1938
Tendremos lluvia, dice el Vasco.
Levanto la vista de mis zapatos, sucios y desgastados de tanto caminar, y miro el cielo. El sol se pone. Sobre el horizonte hay unas pocas nubes naranjas, inofensivas. El viento es suave pero constante, y viene del sur.
¿Usted dice?, pregunto.
El Vasco no responde. Deja caer la carretilla sobre la tierra y saca del bolsillo de su camisa uno de sus cigarros negros. Después se palpa las bombachas.
Atrás, le digo.
El Vasco me mira, asiente y saca una pequeña caja de su bolsillo trasero. El primer fósforo apenas chispea antes de ahogarse: el viento. Entonces el Vasco pone una rodilla en el suelo y apoya el torso contra su carretilla. Su pierna forma el mismo dibujo que el carriaje de hierro.
Veo la sombra del Vasco, estirada sobre el suelo, y veo su pelo blanco asomar detrás de la boina. Veo la llama, refulgiendo entre sus manos palmudas, y veo el humo revolcarse con el viento. Veo el sol.
Me llega el olor de su tabaco, penetrante, viejo y animal. Contengo un mohín. El Vasco se pone de pie y exhala.
Nos quedamos, dice.
No tiene sentido discutir. Si el Vasco fuma, es porque no piensa dar un paso más…