Alejandro Adame - Poesía
Dolor de cuello (o de mi hipocondría)
Que venga ya un pájaro carpintero,
e insista, insista, insista,
que pique, furioso, la corteza de mi cuello,
que lo llene de grietas y las grietas se abran,
y salgan, ya, por favor, las piedras
atoradas debajo de mi nuca,
como músculos disecados.
Eso es lo que imagino
cuando buscando alivio cierro los ojos;
pero cómo saber con certeza que se trata de eso
y no de bultos ajenos, extraterrestres,
de una invasión imperceptible
que se metió por debajo de mi cuerpo,
como ratas nocturnas por debajo de la sábana.
Entonces la hipocondría,
el no saber cuándo
caerá el diluvio de agua extranjera,
el no saber qué rostro
me encontraré a la vuelta de la esquina.
Que se cumpla lo que más tememos:
eso,
y no el miedo en sí mismo
es el miedo verdadero.
Lo más probable
es que sean contracturas,
así como es lo más probable
que en mi cajón cotidiano
estén mis papeles cotidianos,
pero cómo saber con certeza
que si abro mañana el cajón
no habrá un puñado de piedras,
sucias,
secas,
cubiertas de una arena de otro mundo,
puestas ahí por una mano oscura,
por la misma mano que una noche
abultó los músculos de mi cuello
(si de eso se trata realmente).
Cómo saber:
que venga ya un pájaro carpintero.
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Escena en un semáforo
El torso de un hombre se acuesta
en el cofre de mi coche:
su pecho, de pronto, a centímetros del mío
separados por el cerco de cristal.
Sinuosamente
el vidrio recupera la transparencia
como el mundo que observan
unos ojos abiertos
después de un sueño turbio.
Bajo la ventana y siento
el aire frío como quien sale
de una cueva después de mucho tiempo
y se reflejan las luces nocturnas
en el metal de las monedas.
(Escribo la palabra frío
apartado del frío, en un cuarto
en el que no pienso en la temperatura,
en el que pienso dónde acomodar frío,
mirando a través de la ventana
un viento que se enreda entre los árboles,
que se adhiere a la piel del jardín,
como a la piel de un hombre que espera
a que cambie el semáforo de color
para caminar entre los coches.)
Subo la ventana y avanzo por la avenida.
Por el espejo retrovisor
miro al hombre mirar el semáforo
con la esperanza
de que se encienda un cuarto color,
impredecible,
como cuando algo no esperado
rompe la monotonía de la costumbre
y nos libera por un momento
aunque no sepamos de qué.