El regreso del pájaro cantor
Abrí el recién comprado paquete de Saratoga. Como si el leve rasguido del celofán le hubiese dado entrada, me asaltó aquella alucinación que la doctora Drangosch en su diagnóstico definió como hipnagógica.
De nuevo la casona venida a menos se elevó de la nada cerrando la perspectiva de la calle. En el piso alto descollaba el conocido balcón de algún estilo arcaico y, montada sobre el encuentro de las dos aguas, la veleta con figuras de galgo y cazador. En el cristal iluminado se recortó la silueta de un hombre. Este no había sido cortado en latón ni su escopeta apuntaba a los vientos.
—Quietas las manos —ladró.
Otro, salido no sé de dónde, vino a mi encuentro. Abriendo una risa ancha a la que faltaban dientes me clavó su pistola en los riñones.
—Andando, tío —apuró, con voz chillona de dibujo animado.
Por primera vez entraría a lo que la doctora Drangosch, ajustándose los anteojos, llamó recinto del infraconsciente o cosa parecida. Atravesamos la verja, recorrimos el sendero de ladrillo musgoso, franqueamos la puerta de antigua hechura. Una amplia escalera de madera, curvada hacia los altos, se prolongaba en un corredor al que daban tres puertas. El que había apuntado desde el balcón bajó, haciendo crujir exageradamente los escalones.
Pasamos los tres a una cocina enorme. Allí, una mujer de edad mediana y expresión apacible, cebaba mate. Me alargó uno y puso a mano un plato de tortas fritas informes.
El que me hizo entrar, habló.
—Olga, le conseguí novio.
—No seas payaso. Se ve de lejos que es hombre serio. Un empresario, seguro.
El que bajó me tendió la mano.
—Rulo, ingeniero, mucho gusto.
—El Rulo sí que sabe conocer a la gente —terció la mujer—. Anduvo mucho, por varios lados.
Aquel Rulo sonrió, envanecido, sacudiendo una abundante melena ensortijada, teñida de color zapallo.
Con ademán de gran señor me indicó una silla.
—Hay un tiempo para sembrar y otro para cosechar —dijo, no entendí a propósito de qué, con sonrisa malévola.
Me sentí entre gente rara pero no del todo enemiga. Ofrecí cigarrillos. Rulo y la mujer aceptaron.
—Saratoga. Déjeme ver la marquilla —dijo ella. Pasó el índice lentamente por el contorno del cuadrado bermellón—. Los fumaba en el secundario. Al poco tiempo dejaron de fabricarlos.
—En este barrio todavía se consiguen.
—Ya no fumo. Pero uno de vez en cuando, ¿por qué no?
Le di fuego. Rodeó mi mano con las suyas aunque allí no había viento. Se demoraron en hacerse sentir. Eran inesperadamente cálidas.
Pasó el rato. Nadie hablaba.
—Debo irme —anuncié.
Publicidad
La mujer acuñó una sonrisa apretada, negando con la cabeza.
—No será posible —dijo, con entonación persuasiva—. De aquí no sale nadie hasta que vuelva el pájaro cantor.
—¿Pájaro cantor? ¿Y eso?
—El que esperamos. ¿Por qué cree que estamos aquí?
—El pájaro ese, ¿cuándo vendrá?
—Eh, si lo supiéramos —respondió el tal Rulo, abriendo los brazos en ademán de impotencia—. Hoy, mañana, el mes que viene. Eso no está en nosotros.
—No avisé al salir. En casa estarán inquietos.
—No se vuelva loco, hombre. Que estén inquietos es normal en la primera fase.
Las fue enumerando:
—Una, inquietud; dos, búsqueda; tres, resignación; cuatro, olvido. —Enarboló la mano con cuatro dedos desplegados—. Cuando haya superado la última, usted ya no habrá existido para nadie. Y sabrá que ha llegado a alguna parte. —Guiñó un ojo a Olga.
—Rulo sabe de estas cosas —dijo la mujer—. Asistió a cursos. Mucha psicología tiene.
—Yo digo, ¿no sería más práctico salir a buscarlo?
—Es que no conocemos su cara —dijo la mujer—. Ni su nombre. Nadie lo vio. No hay fotos. Solamente sabemos que una vez estuvo. Y que juró volver.
—No entiendo cómo podrán reconocerlo.
—Por el canto —dijo la mujer—. Y si no quiere cantar sabremos cómo conseguirlo.
Los dos hombres rieron. Ella sorbió de la bombilla, visiblemente satisfecha de su ocurrencia…