Y al final no se acaba
El fin del mundo estaba pautado para el 14 de noviembre a las 6:57 hora local (23:57 hora de Sidney, 12:57 GMT). Pero algo pasó que al final el mundo no se acabó. Realmente nadie sabía qué era exactamente lo que se suponía que tenía que ocurrir. Que si un sismo de doce grados que voltearía el eje del planeta. Que no, que una llamarada especialmente grande del sol que chamuscaría a la Tierra. La evaporación repentina de los mares. Una poderosa energía que forzaría la expulsión del mundo del sistema solar. La detonación masiva de un arma nuclear. La verdad, nunca se precisó. El punto es que casi todos nos lo creímos porque era un sentimiento generalizado que el mundo no daba para más y que nos lo merecíamos por habérnoslo buscado durante siglos y siglos de estupidez, crueldad e involución. También hubo un grupo importante de negacionistas a quienes realmente no les importaba que el mundo se acabara o siguiera siendo el desastre de siempre, lo que les interesaba, como siempre, era tener la razón para luego poder decir: se los dije. Aunque esta vez no iba a haber nadie a quien decirle te lo dije ni tampoco nadie que se ufanara de haber tenido la razón. Algunos lo tomaron como una profecía, como la anunciada vuelta del Mesías, como el apocalipsis que se revelaba en las sagradas escrituras; pero eran pocos porque a estas alturas ya no quedaba mucha gente de fe ni mucho menos motivos para creer en algo. Quedaba claro que un cometa no era la causa de la hecatombe, porque se hubiera visto en el cielo, algún astrónomo aficionado lo hubiera captado con su telescopio y viralizado las imágenes. Tampoco era una flota alienígena o un rayo espacial. No venía de afuera la destrucción, era un asunto más bien autogestionado, hecho a pulso desde dentro. El punto es eso que llamaron «el cese», «el adiós» o «la interrupción» simplemente podía ser cualquier cosa y al final no fue ninguna. El mundo a las 6:58 siguió estando ahí como si nada. Y la humanidad dio por sentado que se nos había dado una segunda oportunidad. Que Dios o el destino o la naturaleza o los dueños de la simulación, o quien fuera que iba a presionar el botón rojo, al final se arrepintió o se le olvidó. Aquí seguíamos y por algo sería. Entonces había que aprovechar esta nueva oportunidad, había que ser distintos y vivir distinto. No solo era una oportunidad para refundar la sociedad, las culturas, el mundo, sino para refundarse cada uno en lo más íntimo, reconstruirse por dentro como alguien mejor.
Publicidad
El frustrado fin del mundo nos dejó, eso sí, con un ligero mareo. Una sensación como de haber sido desplazados un par de milímetros de nosotros mismos. Como si el cuerpo estuviera aquí pero el alma se hubiera quedado rezagada una fracción de segundo. O quién sabe, como si a lo mejor la que se hubiera adelantado fuera el alma y ahora esperaba a que llegáramos con el resto del cuerpo un poco más tarde. Era raro, daba un poco de vértigo, se traducía en una ligera náusea; pero era un asunto soportable. Uno se acostumbra a todo, incluso a que las cosas sigan como si nada después de que el mundo se acabó.
Pero bueno, seamos honestos, a mí el mundo ya se me había acabado antes. Hacía tres años. A mí se me hizo trizas el mundo un 29 de septiembre a las 11:13 en la carretera a Tepoztlán. Ya Mariela me había dicho varias veces desde el puesto del copiloto que iba muy rápido, que no había apuro, que por qué ese empeño en ir a semejante velocidad. Yo no le quise decir que es que Lucas me traía loco dándome patadas desde el asiento trasero al respaldar del mío. Y es que Lucas venía nervioso, tan tenso siempre, tan distinto a su hermana melliza que venía sentada y cantando detrás de su mamá. Yo le tenía compasión a Lucas, le trataba de tener paciencia, pero sobre todo le tenía miedo. Fue siempre tan callado, tan metido hacia dentro, con esa mirada terrorífica de alguien que se ha quedado cautivo en un cuerpo que se le ha convertido en una celda de carne; donde no se halla, donde no ha hecho otra cosa que cargarse de amargura y rencor. Lucas era un hombre ansioso a punto de perder el control embutido en el cuerpecito de un niño de seis años. En cambio Susana, su hermana, era tan natural, tan bien instalada en la vida, tan niña alegre de su edad. Ella iba a aprender a ir sola, iba incluso a necesitar mañana andar por su cuenta; en cambio a Luquita lo íbamos a tener que acompañar la vida entera. Hasta que acabara con la nuestra, se quitara la suya o arrebatara la de alguien más. La primera opción, preferiblemente. Aunque a veces –me avergüenza reconocerlo, me duele horrores, pero qué carajo, es la verdad– me inclinaba por la segunda. La segunda y así descansaba él y descansábamos todos…