TUGA
Yo somos
GUEORGI GOSPODÍNOV
La embajadora y su chofer jamás lo supieron, pero la culpa fue de mi padre.
En aquel diciembre mi vida se deslizaba sobre dos errores. Yo tendría que haber nacido en Barquisimeto en 1967, y en las semanas finales del año 75 yo debería estar atravesando la puerta de mi colegio en Caracas.
Lo real es que había nacido en Madrid el mismo día en que Azorín se despidió de este mundo, y ocho años después me encontraba en Sofía mirando por una ventana gélida.
Parece solo una cuestión de nombres. Madrid en lugar de Barquisimeto. Sofía en lugar de Caracas, pero los nombres lo son todo, y vivir en una duplicada equivocación es demasiada densidad para un niño.
Allí estoy, en esa ventana búlgara con gruesos lagrimones bajando por mis mejillas. No hay una razón concreta para esa desolación, pero la imagen es nítida. Un niño de ojos rasgados y cabellos lisos se da manotazos en las mejillas para espantar el llanto. La radio encendida en la cocina suelta miles de frases incomprensibles pero cada ciento catorce palabras repite un vocablo: tuga. El niño lo percibe con claridad, hasta es capaz de balbucearlo con buen ritmo: tuga, tuga, tuga.
Luego el niño apoya su rostro en el vidrio, contempla el momento en que el carro oficial entra al aparcamiento y se detiene. El chofer baja a toda prisa; abre la puerta para que la embajadora salga y entre a la casona.
Con presteza, el niño abandona la ventana; se deja caer en la moqueta y a gatas se refugia detrás de un sofá que huele a trementina y moho. Allí suele esconderse para fabricar pelotas de papel con las que finge jugar béisbol. Solo se asoma cuando la máquina de escribir de su madre se detiene. Entonces se pone de pie, abre los libros por cualquier página y finge recitar las lecciones.
Porque con ocho años resulta obvio que el chamito desconoce la densidad de los errores sobre los que se desliza su vida, pero sí conoce una parte de la historia y a su principal personaje.
Nací en Madrid porque mamá necesitaba poner distancia con la dolorosa fuga de mi padre.
Viajé a Sofía en el 75 cuando papá decidió vengarse de mi madre solicitando a un tribunal mi custodia.
La desaparición de mi padre me llevó a un sitio; su reaparición me lanzó a otro.
Hagamos una pausa.
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Un cuento también puede ser una máquina imperfecta que se dice y se desdice, que comienza y recomienza.
Les pido que contemplen una vez más al chofer que abre solícito la puerta del carro oficial para que descienda la embajadora. Allí creo que reside la verdadera importancia de esta historia en la que no dejo de colarme con mi mezcla de nombres y fechas. Miremos el modo en que la embajadora, cubierta de pieles, el rostro bronceado, los ojos oscuros y acuosos, contempla la casona y al mismo tiempo percibe la proximidad de su nuevo chofer.
Dejemos de lado al niño que se oculta detrás de un sofá. Como verán ustedes en próximos párrafos, en esta historia hay una embajadora llamada Fabiola, y hay un joven chofer llamado Dragomir que en realidad es espía de la temible Darzhavna Sigurnost (Seguridad del estado). Son elementos prometedores sobre los que les pido guarden expectativas discretas (no es esta una narración al estilo de las de Eric Ambler), pero a los que sí deben prestar atención.
Retomemos entonces el hilo inicial; demos otro salto atrás; tengamos siempre a mano la visión de la embajadora y el chofer que entraron esa mañana en la casona.
Comencemos de nuevo.
Debí nacer en Barquisimeto en 1967, pero nací en Madrid.
Debí estudiar segundo grado en Caracas en 1975, pero en ese momento solo recibí clases de inglés y búlgaro en una casona en la calle Oborishte de Sofía.
La culpa era de mi padre.
Debido a eso fui el involuntario testigo de una desoladora historia en la que hubo una sombra en la pared, hubo Azorín, hubo un chofer, hubo una embajadora, hubo un largo jonrón, hubo una palabra escrita en hielo, y quizá también policías y alguna celda y expulsiones y regresos.
Porque cuando mamá quedó embarazada, mi padre se hizo humo. Desapareció varias semanas y al final envió una carta en la que le agradecía a mi madre que ella se ocupase de mí, puesto que él se encontraba ocupado decidiendo si entrar a la academia de oficiales y pasar de sargento técnico a subteniente, o si estudiar dietética en la Universidad Central. Optó por esto último, puesto que eso significaría que sería el «primer dietista hombre de América Latina». Un rasgo de orgullo que todavía hoy me resulta patético, repulsivo.
Tal vez esa carta de septiembre del 66 produjo una decisión. En vez de permanecer junto a la familia en Barquisimeto, mamá sacó su pasaporte y se mudó a Madrid junto a una familia que había emigrado a Venezuela y que acababa de regresar a España.
De esos tiempos no guardo demasiadas imágenes: una habitación en la que todas las noches asomaba una sombra; calles de grasiento aroma, gente vestida con abrigos de paño grueso; una ciudad llena por todas partes con la foto de un enano llamado Franco. Poco. Muy poco.
Sí retengo con nitidez la perplejidad que en aquel lugar despertaba mi presencia. Cuando caminaba de la mano de mi madre la gente no dejaba de mirar; en los bares se hacía un breve silencio cuando yo entraba. El hijo de la portera, un chico mayor que yo, me reveló una mañana lo que sucedía. «Nunca había visto un filipino tan blanco», me dijo, «¿o eres chino? Tampoco he visto nunca un chino tan blanco». Lo miré con asombro. «Mi familia es de Venezuela», advertí. «¿Eso dónde es? ¿Una ciudad de Filipinas?».
Mi madre trabajó un tiempo en una tienda de víveres, pero en el 73 decidió regresar a Venezuela. Los rumores eran que, al morir Franco, España entraría otra vez en guerra. Esa posibilidad nos asustó. La última noche miré mucho rato la sombra que aparecía en la pared. Me despedí de ella. Pensé que era parte de esa habitación en una calle de Lavapiés en la que habíamos sobrevivido varios años.
Regresamos a Barquisimeto y descubrí que tenía una familia inmensa, amorosa. En pocos días, borré de mi boca todas las zetas y las jotas profundas que brotaban de mi garganta. Estuvimos rodando entre varias casas, y en todas ellas (una en El Obelisco, otra en Barrio Unión, otra en Patarata), la sombra reaparecía en la pared justo antes de dormir…