Medir el impacto

Miramos el cuchillo a contraluz. Luis aparece caminando en la esquina. Sentados bajo los faros, iluminados en la oscuridad como si estuviéramos en una pecera llena de ámbar, esperamos a que se encuentre frente a la casa contigua. 

Lo picas en corto y le pego con el palo, me dice Jorge, un amigo del barrio. 

Luis Eduardo es la pareja de mi mamá, tiene 30 años, nació en Tabasco. Cuando no se droga, trabaja de albañil e intenta terminar la primaria. Hoy camina rengueando porque se lesionó una pierna en un accidente de moto. Regresa sucio de un picadero y con un solo zapato, arrastrando el pie. Regresa con los botones de la camisa rotos y sus tatuajes —un piolín, un diablo y un escudo borroso del Cruz Azul— expuestos, las perneras de los pantalones embarradas de lodo, sus ojos como dos líneas rojas perdidas en un rostro moreno y golpeado. 

Vuelve por dinero. Si Luis pudiera entrar, si no estuviera protegiendo la puerta con Jorge, suplicaría por ese dinero arrodillado en el piso; si lograra entrar, amenazaría con volver más tarde para robar electrodomésticos. 

Voy a sacar mis cosas, güera, le dijo a mi mamá horas antes. No voy a molestarlos. 

Por la tarde, al regresar de la escuela y el trabajo, encontramos la casa desvalijada. No había televisión, ni DVD, ni refrigerador. La puerta estaba detenida con un pedazo de block, había varias ventanas rotas —no vimos cristales en el suelo, como si los hubiera barrido—; mi bicicleta, mis zapatos y parte de mi ropa estaban desaparecidas.

Le dije que era la última vez, gritó mi mamá mirando las zonas vacías de la casa, zonas con pátinas de polvo negro e histórico. Ahora sí se va.

Luis nació en un ejido de Villahermosa, ciudad de agua estancada y calor recalcitrante. Madre empleada doméstica, padre campesino, durante su infancia se curtió en un contexto donde solo había miseria y abismo. Sufrió abusos de algunos parientes e ingresó en la cárcel a los dieciocho años luego de machetear a un vecino. 

El bato jodió a mi papá y me vengué, contó sobre el machetazo cuando todavía éramos amigos. 

Durante su primera estancia en prisión, Luis se volvió adicto al crack e hizo amistad con personas dedicadas a la albañilería y el robo de casas. Construir y destruir fue su paradigma. Salió fuerte, con varios tatuajes de máquinas hechizas. Lo anterior me lo contó mientras hacíamos una bomba molotov con ácido y aluminio. Era una época en donde tener un amigo así de grande me emocionaba.

De acuerdo con la versión que mamá me dio posteriormente, durante esa reclusión hubo un diluvio y Villahermosa se inundó por el desbordamiento de los ríos. Desde el interior de la celda, poco después de ingresar, Luis escuchó conflictos entre los reos y los guardias. Hubo gritos. Las celdas se abrieron y se cortó la electricidad. Dos sombras lo sometieron y perdió el conocimiento. Al despertar, se encontró sin ropa, lleno de moretones, tirado en un charco de agua sucia…

Mateo Peraza

Mateo Peraza (Mérida, México, 1995). Periodista y narrador. Ha publicado textos en medios impresos y digitales, como Punto de Partida, Punto en Línea, Por Esto!, Tierra Adentro, Juventudes Iberoamericanas, Efecto Antabus y Crónicas de Asfalto. Becario del PECDA en la categoría de Jóvenes Creadores (2017-2018). Ganador del concurso 51 de Punto de Partida de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) en la categoría de crónica y del 8° Gran Premio Nacional de Periodismo Gonzo. Fue seleccionado para cursar el taller «Periodismo de investigación» impartido por Daniela Rea y auspiciado por la Fundación para las Letras Mexicanas y la Casa-Estudio Cien años de soledad.

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