Las cuevas
Rectifico el paisaje de mi infancia
cada vez que describo mi pueblo.
La justificación es para complacer la memoria:
Amaso el camino de las huertas,
echo más agua al río,
cubro de asfalto las grietas de la carretera,
bajo la temperatura del verano, limpio
la piscina municipal.
No lo adorno todo:
Sigue la plaza donde nos lanzamos sanguijuelas,
ya se fueron los ciervos que habitaban el parque,
no quedan palés robados para hacer chozas
simulando ser la casa que nunca habitaríamos
alicatada con tubos y restos de obra.
Una tierra vestida de nomeolvides y jaramagos
finge ser el sofá donde dos niños de doce
duermen la siesta en verano.
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*
Soñé que mi abuela echaba a andar y no volvía.
Al principio lloré tanto que me fundí con el Genil,
como hacen todas las nietas que ven a su abuela marchar
en procesión con la noche hasta disolverse con el arrullo nocturno.
Luego me astillé los huesecillos para achicarlos, para
hacerme gorrión, seguirla, rogarle comida,
desplegar melodías a cambio de pan bajo su mesa
—canciones de viento oscilando a través del pico—.
De alpiste eran mis alas y mi pecho,
su clavícula, el columpio de esta jaula de morriña.
Me mantenía acurrucada contra su piel
hasta que se cansó de mi canto y me desgranó
el cuerpo que alimentó a otros cuerpos.
El crepitar de mis semillas al ser masticadas
fue la nana que me acunó en silenció y me despertó:
Abuela canturreaba haciendo pan en la cocina.
Abuela amasaba el cuerpo,
simiente de la que comería toda la familia.