Yo soy el monte, la niebla que me cubre
1.
Me asomo por la ventana. Todo sigue siendo montañas. La niebla se eleva como si la tierra estuviese expirando. Huele a humedad. Ahora sé a qué huele. Pronto va a llover. Ahora lo sé.
2.
Debería de gustarme este lugar. Cuando le mando fotos a mi familia, siempre escriben que la vista es un privilegio. Que lo disfrute. Y yo miro y miro, pero por más que miro no logro ver nada más que una cordillera verde que se extiende por todo el horizonte. No me produce nada. Quisiera que me gustara. Que al abrir las ventanas por la mañana y verla ahí, imponente ante mí, se me aligerase el ánima. Pero no me produce nada.
3.
La gente nueva que conozco por aquí siempre me pregunta como chegaches a vivir a esta aldea tan afastada? Antes disfrutaba la respuesta. La sensación de aventura que despertaba en mí. Me hacía sentir osada. Valiente. Ahora resumo la respuesta en una frase. Por mi pareja. Aunque no sea cierto. No del todo. Pero estoy cansada de explicar. Estoy cansada de explicar cómo llegué aquí y que, por lo tanto, no soy de aquí. Como si no lo supieran.
4.
La casa donde vivimos tiene más de cien años. Quizás doscientos. Antes era una cuadra para los animales. Antes la gente vivía entre los animales. Como todas las otras casas viejas, está hecha de piedra. Tiene suelo y techo de madera. Cuando entramos por primera vez, caminamos como si estuviéramos pisando una alfombra de vidrio. Teníamos miedo de que la madera se desplomara bajo nuestros pies. Faltaba un cristal en la puerta y los colchones tenían rastros de que algo había parido ahí hace años. Quizás un gato…