Cinco poemas de Juan Romero Vinueza

Andrew Spencer

Historia de un caballo azul, Gustavo Endara Crow (Bucay, 1936 – Quito, 1996)

Variación respecto de Estas ruinas que ves de Jorge Ibargüengiotia

Los caballos no tienen colores, pero pueden ser azules. 

O negros. O blancos. O rojos. O verdes. Los caballos 

deberían ser un arcoíris. Los caballos deberían tener, 

al menos, unos mil colores. Así como los caballos de 

los cuentos árabes que les cuentan a los niños sin sueño.

Mi abuela le contaba cuentos árabes a mi padre. 

Mi padre nunca fue un árabe. Tampoco sabía leer. 

Mi padre me contaba cuentos árabes sobre caballos de colores. 

Yo no era árabe, no sabía leer y no me interesaban los caballos. 

Ahora sé leer. No sé si sea árabe. Pero quisiera ser uno de los

colores de esos caballos de los cuentos de mi abuela. 

La casa de la abuela estaba ubicada en la subida al cerro, 

en un pequeño pueblo minero donde todos eran primos. 

Todos mis primos son ese cerro. Todos los cerros son, 

de alguna forma, mis primos. Yo caminaba por las calles

de ese cerrro porque quería llegar a su parte más elevada.

Estaba seguro que ahí vivía el caballo de los mil colores. 

Las calles de ese pueblo están en la ruina. La casa de 

la abuela es la ruina. Yo veo las ruinas siempre que voy 

al pueblo. Llevan mi apellido. El pueblo minero es un 

fantasma, pero no podría ser jamás un caballo azul.

Los recuerdos del caballo destruyen mi cabeza. Por eso, 

yo la lavo la cabeza con agua, con jabón, y un poquito 

de mercurio, como en cualquier pueblo minero.   

En los pueblos mineros no hay más que una abuela. 

La que es, al mismo tiempo, la abuela de todos. 

Una Pedra Párama. Una piedra en el páramo. 

Aunque este pueblo minero no sea un lugar en 

el páramo, sino un sitio donde el plátano verde 

crece en el patio. El verde y la yuca. Y el oro.  

Acá hay túneles para buscar el poco oro que queda. 

Está escondido, refugiado de los nietos codiciosos 

que habían escuchado otro cuento de la abuela: 

el del antílope que botaba monedas de oro al saltar.

Acá no hay antílopes, pero sí que hay oro.

Acá no hay árabes, pero sí sefardíes. 

Acá no hay casas de oro, pero sí casas que se hunden.

Este pueblo minero es una ruina sin oro. 

Al igual que mi caballo. Al igual que yo. 

Al igual que todos los poemas que escribo

y luego borro por miedo al hundimiento.  

Diálogo de primavera en los Andes, Luis Crespo Ordóñez (Cuenca, 1904 – Madrid, 2004)

La memoria tropieza pensando en Primavera nuclear andina de Agustín Guambo

Vengo de una familia violada. 

Soy un lenguaje violado, deforme.

Unas manos no pueden escribir. 

Las pocas palabras que recuerdo.

Las pocas letras que son mías.

Unos oídos no pueden escuchar.

Los sonidos que más conozco.

El ruido blanco que suena de fondo.

La primavera no existe en los Andes.

Abril nunca podrá ser el mes más cruel. 

Quizás lo sea agosto. Tal vez, lo sean todos. 

El tiempo no se mide en estaciones. 

No tenemos estaciones. Solo frío. 

Por eso nuestros animales predilectos

son llamas, guanacos y llamingos. 

Por eso nuestros animales imaginarios

deben ser siempre como un rinoceronte. 

Los rinocerontes solo existirán después 

de una primavera nuclear andina. Porque los

andinos solo creemos en esas primaveras. 

Violadas. Nucleares. Sin llamingos.

Primaveras en las que no florezca nada. 

Estaciones en las que todo se queme.

¿Para qué las flores si tenemos bombas?

¿Para qué los colores si tenemos el gris?

¿Para qué los calendarios si el tiempo

no  importa? ¿Para qué la memoria si 

somos felices recostados sobre el pajonal?

El pajonal calienta, pero impide que el hielo se derrita. 

El pajonal es nuestra piel porque imita la del llamingo.

Los llamingos ya se extinguieron.

Ya no tenemos con quien hablar. 

No podemos hablar con animales que ya no existen. 

No podemos hablar en un lenguaje que ya no existe. 

No podemos esperar una primavera que no existe.

No existen las primaveras andinas, ni nucleares.

Los llamingos ya se extinguieron. 

Y, con ellos, nosotros también. 

Solo nos quedan los rinocerontes. 

Nos queda la luz que irradian los hongos gigantes.

Solo nos queda el humo sobre los pajonales.

Nos quedan los residuos de este poema violado. 

Esta civilización violada. Esta vida violada y deforme.

