Fermentación
Zoe está sentada en un fragmento de tierra de pasto medio seco en el jardín de atrás. Mira el principio del suelo de cemento donde está el lavadero y las grietas que se le han abierto por el tiempo, por los temblores o, quizás, porque la mezcla no era buena y estaba cuarteada desde un principio. Juega con el pasto seco entre los dedos, se lleva un trozo de pelo a la boca por mala costumbre. Ve cómo se cuela una plantita perseverante por una de las grietas. Resalta el verde entre el cemento gris. Ella la observa con aprensión, como si quisiera protegerla de las paredes que la rodean, como si quisiera explicarle que está fuera de lugar y ayudarla a volver a su hábitat. Pero se limita a mirarla y a masticarse el pelo.
Escucha la puerta trasera, mira con recelo salir a la mamá de la cocina con un canasto de ropa sucia. Zoe se pone alrededor de la planta como una gata cuidando a sus crías. La mujer se ve más vieja de lo que realmente es, tiene el pelo amarillento de canas mal cuidadas, la piel parece que le sobra y le pesa sobre unos huesos flacos. Masculla algo entre sus dientes grises. Zoe se pregunta cómo es posible haber salido de su guata. Esa que le cuelga como una extensión más de su delantal. Porque de ahí salen los niños, eso le había explicado la profesora: de la guata de la mamá. No concibe a su mamá sosteniendo un bulto pesado con ese cuerpo que parece que le cuesta un mundo sostenerse por sí solo. No quiere haber salido de su útero, lo imagina como ese cemento sucio, duro, su piel como paredes que intentaron aplastarla durante todo ese tiempo, ella como una plantita que luchaba por vivir. Y cuando brotó, bum, las paredes todavía allí, asfixiándola, limitándola.
La mamá hace pan. La cocina es su lugar de trabajo, con una mesa amplia de madera y una estantería con todas sus herramientas. A Zoe le produce una fascinación ambivalente observarla en el proceso. Es como ver una película de terror: quiere seguir viendo lo que ocurre a pesar del miedo, a pesar del asco. Se sienta en los últimos escalones y la observa a una distancia prudente. La mamá se abalanza sobre la masa, que se mezcla con su piel morena hasta un punto en que se forma una trenza bicolor entre ambas. Se pone como los caballos de carreras, como si tuviera anteojeras que solo le permitieran ver lo que está entre sus manos. Se queda amasando hasta las diez de la noche. A las diez la masa se va a acostar. Zoe se tiene que acostar a las nueve, pero se escabulle para fisgonear el proceso. Y ve cómo la mamá tapa la masa, la acaricia con los dedos chuecos y la deja reposar en el estante más alto. El que Zoe no alcanza. Mamá cuida la masa de sus dedos sucios, de su trenza larga. La cuida de ella. Por la mañana la siente bajar las escaleras rechinantes. A las cinco y media de la mañana. Madruga para volver a enredarse con la masa, para traicionarla y tostarla hasta que esté del color de su piel. Madruga para alimentar bocas ajenas, para llenar estómagos de la puerta para afuera. La niña desayuna el pan que sobra con mantequilla y se va al colegio con restos de harina en el uniforme.
Pedro entra en la pieza con la toalla amarrada a la cintura. Zoe ve las gotas de agua que le recorren dispersas el torso desnudo, que se suicidan desde los mechones de su pelo. Le encanta observarlo. Recorre como un camino los tatuajes que le decoran el brazo derecho y le comen el cuello. Se pregunta si su mujercita se asustaría al verlo. Esas manchas negras que parecen querer absorberle el resto de la piel como un agujero negro. Las guaguas no tienen buena vista al principio, son como topos. Ella le enseñaría con su propia ternura a no tener miedo.
