El (mar)tirio

Jonathan Borba

No estoy segura de qué manera entró ni para qué. De forma habitual sale de los espacios entre los dedos de mis pies o manos; otras veces, desde mi vientre, cerca del ombligo. Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones, lo ha hecho desde mis pantorrillas. No sé si está vivo y por sí mismo planea sus métodos inquisitoriales, o si es un objeto que una deidad poco benigna manipula sin compasión. 

Suelo aguantar los gritos. Para que huya, la piel no se abre. El ardor es denso y me recuerda que soy solo un pedazo de carne en medio de la sabana. Me resigné desde hace mucho, desde la primera vez que salió de mi cuerpo. Supe entonces que deslindarse de él no sería una opción. 

Pese a que no entiendo cómo logró usurpar tan adentro, sé que se coló hasta el fondo un jueves de octubre. Ese día discutí jodidamente con mi padre. Le dije maldito y él pidió a la vida que yo no existiera. Lloré muchísimo en el patio de atrás, donde me consolaba el árbol de limas que mamá y mi hermano habían sembrado meses antes de morir en el accidente de autobús.

Papá, por el contrario, se fue a llorar de la mejor forma que sabía hacerlo: embriagándose. O al menos yo pienso que eso era llorar, pues siempre que traía una emoción cabrona se tomaba todas las botellas de cerveza que encontraba en la isla. Chillaba no hacia afuera, sino hacia adentro: dejando que el alcohol le entumiera las venas, la memoria y la cordura. Hasta tenía una frase que confirmaba mi teoría: «loco o pendejo, se es más feliz». 

Yo, que sí lloraba (hasta cuando me descubría en extraños momentos de paz), cansada de mis mocos y la humedad en mi cara, me fui al malecón a pasear un rato sola, nada más con mi bicicleta. Miré el mar un largo rato y dejé que el olor a sal me hiciera imaginar que los días podrían tener mejor sazón: como aquellos en los que cruzábamos en los barcos de madera hacia la costa, mamá, mi hermano Genaro, papá y yo. Sentía que el cantar de las gaviotas en esos paseos de domingo, y el sabor de los esquites o el coco en pedazos, me resonaban desde entonces en la piel como marcas de gerberas, y era lo que me mantenía con cierta calma en días agudos. 

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No sé con exactitud cuánto tiempo estuve ahí, imaginando que el mar y yo éramos lo mismo; pensando que mis límites no existían y que dentro de mí habitaba un mundo entre corales, pececitos… y una botella de plástico intrusa. Pero sentí un golpe de sequedad cuando papá llegó gritándome, mientras se tambaleaba tratando de sostener el paso y no caer.

—¡Qué chingados haces afuera de la casa a estas horas, pinche chamaca!

—¡Qué chingados hace usted, pinche borracho! Váyase a dormir y déjeme en paz. 

Pensé que se me arrojaría encima para cachetearme, pero solo me hizo una señal obscena y siguió de largo por la orilla. Lo miré un rato deambulando así, descalzo, muchas veces a punto de azotar. Parecía que la marea le seguía los pies agrietados, olorosos. De algún modo, lo cuidaba de sí mismo.  

Poco rato le presté atención. Me centré en oír la voz del mar, pretendiendo que me dijera de qué manera se cura el hastío, la resignación. Soñando con que su canto me arrullaba, alejándome de las pesadillas que me perseguían de lunes a domingo. Respiraba hondo, con ganas de no estar… hasta que un grito lejano me despertó. ¿Quién era?, me pregunté, y como mi vista nunca fue muy buena, no reconocía que el auxilio provenía del mar. Una mujer con su hijito, que pasaba junto a mí, me gritó: «niña, niña, corre, ayuda a ese señor, se lo va a tragar enterito el agua». Entonces corrí movilizada por un torrente de desesperanza que se me derramó en los músculos. Cuando ya estaba cerca, reconocí el rostro que luchaba por escaparse de los nudos del mar: ¡mi viejo! ¡Era mi viejo! 

Me eché al agua y nadé lo más rápido que pude. Estando a pocos metros de él, noté que logró reconocer mi rostro y aulló y lloró, lloró de verdad. Tal vez el exceso de humedad lo obligó a hacerlo. Entre sus sonidos guturales, logró pronunciar mi nombre: «¡Soledad!» y después «¡Hijita!». Sentí una gran desesperación. Mi cuerpo estaba un poco paralizado. Parecía que avanzaba y que casi llegaba a él, pero con cada movimiento de mis brazos y piernas me sentía más lejos…

Diana Soberanis Mena

Diana Soberanis Mena (Mérida, México, 1997) Licenciada en Literatura Latinoamericana por La Universidad Autónoma de Yucatán. Ha publicado textos de creación y análisis literario en espacios como La Revista Yucateca de Estudios Literarios y el periódico Por esto. En 2021 obtuvo el primer lugar en el Premio Peninsular de cuento MujerEs con su cuento Eva.

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