Madrid deslucido por Madrid
(Impresiones de un viaje)
I
La burocracia de los calendarios al lado de la taza de café,
la familia con sus reuniones de ansiedad resignada
—mausoleo de catrines en su sentido más original—,
el taller nómada despegándose de la tela
—aquella etiqueta del Salón de Lectura—,
la visita inconsciente al hospital de monjas
donde nací hace casi treinta años,
el mensaje que me confirma que te tengo en Polonia...
Así amanece este Madrid de invierno seco,
este paisaje de humo blanco en los tejados,
esta luz polifónica libre de polvo,
este escenario de película de Garci.
Parece que Madrid se explica por su frío.
II
Los gorriones avientan una nueva acogida:
departamentos con calefacción
central,
pisos perdón con muros de ladrillo
visto,
toldos monocromáticos,
aceras listas para el término de la jornada,
barrios ¿barrios? a un cuarto de hora del centro y...
es que hablar de Madrid es estar en Madrid...
¿Y el hospedaje?
¿Y el derecho, de todo aquel que vuelve,
a olvidar de que en sus maletas lleva la casa?
III
Despoblar todo lo que se contempla,
lo que se advierte en este otro lado,
esto que asumo que me pertenece.
Y separar el fondo de su forma,
el espacio de aquello que le otorga
vida, capacidad de tanta vida.
Tal vez en el contorno de la esencia,
que quizá sea en sí misma la esencia,
no exista posibilidad de desarraigo.
Se reduce Madrid a postales, paisajes.
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III bis
Ya no es Madrid cosmovisión de la huida,
ciudad y puente de la tolerancia,
Babel de los deseos.
Ahora que he crecido —y he cruzado el mar y he visto—,
Madrid es una estampa de Beruete,
un libro sobre las leyendas de su pasado,
un imán para la nevera,
una novela policiaca desarrollada en el franquismo,
un compromiso.
IV
Apenas un paseo basta:
esta ciudad no me devuelve
aquel tiempo robado. Apenas
veo la propiedad de siempre:
está gastada por el hueco
que dejé, por los libros de antes
que ahora toco abandonados;
un tacto de traición, como
de pérdida, de ya nunca...
La luz es otra de repente
para mí —yo, que tanto anduve
arrojado al encuentro pronto
de los no sé qué iluminados—,
y veo deslucidos el curso,
las orillas que nada ofrecen
al que se siente despistado.
Y la melancolía es otra.
Melancolía de lo propio
como sombra y farola, como
la conclusión que llega al fin
para arrullar al rostro helado
por el frío. Un paseo apenas
basta: un deseo de ciudad
como lo fue antes. Un deseo.
V
—¿Y Periferia?
—Periferia está pausada.
Ahorita, joven, la verá en cuanto vuelva.
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