Tres poemas de Santiago Acosta
Nunca entregues tu corazón a una planta nuclear
Los bares están cerrando.
Desde la ventanilla del taxi que me lleva de vuelta a casa veo las luces de la ciudad reflejándose sobre la bahía.
A mi derecha, apartamentos de lujo completamente vacíos.
Ya nadie sueña con vivir cerca del mar.
La tormenta inutilizó casi todas las líneas de transporte subterráneo.
Largas filas de tractores procuran en vano recomponer los túneles derrumbados, pero la sal no deja de hacer su propia excavación en el acero de los refuerzos y los rieles.
Sin embargo, la gente continúa bebiendo, haciendo amigos y enamorándose sin control.
Fumando irresponsablemente en los balcones mientras, bajo la ceniza, colapsan las redes urbanas.
Muchos aseguran que no hay nada que temer, que los acontecimientos han sido exagerados por los noticieros y la ansiedad general.
Son las cuatro de la mañana y ya me deslizo entre ríos de fieles que cargan imágenes de la Virgen, suben y bajan de camiones, y cruzan a pie las autopistas a dos grados bajo cero.
No soy quién para cuestionar los códigos de la desesperanza.
El taxista maneja en sospechoso silencio, como si callara un secreto de estado.
Como si conociera el propósito de las últimas inundaciones.
Siempre hay alguien que se nos acerca para decirnos quédate un poco más, no te vayas, ahora es que se va a poner buena la fiesta.
Pero yo no dejo de pensar en la inmodestia de las casas con vista al mar.
Quienes habitaban las costas de Fukushima durante la Edad Media colocaron por todo el terreno tabletas de piedra con advertencias precisas:
No construir en esta costa | Riesgo de tsunamis.
Hoy las corrientes radiactivas han alcanzado las playas de California, México y Perú.
La gran zona de plástico del Pacífico ya comienza a disolverse por la acción de los isótopos.
A las oficinas del gobierno llegan cientos de familias afectadas por la misma radiación que hace relumbrar las tripas de los peces.
Los televisores de la sala de espera transmiten imágenes de una nueva refinería inaugurada cerca de la frontera.
Las llamas de las antorchas han sido borradas digitalmente, y ahora la refinería se alza inocente contra un cielo perfectamente azul.
Nadie nota cuando la embajadora pasa frente a todos arrastrando un saco de tubérculos cubiertos de alquitrán.
El conductor del taxi acelera dejando aún más negra la larga noche de la crisis.
Subo el volumen de los audífonos para atormentarme con los sintetizadores y el bajo. No quiero escuchar los quejidos de mi vientre intoxicado.
Ya nadie sueña con despertar todos los días frente al mar.
No me importa llevar en las tripas el parásito del desaliento.
Las playas harán combustión para despedirnos.
El hijo del policía
Sin pensarlo dos veces, me adentro en la pista de aterrizaje abandonada.
Una pareja de alazanes y un joven potro se alimentan tranquilamente del tierno pasto que nace entre el barro y la arena.
Sabía que a un par de kilómetros al oeste estaban las ruinas de un estadio de beisbol nunca terminado, que durante algún tiempo funcionó como estación de la Policía Independiente de la Costa.
El estadio fue un temido centro de interrogatorios, sobre todo después del descalabro del último gobierno del Partido.
Las huellas de las torturas aún pueden verse sobre la piel de los pescadores que cada mañana regresan de altamar.
Las cicatrices brillan bajo el sol igual que las escamas de las sardinas.
La población de peces ha repuntado después del cierre de los últimos hoteles y clubs vacacionales. He visto cómo, semana tras semana, las redes vuelven cada vez más cargadas de esa masa plateada y convulsionante.
De pequeño visitaba estas playas en compañía de mis padres, a veces todos o casi todos los fines de semana.
Solía perderme con los niños del pueblo. De no haber sido por mi piel bastante más clara, casi blanca, habría parecido uno más de ellos.
Esta costa era una especie de santuario, aislado del resto del litoral gracias al precario camino de tierra que lo comunicaba con la vía principal y a la desolación de sus playas vírgenes, que carecían de las comodidades exigidas por el turista medio.
En mis años de estudiante universitario me atormentaba un mismo sueño recurrente. Tras años de no haber vuelto, llegaba para encontrar las colinas invadidas por cientos de edificios toscos y torcidos, que parecían a punto de desplomarse sobre la orilla del agua.
Para llegar al estadio hay que tomar un camino estrecho que se abre entre las uvas de playa.
A medida que asciendo, noto cómo la vegetación cambia rápidamente y los sonidos del mar son reemplazados por los de un bosque tropical seco y caliente.
Algunos pájaros dan saltos sobre la hojarasca, produciendo chasquidos que se asemejan a pasos.