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Ciclista, de Olmedo Quimbita (Latacunga, 1963)

Variación respecto de April Fool de Patti Smith

a Kimrey Anna Batts

Así es como se monta una bicicleta, me dirás.

Y yo asentiré porque no sé de qué se trata.

Y yo aprenderé a caer a través de miles de vueltas, 

a través de miles de tropiezos. Con o sin ruedas

porque también se puede volar en las bicicletas.

Yo he volado hacia distintas partes del mundo.

Yo he nacido en distintas partes del mundo. 

Porque todos los mundos caben en mi mundo.

Pero en ninguno de ellos evito las caídas

mientras monto una bicicleta. 

Tú has viajado más que yo en tu bicicleta.

Has recorrido carreteras infinitas, rutas playeras,

y bulevares tercermundistas. Tú has visto el 

horizonte y habrás comprendido cómo se oscurece 

el mundo. Todo, en tu bicicleta.

Yo, a duras penas, he visto mi nariz llena

de sangre luego de caer de bruces contra

el pavimento. Yo, a ciencia cierta, arreglé 

mi nariz tronándola para que se quede en

su lugar. ¿Cuál era su lugar? ¿Cuál es mi lugar?

Yo he volado con mi bicicleta porque lo

único que sé hacer es caer. Yo he caído con

mi bicicleta porque lo único que sé hacer es

congelar el periodo de vuelo. Ese, donde el

infinito y el miedo caben en un tropezón.

 

Yo caí en un parque de Quito, que más bien 

es un aeropuerto. Y también en el Ring de Viena, 

que más bien es un bulevard. Yo caí en La Marca

y en el Bicentenario. Caí en ambos hemisferios. 

Pero no me levanté en mi mente, ni en el tiempo.

¿De qué sirve levantarse si vamos a volver a caer?

¿De qué sirve caerse si tendremos que levantarnos?

Las preguntas siempre son más necesarias que las

respuestas. Pero eso, yo ya lo sé. No necesito 

preguntarte más. Las respuestas están condenadas

a ser parciales, como las caídas, como los poemas. 

Las preguntas están condenadas a los intentos y, 

por ende, a los fracasos. Pero eso, tú ya lo sabes. 

Así es como se escribe un poema, te diré.

Y tú asentirás, riéndote, porque sabes que

aprender a andar en bicicleta nunca se olvida.

Yo me reiré porque sé que escribir poemas es 

como a aprender a montar en bicicleta 

y caerte en cada uno de tus intentos.

Estudio de niños llorando, Joaquín Pinto (Quito, 1842 – 1906)

Variación de un tema de Krelko de Miguel Donoso Pareja

Mi hermano llora en una marisquería. 

Se queja y grita. Reclama que mi madre 

no lo alimenta, porque la comida demora.

Yo solo espero a que los platos lleguen. 

Me gustan las marisquerías porque sirven cangrejos.

Los cangrejos son animales hermosos. Artrópodos. 

¿Cuántos poemas acerca de artrópodos conoces? 

No lo sé, pero he perdido mucho tiempo intentando

comer la carne de sus pequeñas extremidades.

Mi hermano llora y desespera en una mesa 

de una marisquería. La comida ha llegado, pero 

el tiempo se mide al paso de las patas del cangrejo. 

El miedo se mide en la dirección que toman 

sus ojos: horizontal o vertical. El cangrejo se mide

en el tiempo en que empleas en devorarlo.

Mi hermano toma la pata más grande del cangrejo. 

No intenta abrirla. La observa y juega con ella.

Quiere hacerse daño con la tenaza. Se machaca los 

dedos con la tenaza cocinada del cangrejo. No siente 

más que una caricia. Le pregunta a mi madre si los

cangrejos podrían hacerle daño a los humanos.

Mi madre le responde que sí. 

Porque somos seres débiles. 

Porque todos los animales podrían matarnos 

si se lo propusieran. Porque todos hemos

matado a algún animal, aún sin percatarnos 

de eso. Porque la venganza es justificada. 

Mi hermano llora en una marisquería 

porque acaba de darse cuenta de que está 

jugando con la mano de un animal muerto. 

Mi hermano llora porque seguirá comiendo

la sabrosa carne de ese artrópodo cocinado, 

acompañado de patacones y ají con maní.

Sin embargo, reserva la pata más grande para 

el final. Cuando todos han acabado de comer, 

le pregunta a mi madre si la puede conservar. 

Ella le dice que no porque se va a pudrir, porque

la carne se daña y luego apesta. 

Él le dice que quiere un modelo para hacer 

una tenaza con sus legos e ir al mangle para 

formar un ejército de cangrejos. Mi madre

se ríe y le dice que se deje de pendejadas.

Porque los animales no quieren a los humanos.

Porque los humanos nos comemos a los animales. 

Mi hermano llora en una marisquería.

El dolor lo inunda. Mi madre está preocupada. 

