Una voz de madrugada
Hace un tiempo me visitó un pirata. Apareció en mi escritorio, el único lugar en el que me puede asaltar una visita semejante. Trato de recordar ahora su aspecto, pero lo único que me viene a la memoria es una amalgama de ideas sin apenas fisonomía. Se presentó. No me dijo «Soy un pirata», sino «Soy un pirata literario». En ese apelativo se encontraba la razón de su visita. Quería hacerme entender en qué consistía para él la escritura.
De aquel encuentro conservo algunas enseñanzas que me han acompañado a lo largo de los años, como un punto de partida desde el que se origina cualquier cosa que escribo. Recuerdo, por ejemplo, el primer diálogo que mantuvimos. Cuando le pregunté a qué se refería con lo de pirata literario, si ese apelativo no ocultaba más que a un simple ladrón de historias, él me respondió de forma seca, abrupta. En absoluto, dijo. Y añadió: No se trata de robar historias ajenas. Como sabes, un pirata es alguien que ve por un solo ojo, porque uno de ellos lo tiene tapado. Pues bien, ese ojo con parche es el que me permite observar lo que sucede. Mi escritura se limita a describir mi propia oscuridad.
Supe, desde entonces, que la conversación sería confusa y que abriría huecos poco explorados. El pirata literario no estaba allí para explicarme la realidad, sino las posibilidades del reverso, la cara oscurecida de toda evidencia. Lo que me contó aquella tarde, sentados en mi escritorio, tenía ese aire de constante vuelta de tuerca, demostrándome que la única certeza es que no existe certeza alguna, y menos aún cuando se escribe. Cada frase era una apertura hacia otros espacios, reales e imaginarios al mismo tiempo. Una paradoja que no hacía colisionar dos opciones, sino ensanchar el mundo.
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Dos y dos son cuatro, ¿pero y si fueran cinco?, preguntó. Yo no escribo, yo releo, añadió a continuación. Su conversación era justo eso: una relectura en la que cada suceso adoptaba un nuevo prisma. Algo que me recordó a un verso de Charles Simic: «Hacer algo que aún no existe, pero que al crearlo parezca que siempre existió». Sin embargo, en el caso del pirata literario no se trataba únicamente de invenciones, sino de algo más. Consistía, más bien, en aceptar lo que ya había y presentarlo de otra forma, como un viejo poeta barroco. Así entendí una de sus intervenciones. Dijo: Tanto el lector como el escritor han elegido ser el Minotauro, no Teseo. Optan por recluirse en un pequeño espacio, un territorio oscuro y solitario plagado de callejones, muchos de ellos sin salida. El hilo de Ariadna es su único vínculo con la realidad.
Esa era la vuelta de tuerca a la que me refiero. La mitología estaba ahí, lo que hacía falta era aportar otra perspectiva, como hizo Julio Cortázar en Los reyes. Pensé que, quizás, todo estuviera ya escrito y que lo único que deberíamos hacer es tratar de esparcir las piezas de otra manera. Barajar las cartas siguiendo un orden distinto. Recomponer el puzle buscando nuevos encajes. Tal vez de ahí pudiera surgir algo nuevo. Aunque las fichas estén marcadas, nadie nos dijo cómo debemos distribuirlas sobre el tablero…