A cada momento giro mi cabeza esperando encontrar un animal grande o algún perseguidor sigiloso.
Me han advertido que debo andar con cautela.
Tras el fin del Partido, el crecimiento acelerado de los pueblos vecinos los ha convertido en ciudades anárquicas.
La abolición de los sindicatos produjo una masa atomizada de individuos depresivos, que vagaban por el pueblo sin rumbo fijo.
Incapaces de recuperar las habilidades de la pesca y el cultivo, se dedicaron al robo, la extorsión y el bandidaje.
Sin embargo, la relación entre esas nuevas ciudades y el pueblo es generalmente pacífica y puramente transaccional.
De vez en cuando llegan en un tropel de motocicletas en busca de alimentos producidos localmente, que insisten en pagar a precios exorbitantes.
Al entrar en un claro del bosque veo por primera vez el estadio. Decido darle una vuelta de reconocimiento.
El calor reverbera con tal fuerza que parece hacer vibrar la estructura de acero y hormigón.
Sobre el talud de la carretera encuentro cientos de agujeros, seguramente el resultado de fusilamientos en masa ejecutados por la policía.
Con ayuda de mi navaja logro extraer una bala dorada. Me extraña que sea de una nueve milímetros. (¿Quién fusila con pistola?)
Pienso en las cicatrices de los pescadores, marcas de un pasado reciente sofocado en las redes de la historia.
Continúo bordeando el estadio y me encuentro con los restos de lo que parece la barraca del último vigilante.
Una vez que compruebo estar solo, decido adentrarme en la construcción.
Las historias de los pescadores giran dentro de mi cerebro como las aspas de un destartalado motor fuera de borda.
Desenfundo mi Canon T5 y disparo las primeras fotos.
Alguien ha pintado sobre el concreto, en rojo y blanco, un mural con calaveras, huellas de manos, y la frase: «Los muertos danzan, la sangre llora».
Imagino cuerpos amarrados con cables y rostros destrozados con las mismas herramientas usadas en la obra.
El mediodía incandescente hace que las imágenes parezcan demasiado homogéneas y sin profundidad.
Pienso en lo limitado de toda representación, en lo difícil que es reproducir, no la realidad, sino lo que percibimos de ella.
Las finas nubes que por un momento tapan el sol le dan al cielo el aspecto de una fotocopia desleída.
El estadio ha tomado nuevo cuerpo ahora que las sombras parecen más leves, casi transparentes.
Aprovecho la oportunidad y disparo nuevas fotos.
Hago zoom en la pantalla de la Canon para examinar los detalles del mural y noto otra frase escrita en su parte inferior: «En memoria de los protectores – PIC».
El descubrimiento me alarma.
En la siguiente imagen veo, sobresaliendo detrás de una columna, el delgado brazo de un niño de piel clara.
Una súbita ráfaga de viento hace sonar las palmeras.
Sobresaltado, me echo a correr por el camino que lleva de vuelta a la playa.
No sé si huyo del niño o si el niño huye de mí.
A lo lejos, escucho gritos y el bramido de numerosas motocicletas.
El niño me encuentra agazapado detrás de un montículo de cantos rodados.
En su cuello veo la cicatriz innegable del roce de un proyectil. Su oreja derecha parece apenas una esquirla de piel.
Quiere saber si yo fusilé a su padre, el policía.
Le respondo que son los policías quienes fusilan a los pescadores.
Se aproxima más y me pregunta si yo ejecuté a su familia.
Me aferro a mi navaja.
El ruido de las motocicletas se hace cada vez más estruendoso.
Las hormigas suben por mis piernas con la voracidad de una horda justiciera
Pienso en las balas de nueve milímetros, en los fusilamientos que ahora me parecen una venganza colectiva.
«Los muertos danzan, la sangre llora».
En los puños de los motorizados resplandecen las nueve milímetros.
En los ojos del niño, los cuerpos de los policías fusilados en un levantamiento espontáneo.
Me habían advertido que debía andar con cautela.
Las historias de los pescadores se rompen en mi cerebro como olas contra un arrecife de acero y hormigón.
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La selva de azogue
1.
El Volkswagen se desliza por el bosque muerto como una gota de mercurio por una mano abierta.
Subo la potencia del aire acondicionado y aprieto el acelerador hasta el fondo.
Me aseguraron que al sur, donde termina la autopista, sobrevive una porción intacta de selva.
Cada pocos kilómetros distingo grupos de caminantes que se han aventurado por el borde del camino. Me miran por unos segundos antes de desaparecer entre una nube de polvo.
Abro la guantera por quinta vez para confirmar que traigo la Smith & Wesson.
Me detengo a cargar la batería del Volkswagen justo antes de cruzar la muralla que resguarda la Zona Estratégica.
