Seis poemas de Zully Ordoñez
I
Soñé con las mujeres de mi familia,
con las que hablo
y con las que no,
con las que aún creen en Dios.
Nos reuníamos en profundo apego
y deshilachábamos el tiempo en nuestro círculo
de ruinas del mundo;
en nuestras frentes nos marcábamos
con la sangre de Vida,
unión acrónica desde el día en que respiramos
en la tierra.
Y así, sumergidas en el afecto de los siglos,
destruíamos a los dioses eternos,
ancestros con máscaras de Ley.
En medio de nuestro amor
de entrañas y sangre umbilical,
compactas transmutábamos
en rocas de agua,
guardianas de la palabra minúscula
que brota en los confines secretos,
en las comisuras sagradas
de las mujeres que hemos sido
y que seremos.
II
A la media noche nos convertimos en espectros que buscan respuestas en los techos y en las sombras de los árboles para recolectar restos de deseos ajenos en el pecho y las almohadas vacías. Vivimos años desgastados en los ojos y en las manos, absolutamente engañados por necesidades que trascienden la estatura y la sonrisa. Elegimos la muerte antes que el campo de las hojas y nos sumergimos en la necedad de las moscas hasta enmohecer el futuro. Así inician mis sueños, con puertas de treinta centímetros y yo reptando por paredes de cartón, que también son las paredes de mi existencia. Soy la niña del rostro de viento, agitada por la huella de las cosas, de los vicios y los recuerdos: ancestros persiguiéndome en los sueños como pupilas que acechan desde el silencio de las voces vacías.
III
A veces creo estar sola en el mundo de las piedras que desgarran, pero viene la mañana y encuentro en la muchedumbre un viaje cómplice: hombres, mujeres, niños, todos condenados a creer. Resisto pensando en el tiempo desdoblado de las cosas, mientras duermen las gentes destilando el cansancio por los poros. Un espectáculo de caras y voces hastiadas se mezclan hasta formar un solo rostro silenciado. No tienen palabras en la boca porque saben que es en vano hablar.
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IV
Soy esfera
germinando sueños líquidos
en piel cubierta por el vaho de la tierra.
Allá, donde las hojas no respiran,
cada segundo de este sueño
se expande.
Descubro estrellas muertas
que trituro y esparzo en mis pupilas,
en mi cuerpo dilatado de volcán.
De mi sangre brotan los segundos
como alfileres sin cabeza; despierto y compito
contra las horas. Ante la explosión del silencio,
el cuerpo envejece.
V
Surcos nuevos, escamas repentinas, el cuerpo en silencio se transforma mediante un acto impulsivo, natural, dolorosamente orgánico como el acto mismo que motiva a las polillas a contemplar de cerca a la luz. El acto de crecer dura segundos o siglos y se repite sometiendo al cuerpo al escrutinio del ojo propio. Al ojo que mira escépticamente los surcos que lo acogen.
VI
Sensaciones:
Manías, dedos remordidos,
cabellos arrancados sin piedad,
nudillos explotados hasta enrojecer.
Aquello no tiene nombre
ni forma, se siente como picaduras de insectos
en las mejillas, en los pulmones, en la lengua.
El cuerpo se torna cárcel. No tiene palabras,
es imagen. Nada se entiende,
la realidad se transforma. El nombre propio
no existe, ni el amor ni la familia.
Todo es silencio, experiencia
y cuerpo agonizante. Es resumir la vida
en una profunda exhalación.