Estaba segura de haberte conocido: la búsqueda infinita del recuerdo

Yo quisiera dejar los nombres vivos,
escribirlos, decirlos, levantarlos,
porque sé que nos vamos, nos hundimos,
y que el aire se hará tierra cerrada,
y el lujo de esta hora fugitiva
larga pobreza y desventura vana.

Amanda Berenguer


*

Cuando siento que la vida toma una manera tan irremediable de ser, es en esos días en los que el frío de habitar la ciudad monstruo realmente me llega a los huesos, cuando el no poder ver nada de lo que soy en mis traducciones me irrita los ojos. Pienso que todo está pasando, pero nada llega a mí. Me recuerda que por más que yo quiera quedarme sola, no puedo. Por más que yo quiera empezar a sentirme como una espectadora, no puedo. Por más que yo quiera aprender a mantenerme al margen, no puedo. No puedo olvidar y pretender que olvido. Le doy vueltas a todo, inclusive a lo que nunca termino de entender. Después hablo, escribo, traduzco.

De camino a Ciudad Universitaria, a la Facultad de Filosofía y Letras en la Ciudad de México, tengo que tomar una combi que se hace dos horas, pasando por Acoxpa, el Estadio Azteca y Santa Úrsula, la periferia. Voy sentada junto a personas que probablemente no se imaginan que traduzco a Faulkner, a Amanda Berenguer. Que devoro libros una y otra vez y, aun así, no puedo olvidar la pesada sensación de invisibilidad. En esas dos horas, recuerdo. Recuerdo todo lo que he leído para Literatura III, que abarca el siglo XVII de la literatura inglesa. Pero no recuerdo esencialmente algo en particular, solo el sentimiento de querer apropiarme de las palabras. El quedarme atrapada en la inmediatez de lo que traduzco, el querer ser palabra, autor y libro.

Anne Carson plantea, en Eros, the Bittersweet, parafraseando a la traductora y poeta Mirta Rosenberg, el anhelo del amante por nombrar lo ausente. Carson menciona que conocer y desear tienen el mismo núcleo del dolor: quedarse cortos o ser deficientes. Para mí, también el recordar. Por eso, intento recordar con energía, todo lo que siento, todo lo que soy, todo lo que creo. Y cuando pienso que me estoy quedando corta, viene a mí el olvido.

El olvido parece inevitable en un panorama literario tan gigante. Si olvidas hoy, mañana puede sorprenderte otro libro, otro autor, otra forma, otro mundo… pero para mí, no es así. No puedo darme el privilegio de poseer el deseo de ser alguien más y olvidar, olvidar todo lo que creo con tal de pasar de página, con tal de traducir una palabra, con tal de seguir leyendo. No puedo olvidar el viaje de dos horas para llegar a clases, ni tampoco la manera en la que entra la luz y delinea los rostros de las realidades que comparto por esas dos horas. No puedo olvidar la persona que soy por el simple hecho de querer poseer la palabra: soy una mujer que siente, que ve, que viene de la periferia y que no olvida. Yo anhelo el recuerdo, la sensación de recordar todo lo que leo en mí y por eso no me encuentro.

Día con día, en clases, las lecturas a voz de un Doctor en Historia y la réplica por parte de compañeras, me hacen plantearme en cada palabra si olvidar se trata de poseer. Cuando dicen que es mejor no leer más allá de lo que traducen. Cuando traducir se convierte en una manera de poseer el lenguaje para nombrar lo que ellos quieren ver. —¿Quiénes son ellos? —. Cuando dicen que ellos somos nosotros, nosotras, y que nadie lo entendería porque solo nosotras poseemos la lectura, el recuerdo. —¿Entonces qué sí puedo recordar?—. La palabra y el olvido. Podemos olvidar lo que no nos gusta. Despertar por la mañana y leer a algún modernista inglés. Olvidar todo lo que defendimos, sentir el peso de las sábanas, traducir… y estar listas para olvidar otra vez. 

Yo me pierdo. Cuento las sillas que nos dividen, anoto: «Debo mejorar mi traducción de Eliot si quiero ser tomada en serio», pero no olvido. No puedo olvidar, por eso traduzco lo que recuerdo. Tampoco me encuentro, pero sí recuerdo que debo encontrarme, en las palabras de un hombre blanco que se llama a sí mismo «minoría». En una biblioteca que no me pertenece. En una generación que no se quiere compartir porque no traducimos para todos. Traducimos para ellos, aunque para poder hacerlo, olviden todo lo que fueron ayer.

No olvido, ni poseo: ni el lenguaje, ni el inglés, ni la noción de quiénes son ellos. ¿Es amargo saber que no puedo? Sí, pero también es dulce. Para Jacques Derrida, el olvido es una forma de presencia espectral, la metáfora del espectro es para hablar de cómo ciertas ideas, personas o sistemas nunca desaparecen por completo, aunque parezca que sí. ¿Es vivir con espectros un privilegio? Siempre y cuando se trate de leer en otro idioma, para eso necesitas un cementerio…

Hannia Hernández García

Hannia Hernández García (Oaxaca, México, 2004).

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