El empleado de la estación me hace un gesto de alabanza, como si supiera de mi misión protectora.
Camino algunos pasos para ver la muralla más de cerca. Alguien pintó un mural con rostros indígenas, guacamayas, colibríes y tucanes formando las siglas del Partido. Un poco más abajo se lee el eslogan: «Al indio lo que es del indio».
Me asomo al borde de una laguna cavada en el lodo. Los residuos mineros blanquean el agua, produciendo un barro extraño, surcado de minúsculos arroyos blanquiazules que se filtran incesantemente hacia lo más profundo del suelo rocoso.
(La circulación del mercurio es una decisión soberana.)
Hoy los últimos atunes del Caribe convulsionan entre las olas de la Boca del Dragón antes de ser devorados por las gaviotas.
De regreso al volante, el retrovisor me indica que todo está bien. Nadie quiere adelantarme, nadie persigue mis pasos en el mediodía de la sabana.
La selva me llama con su latido de diamante.
En el centro del diamante hay un río de asfalto. Sobre el asfalto vuela una ráfaga de pólvora.
El viento solar quema las copas de las sarrapias y yo no le doy descanso al acelerador.
2.
Estaciono junto a un botadero de escombros y apago el motor.
Arrojo las llaves en un matorral y me adentro en tierras demarcadas.
Detrás de la muralla se extiende un campo de células solares. Los antiguos humedales fueron arrasados para cumplir con la demanda eléctrica de una nueva ciudad que nunca se construyó.
Los habitantes de la Zona Estratégica han estado en guerra con los cuerpos del orden desde que se tiene memoria.
No hace mucho tiempo varios pueblos fueron desplazados por la construcción de una megarrepresa hidroeléctrica. El embalse dejó un archipiélago de islas desérticas, devoradas por las hormigas, las iguanas y los batracios.
Pero si en aquel entonces estaban claros los bandos, hoy los dueños de la tierra visten túnicas de moriche, glorifican en sus alocuciones a caciques de antaño, y celebran en el Congreso largas ceremonias mágicas televisadas.
Tras alejarme algunos kilómetros me reúno con viejos conocidos e informantes.
Me advierten que la región entera ha sucumbido a la minería. Incluso algunos de sus parientes han sido vistos removiendo la tierra en busca de minúsculas escamas de oro, piedras de diamante y azuladas migajas de coltán.
Instalamos el campamento cerca del límite de la selva, junto a un muelle improvisado con restos de maquinarias agrícolas.
Los días están plagados de incendios que combatimos con pequeñas explosiones controladas.
A pesar del calor por las quemas, invariablemente amanecemos envueltos en un delgado manto de escarcha.
El río es un cuchillo de mercurio, un prendedor de coltán, una avioneta cargada de oro precipitándose contra el asfalto.
La selva nunca deja de aparecer y de desaparecer. Está y ya no está.
En el centro del río hay un pueblo convertido en piedra.
La selva es un espejo de diamante.
3.
Todo empieza por la sospecha de que los animales han comenzado a hablar como gente.
(No hay presagio más claro del fin de los tiempos.)
Se han hecho más frecuentes los vuelos rasantes de las avionetas, que los cesteros ya aprendieron a tejer en intrincados laberintos de bejuco.
En las noches el río tose una espuma luminosa.
Las señales son incuestionables: pronto llegarán los comedores de tierra a hacer más huecos, a engullir toda la selva.
Decidimos preparar una emboscada.
No somos muchos, pero contamos con la vehemencia de los acorralados.
El día de la refriega las bromelias amanecen congeladas.
Nos acodamos entre las raíces de un enorme caucho, como tarántulas famélicas midiendo el salto decisivo.
Una voz grita: «¡Ahí vienen!», y después, «¡Los báquiros erguidos, los cachicamos blancos!».
De entre la maleza los veo surgir, hombro con hombro. Son cinco o seis.
Los cachicamos vienen delante, caminando con las garras junto al pecho, olisqueando el aire con sus trompas sonrosadas.
Los báquiros vienen detrás, empuñando azadones de cedro y gruñendo una lengua que yo creía haber olvidado.
Hay un momento de confusión. No sé si somos protectores o victimarios.
(¿De qué hablamos cuando decimos nosotros?)
Escucho susurros de alarma: «Son mis parientes».
«No podemos, son gente nuestra».
Desenfundo antes que nadie y apunto la pesada Smith & Wesson.
Antes de disparar escucho el graznido de un alcaraván que nos sobrevuela.
La selva está llena de diamantes. El ojo del diamante está lleno de mercurio. Por el ojo de la avioneta corre un río de coltán.
En las manos del coltán se seca un río de gente.
En el ojo de la selva solo queda un río desierto.