Incendiar la caja seis

Quiero morirme, pero me pone de mala hostia pensar que me pillaría trabajando aquí. En este supermercado a pie de playa de un pueblo sureño, donde los clientes han dejado de estar explotados durante dos semanas para explotarnos a nosotros.

 Estoy fija en la caja número seis, la que está entre los productos de limpieza y la comida para gatos. Atiendo a un chaval con flequillo y bañador de marca. No me mantiene la mirada. Como le escuche otra «s» más al final de las palabras me voy a cagar en Dios. Este ser —de seguro un misógino— coge la botella de zumo de naranja recién exprimido y se va, dejándome con el tíquet en la mano. La máquina exprimidora lleva tanto tiempo sin limpiarse que ojalá reviente y no pueda invertir el dinero de sus padres en ninguna start-up. Rompo el tíquet y lo tiro. 

Me siento en el taburete giratorio. No hay respaldo para que no me pueda acomodar. Es una mierda porque a primera hora de la mañana el ambiente es relajado. La peña de mediana edad se levanta tarde y los viejos caminan por la playa en un ejercicio inútil de extensión de su vida. Me gustaría recostarme a escuchar el hilo musical. Suena una canción indie espantosa. Es mi momento favorito: no hacer nada. La pereza es el mayor placer que existe, una condición inherente al ser humano. De hecho, cuando trataron de hacerme estudiar para que me forjara como alguien útil para la sociedad sobre la que ahora vomito, me aferré más que nunca a tocarme el coño. El academicismo no me salva del sistema, sino que me entierra en él lentamente. Como si hiciera falta un título para validarme. Doy una vuelta en el taburete mientras cierro los ojos. 

Los abro. Ante mí, se presenta el encargado de la franquicia. No es mi jefe, porque no es mío, porque me paso los posesivos por el ojete. Me mira los pechos mientras habla, no por voluptuosos sino porque me depilo las cejas. ¿Quiere mi cuerpo rasurado, pero le perturban unos ojos huérfanos? Que se joda. Él tiene un cuerpo asqueroso, demasiado atlético. Se nota que dedica su tiempo libre a entrenar crossfit, a beber batidos proteicos y a creer que heredará la empresa —que factura unos 2300 millones de euros anuales—. Ya en sus cuarenta y con un hijo con diversidad funcional, se cree un absoluto salvador. Un hombre hecho a sí mismo. Camina muy erguido, con la cabeza un tanto alzada. Cada día se dirige a las distintas cajas y con una actitud forzosamente diplomática nos pide que sonriamos más porque la felicidad se traduce en mayores ventas. Es más falso que Judas. Lo que en realidad quiere es violarnos encima de la cinta transportadora con las luces led encendidas.

—Haz la caja —me ordena.

Se marcha. A los pocos pasos, deshace lo andado.

—En cinco minutos te llamo por megafonía.

Me encantaría que me llamase a su despacho y me hiciese daño físico porque solo lo visible es punible. Ahora sí, se va. Paso mi tarjeta de empleada para terminar la sesión. Es la única manera que tengo de abrir la caja que contiene todos los billetes y monedas. Si me equivoco en algún cambio o una señora exige una devolución, debo avisar al pedófilo del encargado para que, en mitad de mi propia sesión, sea él quien me autorice a tocar el dinero. Tampoco es que yo exija mayor autonomía. Si pudiera, robaría cada puto céntimo… 

Gema del Castillo

Gema del Castillo (Almería, España, 1996). Es guionista. Estudió Derecho en la Universidad de Granada y Guión en la ECAM. Ha publicado su primera novela Dama de pueblo en ediciones en el mar. Ha trabajado como asistente de showrunner en la serie «Sin Huellas». Actualmente trabaja como freelance en desarrollo de guiones de ficción.

https://medium.com/gdelcastillo.gema
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