Las cabras del tiempo
Antes de viajar encontré unas fotos en la calle, muy cerca del cordón de la vereda. Seguí de largo unos metros, sin quitarles la vista de encima. Ya casi nadie revela fotos, me dije. Parecían haber sido tomadas con una cámara antigua, de las que utilizaban rollo de película.
Volví sobre mis pasos y las guardé en mi mochila. No lo sentí como un robo porque, de alguna manera, un anónimo las había descartado. Pronunciar el término descartar me turbó bastante, y pensé en la imagen retenida por el tiempo en esos pedazos de papel, pequeñas jaulas de 10x15, impresiones de puntos en un eje cartesiano que no se volverán a repetir aunque intentemos juntar los mismos elementos a la misma hora y en el mismo lugar.
Foto 1
Nueve cabras pequeñas al sol. Dos grupos de cuatro juegan entre sí. Solo una mira a la cámara, parece que sonríe. Las demás son como niños intrépidos revolcándose por el suelo de tierra seca. A la izquierda de las cabras, un tinglado con columnas y tres comederos. La sombra se proyecta sobre un poco más allá de la mitad de la foto, pero no llega a teñir a los animales. En los ojos de la cabra que mira directo al lente, leo una paz engañosa, como si supiera que su comodidad puede terminarse en cualquier momento.
Hace ocho meses que estoy solo en París, ocho meses de ser un extranjero: una eternidad. No tengo amigos, apenas unos buenos conocidos a quienes visito una vez por semana. Tiendo a pensar que todo lo que veo es una maqueta reforzada que se sostiene, que vive y no se pregunta si alguna vez desaparecerá. Eso es París, y quizá sea así toda Europa.
Llamo poco a casa. Lo menos posible. La última vez hablé con el abuelo. Él tuvo que abandonar Italia a los quince años cuando la guerra golpeó la puerta de su casa. No dije nada de las fotos. Le pregunté cómo se hace para no sentir esa grieta que te abre el pecho cuando estás solo y de noche en un cuarto de hostal. Dijo textual: «La noche en una habitación puede ser cualquier lugar», luego cortó sin despedirse.
Anoté la frase en una pequeña libreta que llevo a todas partes. Me siento frente a la catedral de Notre Dame. Mi atención se disgrega entre la frase y la construcción que me interpela con su ferocidad. Notre Dame va a estar ahí por siempre. Las gárgolas darán la bienvenida.
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Foto 2
Una casona colonial de dos pisos pintada de blanco, techo de tejas rojas, puertas y aberturas verde oliva. Un pino decora la entrada. Hay un tonel a menos de un metro de la puerta principal y del cartel de madera tallada que anuncia «Visitas guiadas – Degustación – Ventas».
Al dorso de la foto, en letra cursiva se lee: Cafayate, Bodega Domingo Hnos, también tienen cabras.
Convido un cigarrillo. Lo enciendo con el mío y lo entrego para que el fumador siga su curso. Pienso si ese fuego que un extraño se lleva será una continuidad mía o un simple modo de contagiar autodestrucción. De una forma u otra, habremos cortado por escasos minutos la soledad, hasta que el humo la evapore y sea el viento quien la disperse.
¿Por qué alguien decide tirar fotos en la vereda? …