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Pero eso fue antes. Cuando su mujercita era apenas un bultito en su guata plana. Cuando todavía estaba Pedro y llegaba oliendo a fritura del local e iba directo a la ducha. Eso era antes. Porque ahora ella está adherida al colchón. Si se levanta le va a tironear la piel, como en verano cuando los muslos se pegan en los asientos de la micro. Escucha a la mamá lavar la loza en el piso de abajo, el chocar suave de esa coreografía milenaria. Escucha sus quejidos, la puede ver frotándose la espalda baja. Subiéndose los lentes de ver de cuando en cuando. Secándose las manos partidas en la falda del delantal. Le va a gritar que baje a penas termine, pero ella no puede levantarse. El miedo a que se le arranque la piel al salir del colchón la mantiene sumergida en su sudor e inmovilidad.
Solo ha tenido fuerzas de llevarse la punta de la trenza a la boca para masticarla, hace el gesto como una vaca en medio de un campo lleno de pasto: cansada de tanta abundancia. El bulto ha estado creciendo, lo siente patente y pesado. Se pasa la mano por la guata por despiste y se sorprende al sentir esa protuberancia que está cada vez más grande. Hace un mes la acariciaba con cariño, hace tres semanas comenzó a contarle sus días, a tararearle sus canciones favoritas, era su niña, porque algo le decía que era mujercita. Pero hace dos semanas, solo dos semanas han pasado desde que el Pedro se fue, hace dos semanas que evita tocarla, y hace una que está pegada al colchón como la grasa de las sartenes viejas de la mamá. La espera se hace sentada y ella ya no soportaba esperar.
La mamá le pasa uno de los frascos que tiene para guardar las mermeladas caseras. Limpio y pulcro. La profesora del kínder dejó una tarea. Siempre tan imaginativa la profesora del kínder, piensa la mamá. Siempre mandando tareas para la casa, como si fueran pocas las seis horas que se pasan allí los cabros chicos. Tuvo que dejar en pausa el pan de mañana para ayudarla con esta tontera de la tarea de la plantita. Necesito un frasco, un algodón y un poroto, le dijo.
—La profe dice que va a brotar. Brotar es que se va a romper el poroto como un pan de completo y del hoyito va a salir una minisemillita. Eso nos dijo. Después va a salir una ramita verde chiquitita. Eso dijo. Y después, mamá, después la ramita va a ir creciendo hasta ser una planta grande y bien bonita.
De hace tiempo que Zoe no se extendía tanto rato contándole algo, así que evita mirar de reojo a su masa pausada, que parece estar suspirando ante cada segundo lejos de sus manos. Va a la despensa, agarra una bolsa de porotos granados y la abre especialmente para darle uno. Ella se encarga de buscar el algodón entre los cajones desordenados del baño. Sus manitos no conocían el cuidado hasta que humedece un poquito el algodón y abraza al poroto. No conocían la precisión hasta que los introduce en el frasco sin que se desprenda uno del otro. Y su corazoncito no conocía la paciencia hasta ahora, que se enfrenta a la espera del brote. La mamá piensa que Zoe tiene los dedos demasiado blandos para cuidar de una masa y los dientes demasiado apretados en la trenza mientras aguarda para entender lo que significa leudar.
Es que para qué seguir intentando, le dijo, para qué. Te estai frustrando y estai más amargada. No eri la misma de la que me enamoré. Me da lo mismo tener o no tener un cabro chico. Con los dos estamos perfe. El Pedro se pasa las manos por el pelo y niega con la cabeza. Zoe no sabe cómo explicarle su deseo, su necesidad. No sabe cómo decirle que siente que sus manos están talladas para sostener un cuerpo pequeñito, que las tiene suaves (al contrario que su mamá), justamente para resultar una caricia en las mudas de pañales, para poder peinarle el pelo fino con los dedos. Es un deseo tan grande que solo se puede comparar al dolor. Se expande en todo su cuerpo, le abraza todas las venas. Se lleva la trenza a la boca y niega con la cabeza. Tení que entender, Pedro. Los ojos se le ponen llorosos y él la abraza con impaciencia, la toca hasta que se calienta y vuelven a tirar. Él con la necesidad de irse para dormir bien esa noche y ella con el anhelo apoderándose de su sudor, de su calor, de su propio orgasmo…