lugar que quisiera dar y dar y dar. El triunfo es de ustedes. Los felicito por la escritura y por el arte. Leerlos, este año, ha sido una verdadera conmoción.
Mi amigo Agustín seguirá pintando, como lo ha hecho hoy, ya lo he visto, para llevarnos a reinos inimaginables. También lo hará quienes lean este número tenso, lleno de vasijas repletas de interrogantes, relaciones tristes y alegres, poesía de la piedra, la sociedad en su cima más baja, si es que se puede pensar en las altitudes como la inversión de un abismo. Para aquellos que quieran existir, aquí está Casapaís, y estará siempre luchando por ustedes, para que se revelen contra la comodidad y tensionen las llaves de su escritura.