Maniquíes
Hace pocos días que llegaste a vivir a Toronto. No tienes ni amigos ni conocidos ni nadie a quien pedir ayuda; a nadie le haces falta en esta ciudad. Has llegado como llegan casi todos: invitado por el conocido de un conocido que, luego de cobrarte por la invitación y darte posada una noche, te pidió que te largaras de su casa. Ante tus defensas de que no hablabas inglés, de que acababas de llegar, de que ellos se comprometieron a ayudarte y que por eso pagaste por adelantado, te dicen que eso les vale una mierda.
Y les vale una mierda.
Te amenazaron que llamarían a la policía si volvías a aparecer por ahí con tu cara de pendejo, con tu cara de que no sabes nada de nada. Claro, no tienes papeles y los de migración te podrían devolver a tu pobre y raquítico país de mierda del que saliste huyendo.
Entonces te fuiste a un hostal. Pagaste para dormir en una habitación compartida junto a otros seis chicos que se encontraban en tu misma condición: mochila al hombro, veinte dólares en el bolsillo, miedo, ira y sin trabajo. Pero tú fuiste el suertudo del grupo. En el piso de la habitación encontraste un papel sucio y maltrecho, un recorte de periódico que decía: «Trabajo para inmigrantes. Pagamos en efectivo». El anuncio estaba escrito en español. No dudaste ni un segundo de que era una señal y emprendiste camino hacia aquel ofrecimiento. No todo estaba perdido.
Tenías hambre y unas ganas enormes de comenzar a vivir el sueño canadiense del que tanto te habían hablado.
La dirección era en el número doscientos de la calle Oxford, en el popular barrio chino. Allá fuiste con tus pasos exiliados en busca de un trabajito. Pensaste que a cualquier cosa que te ofrecieran dirías que sí; con algo tienes que empezar. Un arco muy alto de arquitectura china antigua marcaba el límite entre el barrio y el resto de la ciudad. Al principio te rehusaste a entrar. Algo, una fuerza, te tentaba a tomar otro camino, pero el apremio de las tripas sin alimento te empujó a cruzar el portal.
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Te encontraste con muchos locales comerciales y pequeños puestos de venta ubicados a lo largo de la calle. El bullicio de la gente te molestó. Había quienes ofrecían mercadería, otros demandaban información sobre productos y otros más regateaban precios. Los distintos comerciantes te acechaban con diversidad de artículos: hierbas, ropas, mariscos secos, patos rostizados, sombreros. Uno de ellos, el de las hierbas, se te acercó demasiado y te habló en un idioma que no supiste reconocer. Lo empujaste y él se enfureció, te señaló con el dedo y fijó su mirada en ti como descargando algún maleficio. Tú te volteaste y empezaste a correr. El tipo al principio te siguió, pero tuviste la fortuna de perderlo entre el gentío. Entonces te dieron ganas de salir de ese barrio que por un momento lo pensaste maldito y hasta olvidaste el motivo que te llevó ahí: el trabajo.
Avanzaste por la acera a pasos cortos y pausados, dudaste si acaso sería lo correcto continuar con la búsqueda del número doscientos de la calle Oxford o si debías salir de ese embrujo. Sostenías en el puño cerrado el anuncio del periódico, como si fuera un amuleto. Te fijaste en los escaparates de las tiendas, tan diversos que a ratos te divertían y a ratos te asustaban. Caminaste y caminaste y parecía que dabas vueltas en un corredor sobre las mismas calles sucias, pequeñas y descuidadas. Te pareció que los puestos de venta eran iguales unos a otros y notaste que lo mismo pasaba con la gente, era la misma, una tras otra, se multiplicaban los rostros: uno atrás del otro, aparecían ante ti como una repetición de imágenes conocidas en colores y matices distintos, como si todos fueran parte de una exhibición de Andy Warhol: colores fuertes, dramáticos, fríos, bajo las mismas cabezas, con los mismos ojos, narices, bocas.
Encontraste la calle Oxford, seguiste el orden de los números con el cuidado de un cirujano hasta dar con el doscientos. Pero la corretiza con el vendedor de hierbas te dio sed, por lo que antes de entrar compraste una botella de agua. Te costó todo lo que te quedaba en el bolsillo. La mirada de la chica que te atendió te asustó. Se te acercó y en susurros te dijo: «get out from this neighborhood, try to get out»; y tú saliste de aquella tienda sin dar ni siquiera las gracias. La voz de la muchacha se instaló en tus oídos como dos moscardones que repetían una y otra vez la advertencia: get out, try to get out…