Yo, en cambio, observo cómo su mano se 

convierte en una tenaza que no podrá herir 

a nadie porque también está cocinada. Los

animales cocinados cuando se pudren, 

empiezan a oler mal.

El solitario George, Jorge Velarde (Guayaquil, 1960)

Variación sobre unas líneas de Galápagos de Kurt Vonnegut

La supervivencia de una especie puede depender 

de un solo ser. No, eso es mentira. Pero uno puede

ser realmente determinante. Imaginemos un futuro

no muy lejano en el que todo el planeta se destruye. 

Solo quedan pocos seres que podrían repoblarlo. Lo 

que se necesitaría es un Noé Ciberpunk. Un arca. 

Pienso en el Ecuador como el sitio para repoblar 

el planeta entero. Qué mejor que empezar desde 

la mitad del mundo, mejor aún, desde las islas encantadas.

Allí donde toda la evolución se mostró tal y como

debía ser: una ansia absoluta por la supervivencia. 

Las torturas galápagos ya se han extinguido, por 

culpa de nuestro querido Georgie. No pudo con

todo el peso de la especie. Estoy casi seguro de 

que Ecuador tampoco podría con todo el peso 

de la especie humana. Con las justas puede con

su propio peso, país imaginario, my sweet home. 

Mejor pensemos en Georgie como el nuevo 

progenitor de toda la especie de tortugas que 

dominarán la Tierra. Aquellas que domarán a 

los seres humanos, y los harán sus esclavos, 

imponiéndoles su ritmo de vida longevo y

lento. Siglos de esclavitud bien clavaditos. 

Evolución, que le llaman, darwinistamente. 

Imaginemos los mega búnkers armados en las 

islas donde solo los hombres ricos y poderosos 

se refugian, mientras comen la carne de los pocos 

animales que quedan sobre la Tierra. Todos, menos

Georgie y sus crías, que andan perdidos por otras islas, 

apareándose entre ellos, esperando a que los humanos

empiecen a matarse y comerse entre ellos, torpemente. 

Vendrán y ofrecerán misericordia, perdón y abundancia.

Serán unos mesías, reptilianos, ovíparos y seminales.

Impondrán un régimen de la lentitud, donde nadie se

escapará de una vejez larga y somnolienta. Esa es la

forma en la que debería empezar la nueva era de los

seres humanos. Siguiendo las órdenes de las tortugas, 

de Georgie y toda su prole. De Georgie y todos sus

vástagos. Pero eso no pasará porque Georgie está

muerto y sus vástagos nunca nacieron. Eso no pasará

porque nos comeremos a todas las tortugas galápagos.

Hay búnkers construidos en las islas desde los años 80. 

Luego de la Guerra Fría no quedó sino confiar en las 

tortugas, en los hombres pacíficos y en las playas bellas.

¿Será posible habitar la Tierra sin tortugas? Quizás, sí. 

Lo cierto es que mi fotografía con el Georgie de cemento 

que está en el zoológico de Guayllabamba es la mayor 

muestra de amor que conozco: dar la vida por la especie, 

morir en el intento, y no dejar una cría en el trayecto.

Juan Romero Vinueza

Juan Romero Vinueza (Quito, Ecuador, 1994) B.A. en Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (Ecuador). M.A. en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Guanajuato (México). Co-editor de Cráneo de Pangea. Ha colaborado con las revistas: POESÍA de la Universidad de Carabobo (Venezuela), Jámpster (Chile), Transtierros (Perú), La Presa (EE. UU. – México), Elipsis (Ecuador) y La Ninfa Eco (Reino Unido). Ha publicado en poesía: Revólver Escorpión (La Caída, Ecuador, 2016), 39 poemas de mierda para mi primera esposa (Turbina, Ecuador, 2018; Ed. Liliputienses, España, 2020; Mantra, México, 2020) y Dämmerung [o cómo reinventar a los ídolos] (Ed. Liliputienses, España, 2019; La Caída, Ecuador, 2021), que obtuvo la Mención de Honor del Premio Nacional de Poesía Jorge Carrera Andrade 2019, y lírica fracturada para traductores tristes (GAD Cuenca, Ecuador, 2021), que resultó ganador de la Convocatoria Editorial 2021 del Municipio de Cuenca. La primera antología de su obra es Ínfimo territorio kamikaze (Municipalidad de Lima, Perú, 2021). Compiló, con Abril Altamirano, Despertar de la hydra: antología del nuevo cuento ecuatoriano (La Caída, Ecuador, 2017), obra ganadora del incentivo de los Fondos Concursables 2016-2017, organizados por el Ministerio de Cultura y Patrimonio del Ecuador. Compiló y tradujo, con Kimrey Anna Batts, País Cassava / Casabe Lands (La Caída, Ecuador, 2017). Fue uno de los ganadores del Certamen de Ensayo Luis Alberto Arellano y su texto forma parte de Erradumbre (Mantis, México, 2021).

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