La gracia está en no llegar

Annie Spratt

Hay un brillo especial en los ojos de alguien que busca. Le da placer. Sonríe ante lo que descubre. Explora. Lo vemos en los niños, a veces en los adolescentes. Pero, en la vida adulta, algo se nos instala en la retina que nos ensombrece. De pronto, ya no tenemos ese brillo. 

Nos volvemos mate.

Tiene algo de fascinante eso de explorar un terreno desconocido. No tiene recompensa inmediata. Es un placer intrínseco. Lo describe muy bien Stefan Zweig cuando habla de la expedición de Scott al Polo Sur en su célebre Momentos estelares de la humanidad. «Cuando regresan de sus expediciones, helados y rendidos, encuentran caras alegres y un brillante fuego que los reanima, y aquel rústico refugio, a 77° de latitud, les parece la más confortable y señorial residencia del mundo».

Algo parecido experimentábamos los niños ante la biblioteca familiar. Solía ser un territorio virgen para nosotros, extraño, peculiar, en el que, en realidad, no entendíamos nada. 

Ahora las cosas son distintas. No peores. Diferentes. Nos distraemos. Pero aquellos estantes descansan. Hibernan. Sabedores de que tarde o temprano volveremos a ellos.

La primera premisa es la ignorancia. Y de ahí parte lo maravilloso. La biblioteca es más sujeto que objeto porque es orgánica y muta. Porque, según avanza la edad, los ojos del niño se transforman también y va descubriendo cosas que antes no imaginaba. A diferencia de las exploraciones de Scott y Admunsen en el Polo Sur, aquí no hay competencia, solo el placer, el refugio. La curiosidad. La biblioteca es, o era,  aquel lugar que alberga a los niños, en especial, cuando ellos pasan mucho tiempo en soledad. 

La mejor amiga de los solitarios

Una buena biblioteca es mejor que un perro, al que hay que alimentar, sacar a pasear, cuidar y querer. Los estantes, en cambio, se cuidan solos, a lo sumo, hay que pasar un paño, sacar el polvo, tarea que no se suele hacer con la frecuencia deseada.

Segundo: no necesita cariño. Una biblioteca puede incluso ser despreciada de a ratos. Criticada. Olvidada. Confrontada. Y uno pelearse y reconciliarse con ese mastodonte sin solución de continuidad. 

Tercero: soporta bien los engaños con otros artefactos más bellos, jóvenes y efímeros. No le importa, sabionda ella de sus propios e imperecederos encantos.

Debo confesar que a mi edad, cuando vuelvo a la biblioteca familiar, sigo descubriendo una nueva casa. Algo vivo sucede. Les puedo asegurar que aquel corpulento objeto tiene más vida que una mascota. Y algo peor, nos lanza mensajes más claros y certeros que los ladridos de un perro o el ronroneo de un gato. Puede ser incluso, puñetera. La biblioteca te interpela, te agrede, te lanza a la yugular aquello que no querías ver o que nunca viste porque me he encontrado más de una vez pensando «¿cómo no lo vi antes?» O «¿cómo pude conmoverme con esta porquería?» Porque te das cuenta que la muy cabrona conoce tu pasado mejor que nadie. 

Un lugar para ser libre

Pero hay algo más que tiene la biblioteca y es ese espacio de libertad. Sí, en este mundo cada vez más mediatizado por la tecnología, la biblioteca familiar escapa y gambetea todas las argucias tecnológicas. Se rebela. Se yergue orgullosa reclamando ese lugar. Y en esto juega un papel muy importante otro gran requisito de la buena biblioteca: que esté desordenada. Un espacio de libertad requiere y promueve algo de desorden. Pilas que se arman sobre la marcha. Estantes con libros unidos por una causa tan íntima que solo conoce su dueño. Los libros bailan, se mueven, se reacomodan y en ese vals conforman nuevos escenarios tan extraños y peregrinos que solo unos pocos pueden entender.

No me malinterpreten, no soy nostálgica del pasado. La tecnología está muy bien pero la biblioteca me interpela como mecanismo de búsqueda de libertad. Nadie me recomienda, el algoritmo duerme. Los banners desaparecen. Incluso las voces lejanas dejan de importar. Por eso es tan especial y atractiva una biblioteca para un niño (y para un adulto). No hay maestro obligando a leer. No hay padre o cura prohibiendo lecturas. Solo hay dos ojitos pequeños que buscan la clandestinidad. Es leer aquel libro que no es adecuado para la edad. Es hojear sin entender mucho algunos pasajes de Juan Ramón Jiménez o tratar de destripar Las olas de Virginia Woolf en aquella hermosa edición de Sudamericana. Uno toca el papel. A veces con un cuchillo tiene que abrir y cortar páginas que vienen pegadas (los libros también a veces se rebelan a ser leídos).

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Leer con los ojos del niño

No me acusen de fetichista: no es culto al libro ni al objeto. A mí me gusta narrar y que me narren. En realidad, el libro es solo una circunstancia, un medio, un formato, un objeto simple al servicio del ser humano. 

Nunca un fin. 

El libro de la biblioteca es único porque entra en valor por oposición a todas esas cosas que nos quitan libertad. Y entonces la voz de Virginia Woolf me llega cristalina suplicándome una vez más:

«Si pudiéramos desterrar todas esas ideas preconcebidas cuando leemos, sería un comienzo admirable» (El lector común).

Muchos lo intentamos con ahínco. Despojarnos de aquella mirada adulta y mate. Que ya no brilla porque está cargada de prismas sesgados. 

En el colegio, cuando me sentaba con la pluma, terminaba manchándolo todo. No podíamos usar birome y todavía no se había popularizado la pilot. La tinta corría y con ese trazo imaginaba historias que quedaban en el papel. Para mí no tenían ningún valor. Solo eran imaginerías mías. Trozos de mi percepción que garabateaba.

Escribir es estar en los márgenes de la vida 

Hay un momento en la vida en que uno se hace un verdadero lector. Yo no sé a qué edad fue. Pero me di cuenta del abismo que había entre lo que escribía y lo que leía. Porque yo avanzaba a trompicones poniendo palabras a lo que veía y pensando, quizás con acierto, que eso no era literatura. Claro, yo andaba enfrascada con las colecciones de Barco de Vapor, las historias de María Gripe, María Elena Walsh o los Hermanos Grimm y sabíamos que eso era la gran literatura y el resto éramos unos meros aprendices conscientes de que nunca llegaríamos. 

Los escritores eran algo lejano que sucedía como mosquitos que picaban, los colectivos que pasaban por Las Heras o los porteros que baldeaban la vereda. Uno sabía de su existencia y no se cuestionaban… 

Silvia Zuleta Romano

Silvia Zuleta Romano (Mar del Plata, Argentina). Licenciada en Economía (UBA) y Máster en Filosofía (UNED). Trabajó varios años en el Área de estudios de la Fundación SGAE hasta dar el salto a la escritura. Ha publicado en revistas literarias como Zenda Libros, Tierra Adentro, Nagari Magazine, Tales, Visor Literaria, 142 revista cultural, Revista Fábula. También ha participado en antologías de relatos y con frecuencia realiza talleres de lectura y escritura para niños. Trabaja en una nueva colección de relatos cortos y está a cargo de la edición en español de la revista de ciencias de la tierra Gondwana Talks.

https://silviazuletaromano.com
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